Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
Bella es esa rosa —contestó el sabio pero hay otra más bella todavía.
—¡Sí, otra mucho más bella! —dijo una de las mujeres—. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.
—Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.
—No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor —afirmó el anciano y piadoso obispo—. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime.
—¡Bendita sea! —exclamó el sabio—, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.
En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.
—¡Madre! —dijo el niño—. ¡Oye lo que acabo de leer! —. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido.
—¡Amor más sublime no existe!
Encendióse un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.
—¡Ya la veo! —exclamó—. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.
(Storkene)
S
obre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido —pensaba—. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
—¡Escucha lo que cantan los niños! —exclamaron los polluelos—. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
—No os preocupéis —los tranquilizó la madre—. No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
—No os apuréis —les decía—, mirad qué tranquilo está vuestro padre, sosteniéndose sobre una pata.
—¡Oh, qué miedo tenemos! —exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
—¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? —preguntaron los polluelos.
—¡No, claro que no! —dijo la madre—. Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
—¿Y después? —preguntaron los pequeños.
—Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
—Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
—¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! —regañóles la madre cigüeña—. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
—¡Ajá! —exclamaron los polluelos.
—¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
—¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? —, preguntaron los polluelos.
—No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volaréis por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
—Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar —dijo un buen día la madre—, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse! ¡Fijaos en mí! —dijo la madre—. Debéis poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, un, dos! Así es como tenéis que comportaros en el mundo —. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
—¡No quiero volar! —protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido—. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
—¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
—¡Oh, no! —suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvele a tu tierra!
—¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! —exclamaron los pollos—. ¡No, dejadlos! —replicó la madre—. Fijaos en mí, esto es lo importante: —Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana os permitiré acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
—¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? —preguntaron los hijos.
—Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
—Sí, nos vengaremos —se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
—Antes hemos de ver qué tal os portáis en las grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
—¡Si, ya verás! —dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
—¡Ahora, la venganza! —dijeron.
—¡Sí, desde luego! —asintió la madre cigüeña—. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
—Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo —gritaron los pollos—, qué hacemos con él?
—En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno —no lo habréis olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales—, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamaréis también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
(Venskabspagten)
N
o hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro más largo. ¿Adónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Él va delante con su «argoyat», una acémila transporta el baúl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dándole escolta, una pareja de gendarmes. Al término de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su único techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El «argoyat» le prepara la cena: un arroz pilav; miríadas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y mañana el camino cruzará ríos muy hinchados. ¡Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente!
¿Cuál será la recompensa para tus fatigas? La más sublime, la más rica. La Naturaleza se manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar está lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo.
En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, ¡qué pálido ha sido el cuadro resultante! ¡Qué poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamás olvidará el forastero!
Aquel pastor solitario de allá en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabría probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.
—Dejémosle, pues, la palabra —dice mi Musa—. El pastor de la montaña nos hablará de una costumbre, una simpática costumbre típica de su país.
Nuestra casa era de barro, y por jambas tenía unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traídas de las montañas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peñas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo más alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto de un pájaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el más alto, aquel de cuya cumbre tardaba más en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecía más feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba: