Mientras vivimos (11 page)

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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

BOOK: Mientras vivimos
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—Ah, eso... —Regina se encogió de hombros—. Supongo que me dio por ahí. Si contestas siempre lo mismo acabas por aburrirte.

Salió del establecimiento con la molesta sensación de que el dependiente, para sus adentros, la había puesto en su lugar. Sin embargo, no le duró mucho. Al desembocar en la plaza sintió que no pertenecía a ninguna otra parte, que aquélla era su ciudad. Iba a cenar con Regina, en su casa, en un acto de intimidad inaudita, ya que sólo hacía tres días que trabajaba para ella. No sabía cómo calificar la relación que había empezado a establecerse entre las dos.

Había llegado a la casa tan cargada de energía, tan proyectada hacia su ídolo, que inevitablemente la vida cotidiana, tan plena de alicientes, contenía también una parte de decepción, como si su ímpetu se estrellara contra una mampara invisible. Regina era muy amable con ella, más que eso, cariñosa. Aceptaba con satisfacción sus sugerencias para agilizar el trabajo, le agradecía su rapidez, apreciaba la puntualidad con que llegaba a la casa todas las mañanas; se notaba que disfrutaba de su compañía.

Y nada más.

La comunión que buscaba, la chispa que tenía que brotar entre las dos, aquel choque entre almas gemelas del que debía nacer una relación indestructible, todo eso no se había producido. La maestra no había reconocido a su discípula. Había algo en Regina que no cuadraba con la imagen que Judit se había creado. Algo andaba torcido en el interior de la escritora, algo que la joven olfateaba pero que no sabía definir, como si la Regina Dalmau majestuosa que había fraguado reuniendo los mensajes que la mujer había enviado al exterior a lo largo de los años fuera una ilusión óptica. La mañana de Todos los Santos, Judit no quiso reconocerlo, pero ¿no había advertido en ella, mientras la seguía por el pasillo, camino de su estudio, como si un peso invisible agobiara la línea de sus hombros?

Absorta, ésa era la palabra justa. Regina estaba absorta en sí misma, pendiente de algo que ocurría en su interior y que la mantenía desconcertada.

La parte buena era que Judit ya no temía por su presente y creía poder confiar en el futuro. Cualquiera que fuese su frustración por la falta de curiosidad que detectaba en Regina, su vida había cambiado por completo.

Disponía de quince minutos antes de que el mozo llevara el encargo a la casa. Ya no tenía que sentarse en un banco en la plaza: ahora podía entrar en un bar, ocupar una mesa junto a la cristalera, pedir una agua tónica y mirar afuera, si no como propietaria, al menos como una inquilina especial. Unos cuantos perros caros jugueteaban en el centro de la plaza, bajo la vigilancia de algunas chicas de servicio dominicanas. Judit se había cruzado con ellas por la mañana, cuando había salido a hacer gestiones para Regina, pero entonces cuidaban bebés sonrosados y rubios. No, no era una niña bien ni una criada, sino la secretaria de Regina Dalmau, su colaboradora. Y pronto sería su mano derecha.

Algún día se conocerían de verdad y entonces Judit podría abrir su corazón.

«Nada es como parece. Y todo es mucho más de lo que parece.» La frase pertenecía a una gran novela de Regina Dalmau,
La viajera sin pasado.
Se podía aplicar a las dos.

4

A los pocos días, Regina tenía la impresión de que la chica siempre había estado allí. La sotana que llevaba por abrigo colgaba a todas horas del perchero modernista. Judit solía aparecer por la casa minutos antes de las ocho de la mañana, y su jornada se prolongaba hasta las nueve de la noche.

El contenido de las cajas de documentos disminuía con rapidez. Durante la jornada, Judit parecía concentrada en lo que estaba haciendo, apenas hablaba o se distraía, y Regina, que por fin se había puesto a corregir las pruebas de su libro, para satisfacción del cada vez más nervioso Amat, la contemplaba a hurtadillas, disfrutando de la sensación de paz que emanaba de la joven. Admiraba la precisión con que sus finas manos, con las habituales uñas pintadas de un rojo sangrante, manipulaban papeles y carpetas, agrupaban talonarios, manejaban archivadores. La veía ir de su mesa a la estantería, empinarse sobre la punta de los pies o ponerse en cuclillas para colocar cada cosa en su sitio con movimientos concisos; ni un gesto de más, ni una mueca que denotara preocupación o ajetreo. Se movía como si ejecutara una tabla de gimnasia sueca o una coreografía geométrica, y su conducta actuaba como un sedante para los nervios siempre algo erizados de Regina.

Lo que menos le gustaba era su aspecto. Flora, que se había reincorporado a su puesto poco después de que Judit se instalara en el estudio, la había definido con su acostumbrada contundencia:

—Huy, si parece un
adafesio.

Aquellas trazas sombrías con que la chica intentaba parecer original enternecían a Regina, e incluso pensaba aprovecharlas para el personaje de la novela sobre los jóvenes que, de forma maquinal, empezaba a esbozar más que nada para tranquilizar su conciencia. No obstante, una cosa era la ficción y otra la realidad. No le apetecía lo más mínimo tenerla siempre delante con su uniforme de murciélago, pero no sabía cómo encajaría Judit que le sugiriera un cambio de estilo. La muchacha carecía de recursos, y el sueldo que Regina había propuesto pagarle, aunque justo e incluso generoso, no daba para grandes dispendios en vestuario. Tenía que encontrar la forma de regalarle un fondo de armario completo, y de hacerlo sin ofenderla.

Porque a su competencia profesional, a sus manifestaciones de eficacia, a la forma en que le facilitaba la vida, Judit añadía un ingrediente que conmovía a Regina: un genuino amor hacia ella tan plagado de expectativas que también la desconcertaba.

¿Sería conveniente otorgarle a la protagonista de su novela esa cualidad de desamparo emocional que Judit transmitía a pesar de sus esfuerzos? Entregada superficialmente a la mera corrección gramatical de las pruebas del libro de saldos, Regina interrumpía a menudo su labor para tomar notas sueltas con destino a su próxima obra, esa que Blanca se empeñaba en que escribiera y que habría de prolongar su vigencia como autora. Podría armar una trama. La pregunta era de dónde sacaría el ímpetu necesario para que resultara creíble. ¿Sería lo bastante diestra como para crear una novela alguien que incurría en la debilidad de verse a sí misma como un personaje de ficción? ¿No le había advertido Teresa de que el escritor sólo puede servirse de lo periférico después de que lo ha convertido en sustancia incorporada a su propia experiencia?

Al reintegrarse a su empleo, Flora se mostró poco predispuesta a reconocer los méritos de Judit. Regina se dio cuenta desde el principio de que la asistenta consideraba a la chica una intrusa que lo mangoneaba todo. Se dijo que debería estar atenta, porque su hostilidad podía originar enojosos incidentes domésticos. Cada vez que notaba un cambio introducido por Judit en las costumbres cotidianas, Flora, celosa, agitaba su roja pelambrera y murmuraba una de sus frases de censura favoritas, que le servía por igual para criticar el precio de las naranjas y para asombrarse del estado del tiempo, y que ahora aplicaba, con monótona inquina, a cuanto se relacionaba con la nueva empleada:

—Hay que ver, hay que ver —rezongaba. En su antipatía hacia Judit se atrevió a ir más lejos, y una mañana, mientras la joven se encontraba en el banco sacando dinero para el mantenimiento de la casa, Flora, que quitaba el polvo de la estantería del estudio, se quedó mirando a Regina, con el plumero en alto y el otro brazo apoyado en la cadera, y sentenció: —Para mí, que no es trigo limpio. Estaba picada porque Judit seguía haciéndose cargo de la lista de la compra, que hasta entonces había sido una de las prerrogativas de Flora.

Regina no tenía la menor intención de tolerar que se le soliviantara el servicio. Por otra parte, en la rivalidad entre sus subordinadas veía una oportunidad nada despreciable de que su calidad de vida experimentara una sustanciosa mejora.

—Usted, a lo suyo, Flora —dijo, zanjando la cuestión—. Debería estarle agradecida. La descarga de trabajo, por lo que puede dedicar más tiempo a limpiar los rincones, que últimamente están llenos de mierda, no sé qué le pasa.

Para Regina, la presencia de Judit se había vuelto indispensable. Además de lista, era intuitiva, ordenada y resuelta. No tenía que decirle dos veces lo que quería que hiciera, sabía anticiparse a sus deseos, encontraba soluciones prácticas que a ella ni se le habrían ocurrido, y tenía la habilidad de convertir en nimiedades los problemas cotidianos que solían desbordarla.

Pero su mirada especial, aquella que fortalecía a Regina, Judit la reservaba para el final de la jornada. Sin confesarse que necesitaba ver aparecer en su rostro aquella expresión de reconocimiento ante el ídolo, se acostumbró a pedirle que se quedara a cenar, y entonces Judit, que nunca parecía tener prisa para volver a su casa, compraba comida en una tienda cercana, o improvisaba una cena con las existencias de la nevera. Antes de irse, solía fregar los platos.

—Mételos en el lavavajillas, que para eso lo tenemos —protestaba Regina.

—Es sólo un momento —aducía la otra, atándose un delantal a la cintura.

Y en efecto, se libraba de los cacharros sucios en un santiamén. De nuevo Regina admiraba la precisión de sus movimientos. Ni con el delantal podría pasar por una sirvienta. Parecía una joven actriz teatral que aguardase con impaciencia el golpe de suerte que le permitiría pasar de interpretar doncellas a hacer de primera dama.

Cada día esperaba, inquieta, que llegara el instante en que se veía reflejada en la otra tal como quería ser. Había descubierto que la muchacha era muy diestra con todo tipo de aparatos. Le entusiasmaban su televisor gigantesco y las límpidas imágenes del aparato de DVD que, pocos meses atrás, le había regalado su editor, y que ella no había sabido poner en marcha. Judit lo conectó sin problemas y, todas las noches, después de cenar, Regina se inventaba una excusa para que vieran una película u otra, aunque lo cierto era que, con o sin sesión de cine, la chica nunca rechazaba la oportunidad de quedarse unas horas más en la casa. Judit era mucho más culta, cinematográficamente hablando, que la gente de su edad, aunque tenía lagunas considerables respecto a los clásicos, porque sólo había visto, y no siempre, las películas antiguas que se reponían en televisión. Poseía una intuición natural y se mostraba ávida por acumular conocimientos.

Una noche, viendo
El crepúsculo de los dioses
(tuvieron que usar la copia en vídeo porque la publicación de clásicos en DVD todavía dejaba mucho que desear),Judit pulsó el botón de pausa en el mando a distancia y congeló la imagen al principio de la película.

—Es imposible —dijo, arrogante—. ¡Un muerto que habla!

—No me digas que no lo sabías —replicó Regina, extrañada—. Esta película es todo un clásico. Por primera vez era un muerto quien ponía la voz en
off,
lo que provocó mucha polémica en su momento. Ya verás como en seguida te deja de chirriar.

La otra quería seguir discutiendo.

—Es inadmisible, desde el punto de vista estricto de la narración —continuó, con cierto tonillo pedante—, que un cadáver cuente lo que ha ocurrido antes de su muerte.

Regina sonrió.

—Si te fijas bien, Judit, sólo un muerto puede saber todo cuanto ocurrió, incluso cuando él no estaba presente. Ése es el talento de Billy Wilder, recordarnos una de nuestras más arraigadas e inconscientes creencias: que la gente, cuando se muere, alcanza un grado de conocimiento que ningún ser viviente posee. Y a partir de ahí, te tragas todo lo que viene.

—Sí, pero eso es hacer trampa.

—Cualquier audacia resulta admisible en el arte, si el argumento respeta su propia lógica. Hacer trampa sería, por ejemplo, que al final de la película resultara que el muerto estaba vivo y hubiera estado fingiendo todo el rato.

Judit se quedó pensativa.

—Entonces —reflexionó—, cuando un escritor, en una novela, cuenta la historia como si estuviera dentro de todos los personajes, es como si fuera un muerto.

—No lo podrías haber expresado mejor —Regina volvió a sonreír—. Es lo que llamamos el narrador omnisciente, el narrador-dios. ¿Y quién está más muerto que Dios?

En esas ocasiones, cada vez más frecuentes, en que Judit se quedaba hasta muy tarde, Regina le daba dinero extra para que regresara a su domicilio en taxi. Pensó que, a la larga, quizá le compensaría comprarle un coche de segunda mano, en el caso de que supiera conducir. De todas maneras, la chica pasaba las horas encerrada en el piso y cuando salía a hacer gestiones no se alejaba del vecindario. ¿No sería mucho más práctico que le propusiera que se trasladara a vivir allí? Incluso contando con la inminente llegada de Álex, dispondría de una habitación de más.

Noche tras noche, Regina le sonsacaba información acerca de sus costumbres. Resultaba curioso que, a su edad, Judit careciera, no ya de amigos, sino de simples conocidos con quienes salir, ¿cómo se decía, de marcha?

—Siempre he preferido la compañía de las personas mayores —decía, mirándola con el repertorio completo de su veneración—. Sobre todo, si son inteligentes.

La chica no tenía empacho en hablarle de su familia y de su vida, pero siempre se las ingeniaba para que, al final, fuera Regina quien acabara contándole cosas. A la escritora le resultaba imposible resistirse al encanto de aquella mente ansiosa por acrecentar sus conocimientos sobre ella. Conocimientos halagadores en extremo: Judit recordaba observaciones que ella había hecho, viajes que había realizado, hasta se sabía de memoria los trajes que había lucido para tal o cual ocasión. Los artículos que había escrito, sus intervenciones en televisión. Y sus novelas. Le citaba párrafos enteros de memoria. ¿Era posible que una muchacha que pensaba tanto en ella y para ella, no resultara al mismo tiempo rastrera?

Judit conseguía semejante prodigio. Sabía subirla en un pedestal sin rebajarse. Al hablarle tanto y tan bien a Regina de Regina, con tanto tino, le devolvía su seguridad maltrecha. El efecto duraba sólo unas horas. Pero qué horas. Sólo por eso, pensaba la novelista, valía la pena tener a Judit en casa.

5

Al contrario que Flora, Álex apreció a Judit desde el primer momento. Fue Regina quien, por diferentes motivos, no estuvo a la altura de las circunstancias cuando el muchacho apareció en la casa, pocos días después de que lo hizo Flora.

La novelista disfrutaba de las atenciones de Judit más de lo que había esperado. Era magnífico dejarlo todo en sus manos, le parecía que se le regeneraban las células. Se estaba eternizando en la corrección de las pruebas, pero eso tampoco importaba: nunca se ponía al teléfono cuando quien la llamaba era el pesado de Amat, y el editor tenía que conformarse con las explicaciones que le daba Blanca.

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