Milagro, se ha muerto Mamá (9 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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A punto estábamos de iniciar la pelea, cuando Mamá ha intervenido.

—¿De qué se habla por Cádiz?

Y Marsa ha celebrado la idiotez.

—¡Qué gracia tienes, Cristina!

Dicho esto, ha reiniciado su charla con Mamá pasando literalmente de la turbulenta cabecera gaditana.

—Siempre lo tuve por un amigo, don Crispín. Pero me ha hecho mucho daño.

—Rezaré para que sane su herida y vuelva a ser el que era, Cristian.

—No seré jamás el que fui por culpa de mi avanzada edad.

De nuevo, Mamá. Muy graciosa:

—A ver si me oyen en Cádiz. ¿Por qué esas caras tan largas? Parecen pepinillos.

¿A que he estado graciosísima, Marsa?

—De morirse de risa, Cristina. Qué lástima no haberte cogido el miquillo antes.

—Tenemos tiempo por delante. Lo vamos a pasar rechupi todo el día juntas.

Creo que voy a vomitar.

—Perdonadme. Pero algo que debí de tomar en Madrid me ha sentado fatal. Lo siento. Me voy a la cama. Buenas noches, don Crispín. Y vosotras, a seguir tan divertidas.

Tomás me mira con expresión indagatoria. Le hago un gesto de tranquilidad. No merece la pena seguir sentado en una mesa tan repugnante. Contemplo a Marsa y la veo lejana, ausente, extraña. Su complicidad con Mamá me saca de quicio. Y en cuanto a don Crispín, nada que decir. Lucifer en carne y hueso. Cuando abandono el comedor, aún tengo tiempo de oír la última chorrada de Mamá:

—¡Qué bien estamos en Sevilla! ¿Verdad, Marsa?

—Muy bien, Cristina.

Pero ese «muy bien» ha sonado a falso. Y me espera una noche de tentaciones y resistencias. Porque Marsa no se deja vencer, y ha perdido el primer asalto.

En la soledad del lecho, he recuperado el pulso. Oigo pasos. Se acerca.

SIETE

La noche ha salido rara. Marsa ha dormido abrazada a mí, pero no ha conseguido nada. De cuando en cuando, en los entresueños, la oía susurrar perdones y amnistías.

Y creo recordar haber notado la humedad de sus lágrimas sobre mi pecho. Ha estado a punto de derrotarme de nuevo, pero tampoco hay que presumir. Si he resistido no ha sido por mi entereza. Simplemente que el cansancio me obligaba e impedía otra cosa que no fuera intentar dormir.

Hoy, por la mañana, la he mirado mientras se duchaba. Su maravilloso desnudo me ha despertado la misma sensación que el de un cuadro del Prado. Un desnudo de todos, para todos los ojos y todos los deseos. Es de esperar que se me pase este ataque de cuernos, porque así no se puede vivir.

Pero me ha venido, como de regalo, un consuelo. Nos ha visitado Damián, el que fuera chófer de mi padre. Tiene noventa años y está hecho un toro. Mi madre, en un principio, ha rehusado el encuentro, pero Marsa la ha inducido a rectificar. No tiene buenos recuerdos de aquellos tiempos y servicios. Damián era el que llevaba a Papá a ventas, tablaos, reservados y correrías. Y eso Mamá no se lo perdona a Damián, cuando en justicia a quien no tendría que perdonárselo es a mi padre.

Yo, al contrario que mi madre, siento un gran afecto por nuestro viejo chófer. Me trae la memoria de los años infantiles y juveniles, y, sobre todo, el dibujo borroso de mi padre, al que no pude conocer profundamente como me hubiera gustado. En aquel tiempo, mi madre dominaba mi educación, y mi padre huía de aquel desastre.

En fin, que Damián me ha contado cosas curiosas de Papá y me ha ayudado a pasar la mañana.

Papá era un hembrero de cumbre alta, un potro desbocado. Simultáneamente, y aunque parezca contradictorio, muy religioso, casi beato, desde su condición de pecador irrefrenable. Cuando se confesaba para comulgar, Damián tenía que estar atento para cumplir con otro tipo de servicio, que no era el de chófer. Mi padre, ya confesado y perdonado de su marcada inclinación a incumplir el Sexto Mandamiento, salía al pasillo central de la iglesia y hacía cola para recibir la comunión. Damián estaba al acecho. Y si la persona que antecedía en la cola a Papá era una mujer con un buen culo, Damián se interponía entre mi padre y la mujer para que su señor no pecara de malos pensamientos durante el breve trayecto hasta el altar. De este modo, comulgaba con devoción y recogimiento sin mácula en su alma.

Y después, ya terminada la misa, y en el coche, le decía al leal mecánico: «Damián, de verdad que yo, cuando me confieso, tengo propósito de enmienda, pero si veo a una mujer que me gusta, todo ese propósito se evapora, y me sale el salvaje garañón que llevo dentro. Me parezco a mi abuelo, que murió de un infarto en plena galopada. Tú me entiendes, Damián, que ves las cosas y por respeto nada comentas. Tener como mujer a la señora marquesa no es para dar saltos de alegría. Si no recuerdo mal, sólo en cuatro ocasiones cumplí —y con gran esfuerzo por mi parte— con la señora marquesa. Y en una de esas cuatro, la dejé preñada de Cristian. Es más fría que un invierno en Jerez.»

Me ha divertido lo del invierno en Jerez. En efecto, en las casas de Jerez se pasa mucho frío en invierno, porque no están preparadas para ello. Papá tenía buenos golpes. Y la verdad, volviendo a sus relaciones con la calamidad de Mamá, no comprendo aún lo que vio en ella para casarse. Por las fotografías hechas durante su noviazgo, ya sepias o amarilleadas por el paso del tiempo, destaca la elegancia, el empaque y el hombrerío de mi padre, que contrasta con la insignificancia ornitológica de Mamá. Porque mi madre siempre se ha parecido a un pájaro, evolucionando y cambiando de especie a medida que los años pasaban por su vida.

En sus fotos de niña, parecía un gorrión. De novia de Papá, era ya más cormorán que otra cosa. Y desde que yo la conozco, ha sido grulla, somormujo, malvasía, cigüeña negra, águila perdicera y avutarda, que es en lo que anda ahora por los bigotes. No sé lo que vio Papá en Mamá, pero como dice Antonio Mingote, al que conocí en Madrid en casa de Cuqui Fierro, «en asuntos de braguetas, nunca opines ni te metas». Y no lo hago, por aquello del pudor personal. Pero comprendo sus aventuras. Sólo cuatro veces y nací yo.

Poco antes del aperitivo, Damián ha dado por finalizada su visita. Nos hemos abrazado al despedirnos. Damián está muy bien jubilado. Cuando, a los dos días de morir Papá, mi madre le puso de patitas en la calle, se le dio un dinerillo. Años más tarde, al tomar posesión de todos mis bienes, actué con justicia y le regalé un dineral en nombre de Papá, para que no tuviera angustias ni necesidades en toda su vida.

Invirtió bien, y ahora es el rico de su pueblo, Zaharuela de los Lebreros. Influido por mi padre, jamás se casó, pero me han contado que ha tenido trotes de mucho fuste y alazanería. Dios te acompañe siempre, Damián.

Al entrar en el salón para tomar el aperitivo, he notado contrariada a mi madre.

Marsa intenta sosegar sus ánimos.

—Me trae malas imágenes, ese Damián. Era el mamporrero de tu suegro, Marsa.

—Era el chófer de Papá y cumplía perfectamente con su deber.

—No lleves la contraria a tu madre, mi amor.

—Se la llevo porque es injusta. Y te he ocultado, Mamá, y ya es hora de que lo sepas, que años después de que lo echaras de casa con tanta crueldad, le regalé cincuenta millones de las antiguas pesetas.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida. Pero le regalé cincuenta millones de pesetas, y hoy es el potentado de su pueblo. De haber sido por ti, se habría muerto debajo de un puente.

—¡No te tolero ese tono!

—Me importan un bledo tus intolerancias. Tomás, por favor, la ginebra bien escanciada y cuatro cubitos de hielo.

—Normalmente le pongo cinco.

—Pues hoy cuatro, para que quepa más líquido.

—Mi amor, pide perdón a tu madre.

—Mejor tres, Tomás. Y el vaso llenito.

* * *

La comida intensa. Mamá y Marsa se han sentado juntas en la cabecera de Sevilla.

Don Crispín a estribor, que no lo soporto a mi lado. Café de funeral. El capellán ha movido ficha, como ahora se dice, y se ha ofrecido a la reconciliación. No se la he negado, pero tampoco nos hemos dado palmadas en la espalda. Mamá ha salido disparada hacia su siesta, y Marsa me ha mirado con ojos de tucana.

—No, Marsa, no. Tenemos que hablar mucho. Lo de Jerónimo me lo habías advertido, pero lo del alcalde socialista me ha revuelto las tripas.

—Lo hice por ti, mi amor. Te iban a robar el Camino de los Galgos.

—Más vale ser robado con honra que no serlo con vilipendio. La frase histórica, más o menos, es así. O ésta del almirante Méndez Núñez, que me la sé de memoria:

«Más vale honra sin Camino de los Galgos, que Camino de los Galgos sin honra.»

—Estás muy enciclopédico.

—Estoy, sencillamente, cabreadísimo.

—No me hables más de ese asunto. Fue asqueroso y quiero borrarlo para siempre de mi memoria.

—Pero él lo recordará siempre. Y creo que no voy a soportar ni su mirada ni su posible sonrisita.

—Pues dale un puñetazo. Se lo merece. Pero olvídalo ya.

Lo del puñetazo me ha parecido una idea estupenda. Mi animadversión por la violencia tiene que tener una excepción.

—De acuerdo. Te perdono y lo olvido. Mañana es Santa Calamanda, y en casa santa Calamanda es mucha santa. Pero nada de siestecita. Ya veremos lo que sucede esta noche.

* * *

Esta mujer me domina. Por la tarde no ha hecho otra cosa que lanzarme mensajes con los ojos. Y además ha tenido lugar un hecho reconfortante en grado sumo. Intuyo que la penitencia ha sido cumplida, y Marsa se ha quitado la careta. Estaba Mamá preparando la imagen de santa Calamanda —mejor dicho, Mamá ordenaba y su doncella María adornaba a la santa—, cuando se ha dirigido a Marsa de esta guisa:

—A ver, monina, sales al jardín y me cortas unas flores para adornar la imagen.

Marsa no se ha movido.

—Te he dicho, monina, que salgas al jardín y me cortes unas flores para la imagen de santa Calamanda.

Marsa, impertérrita.

—¿Estás sorda, monina?

Marsa que reacciona:

—No estoy sorda, Cristina. Las cosas se piden por favor. Y yo no corto flores del jardín. El jardín está precioso con las flores que tiene, y me parece una estupidez amputarlo.

Mamá se ha quedado de piedra. Escribía páginas atrás que su aspecto actual es el de una anciana. Ha mutado. Se le ha puesto perfil de ibis escarlata. Nariz de ibis y escarlata por el color que se ha apoderado de su rostro.

—Ahora mismo me obedeces, monina. Y no me contestes así. Me parece que me he equivocado. Eres como yo creía al principio.

—Y tú también, Cristina. Que te corte las flores Heidi.

Mi madre le ha sacado la lengua a Marsa, y ésta ha respondido a la burla poniendo en su boca las manos como bocina y emitiendo un divertido y estimulante «tururú». Al oír «tururú», Mamá se ha enfurecido. Discretamente, María la doncella ha hecho mutis por el foro, y don Crispín se ha visto obligado a poner paz.

—Con lo bien que se llevaban. Vamos, vamos.

—No vamos a ninguna parte. O ésta me corta unas flores o no vuelvo a dirigirle la palabra.

—No me sale de la canaleta cortar flores. Córtalas tú. Y si no me hablas, mejor.

Estaba harta de tus charlitas.

El espectáculo ha merecido la pena. Finalmente, mi madre se ha rendido y ha abandonado el salón. Santa Calamanda se ha quedado sin flores. Y Marsa ha comprendido que, al fin, mi autoridad se hallaba en trance de concederle el indulto general.

—¿Has visto, mi amor? Ha sido tu madre la que ha empezado.

—Como siempre, mi vida. Don Crispín, este año santa Calamanda sin flores.

—Lo que usted ordene, Cristian.

—Y si quiere cenar, hágalo en su cuarto. Mi madre se ha ido enfadada, y Marsa y yo tenemos que arreglar unos asuntillos personales. No vamos a cenar. Nos vendrá bien.

—Les acompañaré en el sacrificio de la gazuza. Yo tampoco cenaré.

—Buenas noches, don Crispín.

Y en nuestro cuarto, la rendición. Tengo entendido que mis libros de Memorias están en centenares de miles de hogares al alcance de los niños. Por ello, voy a omitir los detalles de nuestra reconciliación matrimonial. Sólo una pequeña mancha, que con la euforia de la ocasión, ha pasado rápidamente por el cielo de mi placer. En el momento culminante del primer asalto —hemos planteado un combate a tres—, Marsa, llevada de la imaginación calenturienta que tanto le caracteriza, ha gritado «¡Sí, sí, sí, así, más, más, más, Jerónimo, así, sí!», y a uno, sinceramente, le ha dolido la confusión. Pero con la excepción de ese error, la noche ha resultado esplendorosa, brillante, cegadora.

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