Mirrorshades: Una antología cyberpunk (26 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Todavía quedaban enclaves en EE. UU. donde se podía uno perder en la batidora de los media, hipnotizado por las innumerables cartas del deseo rápidamente repartidas como en un trance del sueño americano, mientras diez mil compañías competían para reclamar la atención, suplicando que uno comprase y comprase. Lugares como éstos eran ciudades fortaleza para las ilusiones de la clase media.

Pero los más ricos podían sentir el desmoronamiento de su reino. No se sentían seguros en los EE. UU. Necesitaban otro lugar fuera, pero bajo control. En ese momento, Europa estaba descartada. América del Sur o Centroamérica eran demasiado arriesgadas. El teatro del Pacífico era otra zona de guerra.

Por eso surgió la Zona Libre.

Un promotor texano, que no tenía su dinero en el BACB, vio las posibilidades que habían surgido alrededor de las plataformas de perforación petrolífera. Una diadema engastada de burdeles, galerías de juego y cabarets había cristalizado en los barcos medio desguazados y anclados permanentemente alrededor de las plataformas. Doscientas prostitutas y trescientos crupieres trabajaban para el mestizado grupo internacional de trabajadores dedicados al petróleo. El promotor hizo un trato con el gobierno marroquí. Compró los oxidados cascos y los arrabaleros clubs nocturnos, y despidió a todo el mundo.

El texano poseía una compañía de plástico; la compañía había desarrollado un plástico ligero y ultrarresistente, que el promotor usó en las balsas sobre las cuales se construyó la nueva ciudad flotante. La comunidad contaba ahora con diecisiete millas cuadradas de balsa urbana, y era protegida por una de las fuerzas de seguridad más duras del mundo. Zona Libre ofrecía entretenimiento y placer para ricos en la sección exclusiva, y alrededor del borde del segundo amarre, para los «tecnitas» de los equipos de perforación. Los locales de este segundo amarre también albergaban a unos pocos colgados semilegales y a unos pocos centenares de músicos.

Como Rickenharp.

Rick Rickenharp permanecía apoyado en el muro sur del Semiconductor, dejando que los relámpagos y el bullicio del club lo envolviesen, mientras componía mentalmente una canción.

La canción decía algo así como: «Relampagueante bullicio / Cegadora mirada / Nostalgia de la silla eléctrica».

Luego pensó: «Jodido alboroto».

Y lo hacía lo mejor que sabía para parecer un tío enrollado pero a la vez vulnerable, esperando que alguna de las mujeres que pasaban fugazmente entre la multitud recordara haberlo visto con su grupo la noche anterior, y que intentase ligárselo, que jugase a grupie. Pero la mayoría sólo se interesaba por los bailarines conectados.

Y no había ni una
jodida posibilidad
de que Rickenharp se conectara al minimono.

Rickenharp era un clásico del rock. Vestía una cazadora de motero de cuero negro que tenía unos cincuenta años, y que se decía que había llevado John Cale, cuando todavía pertenecía a la Velvet Underground. Las costuras empezaban a reventarse y faltaban tres remaches en el dibujo de cromo. Los codos y el borde del cuello volvían al marrón animal del cuero original. Pero este cuero era como una segunda piel para Rickenharp. No llevaba nada debajo. Su pecho huesudo y sin vello, de un blanco azulado, se adivinaba debajo de las cremalleras rotas. Llevaba también unos vaqueros que sólo tenían diez años, pero que parecían más viejos que la cazadora. Calzaba unas genuinas botas Harley Davidson. Unos pendientes de aro cubrían sus orejas ligeramente prominentes, y su pelo castaño rojizo parecía la explosión de una granada.

Y llevaba gafas negras.

Vestía de esta manera porque estaba decididamente en contra de la moda imperante.

Su banda se metía siempre con esto. Querían que su guitarra líder fuera un presentador de «minimono».

—Si vamos a ir de minimono, simplemente deberíamos vender las jodidas guitarras y cablearnos —les había dicho Rickenharp.

Y entonces el batería había sido lo suficientemente estúpido y sin tacto como para decir:

—Bueno, mierda, tío, quizás

deberíamos ponernos los cables.

Rickenharp contestó:

—Quizás deberíamos conseguir también una batería mecánica, jodido Neanderthal —y dio una patada al taburete del batería, lanzando a Murch contra los timbales, lo cual provocó un sonoro choque, a lo que Rickenharp añadió—. Deberías lograr ese bonito sonido de timbales en escena, ahora que sabemos cómo lo haces.

Murch comenzó a tirarle los palillos, pero entonces recordó que tenía que controlarlos cuidadosamente ya que ellos mismos no lo hacían, así que le dijo:

—¡Bésame el culo, gilipollas! —y se levantó y se fue, y ésta no era la primera vez. Aunque sí era la primera vez que significaba algo, y sólo una intensa acción diplomática por parte de Ponce había conseguido que Murch no abandonara el grupo.

La llamada de su agente había disparado todo el conflicto. Eso era lo que realmente pasaba. La agencia estaba depurando su repertorio. Rickenharp estaba quemado. Sus dos últimos LPs no se habían vendido, y de hecho los técnicos de sonido afirmaban que la batería en vivo no sonaba bien en las miniaturizadas cápsulas sonoras donde ahora se escuchaban las grabaciones actuales. El holovídeo y el vídeo de Rickenharp no salían en el aire.

De todos modos, Vid-Co probablemente estaba quebrando. Otro negocio arrastrado al agujero negro de la depresión.

—Por eso no es culpa nuestra si el material no vende —dijo Rickenharp—. Tenemos fans pero no podemos conseguir la distribución para llegar a ellos.

José dijo entonces:

—Tonterías, estamos fuera de la Parrilla y tú lo sabes. Todo lo que nos arrastraba era solamente la ola de nostalgia. Tío, no puedes tener más de dos éxitos con un revival.

Julio, el bajo, dijo algo en la jerga de los tecnitas que Rickenharp no se molestó en traducir porque era demasiado estúpido; había sugerido contratar a un bailarín de cable como presentador, y cuando Rickenharp le ignoró, se cabreó y ése fue su turno para largarse. Jodidos tecnitas sensibles.

Y ahora el grupo estaba en la vía muerta. Su tren se había parado entre dos estaciones. Tenían una actuación de teloneros para un número de cable y Rickenharp no quería hacerlo, pero había un contrato y también un montón de raros con nostalgia del rock en Zona Libre, por lo que quizás ésa era, después de todo, su audiencia, y se lo debía. «¡A reventar los jodidos cables del escenario!»

Miró alrededor del Semiconductor y deseó que el Retro Club hubiera abierto ya. Había una fuerte presencia de retros en el RC, incluso algunos rockabillies, y algunos de ellos hasta sabían cómo sonaba realmente el rockabilly. El Semiconductor era un local minimono.

La masa minimono llevaba el pelo largo, extendido sobre los hombros y estrechado hacia un punto en medio de la cabeza, y liso, completamente liso y tieso, por lo que desde atrás cada cabeza tenía la forma de un tipi negro, gris, rojo o blanco. Estos colores eran los únicos aceptables y siempre monocromos; colores planos y sin rayas. Sus ropas eran extensiones estilísticas de su corte de pelo. El minimono era una reacción contra el «brillo» y el caos de la guerra, y contra la economía y la amorfa volubilidad de la Parrilla. El estilo brillo estaba desapareciendo, muriendo.

Rickenharp siempre había sido remiso hacia los estilizados brillos, pero los prefería a los minimono. Después de todo, el brillo tenía energía.

El brillo había crecido como uno más de los provocativos estilos anti-control, populares en las últimas décadas del siglo XX. Se esperaba que un «brillo» llevara su pelo
subido,
tan alto como fuera posible, ya que de alguna forma esto
expresaba,
enfatizaba la individualidad y la originalidad de su portador. Cuantos más colores, mejor. No eras un «individuo» a menos que tuvieras un expresivo brillo. Formas de tuerca, ganchos, aureolas, arabescos multicolores. Se hicieron fortunas en las tiendas para moldear pelo estilo brillo, que desaparecieron cuando la moda brillo desapareció. Pero duró más que la mayoría de las modas. Tenían infinitas variedades y el atractivo de su energía para aguantar. Un montón de gente llegó a la conclusión de que era necesario inventar una expresión individual para un modelo político de brillo. Moldea tu pelo según el emblema del país favorito del tercer mundo que está siendo pisoteado (cuando todavía estaban pisoteados, antes del nuevo esquema de mercado). Los brillos eran tan problemáticos que mucha gente se acostumbró a tener postizos listos para ponérselos cuando salían. Y sus drogas también estaban diseñadas para encajar con esta moda. Neurotransmisores excitadores de todo tipo, antidepresivos, drogas que hacían a uno que pareciera resplandecer. Los brillos más ricos tenían cinturones nimbados, que creaban auras artificiales. Los brillos más ortodoxos consideraban que esto era de un narcisismo de mal gusto, lo cual resultaba una broma para los no-brillos, pues para éstos todos los brillos eran floridamente vanidosos.

Rickenharp nunca había teñido o moldeado su pelo excepto para animar su cresta punk.

Pero Rickenharp no era un punk. Se identificaba con el prepunk de finales de los cincuenta, de mediados de los sesenta y de principios de los setenta. Rickenharp era un anacronismo. Simplemente era un rockero tradicional, tan fuera de lugar en el Semiconductor como lo habría estado un bebop en las discotecas de los ochenta.

Rickenharp miró las túnicas, los monos negros, los grises uniformes, las pulseras negras, siempre con las mismas formas, como sacados de un molde de galletas; el bronceado integral y los ubicuos pendientes de forma Colonia FirStep (sólo uno, en la oreja izquierda). Se creía que los minimonos fetichistas de alta tecnología aspiraban a la estación orbital Colonia, con la misma intensidad que los rastas soñaron con volver a Etiopía. Rickenharp pensó que resultaba gracioso que los soviéticos hubieran bloqueado la Colonia. Era divertido ver a los minimonos, habitualmente con forma de dron, antiexhibicionistas, volados con tranquilizantes, reuniéndose en inquietos grupos y susurrando acerca de los soviets, con una ira del tipo por-qué-nadie-hace-algo-al-respecto.

La idiotizante regularidad de su música enlatada golpeaba desde los muros y vibraba en el suelo. Si uno se apoya en la pared sentía en la espina dorsal una vibración como la de un martillo neumático.

Había unos pocos brillos allí, duros y desafiantes, y los brillos eran la mejor esperanza de Rickenharp para conseguir follar. Tendían a respetar el viejo rock.

La música cesó; una voz aulló: «Joel Nueva Esperanza!», y círculos de luz aparecieron en el escenario. La primera actuación de cable había llegado. Eran las diez. A él se le esperaba para abrir la actuación principal a las once y media. Rickenharp se imaginó el club vaciándose cuando él subiera al escenario. No encajaba mucho en ese club. Pero quizás apareciera un público lo suficientemente variado. Las escenas límite pueden ayudar.

Nueva Esperanza salió a escena. Un actor de cable, anoréxico y quirúrgicamente asexuado; un minimono radical. Un rasgo evidente por su desnudez: sólo llevaba una capa de pintura de spray gris y negra. «¿Cómo meará este tío?», se preguntó Rickenharp. Quizás saliese de esa leve hinchazón de su entrepierna. Un maniquí bailarín. Su sexualidad estaba encajada en la nuca: un sencillo electrodo de cromo que activaba el centro del placer del cerebro durante la catarsis semanal, bajo control legal. Pero era tan flaco, hey, quién sabe, que quizás hubiera ido a un cerebroestim del mercado negro para conectarse con un pulsador. Aunque se creía que los minimonos estaban absolutamente de parte de la ley y el orden.

Los cables embutidos en los brazos, piernas y torso de Nueva Esperanza alimentaban unas clavijas de traducción de impulsos en el suelo del escenario, haciéndole parecer una marioneta con los hilos invertidos. Pero él era quien manejaba la marioneta. Los largos y fúnebres gemidos saliendo de altavoces ocultos se disparaban gracias a las contracciones musculares de sus brazos, piernas y torso. Rickenharp pensó condescendientemente que no era malo para ser minimono. Se podía distinguir la melodía, el estribillo formado por su baile, y había un matiz de mayor complejidad que el que solían tener los minis... La muchedumbre de minis se movía con sus geométricas configuraciones de baile, algo a medio camino entre el baile de discoteca y un baile rectangular, caleidoscópico, a lo Busby Berkeley, diseñado conforme a fórmulas que se suponía debía conocer todo aquel que quería participar. Intentar bailar con un estilo libre en su cerrada coreografía y con su palpable rechazo social expresado en su lenguaje corporal equivalía a ser congelado por un viento polar.

Algunas veces Rickenharp practicaba
acid dance
en medio de las configuraciones minimono, simplemente para fastidiar, sólo para obligarles a expresar su rechazo. Pero el grupo le había obligado a dejar de hacerlo. «No alejes a la audiencia en nuestra única actuación, tío. Seguramente nuestra jodida
última
actuación...»

El bailarín de cable hizo vibrar unos suspiros de gaita sobre la sección rítmica pregrabada. Y las paredes se animaron.

Un buen club, en 1965 o en el 75 o en el 85 o en el 95 debía ser estrecho, oscuro, cerrado, claustrofóbico. Las paredes debían ser, o bien directamente monocromas, todas negras o de espejo, o deliberadamente abigarradas, camp, cubiertas de cualquier cosa que perteneciera a la vanguardia del momento, o con grafitos vulgares.

El Semiconductor presentaba estos dos tipos. Comenzaba en plan macho con sus paredes de un negro cristalino; durante el concierto se transformaba en un travestí vulgar mientras las paredes reaccionaban a la música con estallidos de color, recorriendo todas las longitudes de onda en patrones osciloscópicos, desde los tonos blanquiazules hasta el extremo rojo púrpura para el bajo y la percusión. Reaccionando vívidamente, hipnóticamente a cada nota. A los minimonos no les gustaban las paredes reactivas. Las calificaban de cursi y «vídeo».

El bailarín recorrió el escenario y Rickenharp lo miró gruñón, tratando de ser justo. «Es simplemente otra forma de rock and roll. Como un cristiano viendo una ceremonia budista; bueno, al fin y al cabo es sólo una manifestación del Dios Único», pensaba Rickenharp, «pero el rock genuino es mejor. El rock genuino volverá». Se lo repetiría a todo aquel que le escuchara, aunque casi nadie le prestaba atención.

Una caoticista llegó, y él la observó, sintiéndose menos solo. Los caoticistas estaban mucho más cerca de los rockeros auténticos. Llevaba la cabeza rapada, con sus lados pintados. Una falda hecha con al menos dos centenares de diferentes tejidos sintéticos, cosidos a su cinturón en una suerte de faldellín de telas brillantes. Pechos desnudos con pendientes de finos tornillos en los pezones. Los minimonos la miraron con asco, ellos eran recatados y llamar la atención hacia los pechos les resultaba decididamente horrible. Ella les devolvió una radiante sonrisa. Sus bellos rasgos semitas estaban embadurnados con un colorido maquillaje que parecía salpicado al azar. Sus dientes eran afilados.

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