Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
Desde la pantalla surgió una voz que declaró triunfal e inexactamente:
—¡Esta es la nave que llegará a las estrellas!
Reconocí enseguida la voz de tonos de órgano de uno de los comentaristas de la sección Efectos Auditivos e identifiqué fácilmente el libreto como obra de una de las redactoras de Tildy. El talentoso descuido que confundía a Venus con una estrella tenía que proceder de las oficinas de esa mujer.
—¡Esta es la nave que un nuevo Cristóbal Colón conducirá a través del vacío! —decía la voz—. ¡Seis millones y medio de toneladas de acero inoxidable y de rayos arrebatados al cielo! Una nueva arca para mil ochocientos hombres y mujeres, y todo lo necesario para convertir un nuevo mundo en un nuevo hogar. ¿Qué hombres irán a él? ¿Qué pioneros afortunados arrancarán unas riquezas imperiales al suelo fértil de ese novísimo mundo? Voy a presentárselos. Un hombre y su esposa, dos de los intrépidos…
Y la voz siguió así unos instantes. La imagen del cohete se transformó en un espacioso cuartito suburbano. El marido estaba doblando la cama y metiéndola en la pared, y sacando el biombo que separaba el rincón de los padres del rincón de los hijos; la madre sintonizaba el desayuno y armaba una mesa. Por sobre los jugos del desayuno y las pastas para niños (y por sobre los tazones humeantes de Mascafé, como es natural) los miembros de la familia se hablaban persuasivamente unos a otros, tratando de convencerse de lo hábiles y valientes que habían sido al reservar pasajes para Venus. Y la pregunta final del más pequeño de los charlatanes (—¿Mamita, cuando yo sea grande podré llevar a mis nenitos a un lugar tan lindo como Venus?) dio paso a una serie, verdaderamente llena de imaginación, de vistas de un Venus futuro: valles verdeantes, lagos de cristal, resplandecientes montañas.
El comentario no negaba exactamente las décadas de cultivos hidropónicos y de vida en cabañas herméticas que esos pioneros tendrían que soportar en la irrespirable y anhidrídica atmósfera de Venus. Pero tampoco hablaba de ellas.
Al comenzar la película, yo había apretado, casi inconscientemente, el botón de mi cronómetro.
Cuando la película terminó, miré la esfera. Nueve minutos. Tres veces más larga que lo permitido por la ley, y un minuto más que nuestras propias películas.
Sólo cuando volvieron las luces, y se encendieron los cigarrillos, y Fowler Schocken retomó su charla estimulante, comencé a comprender.
Fowler se dirigió a nosotros con ese estilo vibrante y lleno de circunloquios que forma ya parte indisoluble de nuestra profesión. Nos recordó la historia de la publicidad. En un principio sólo se trataba de vender productos manufacturados. Un trabajo de niños. Actualmente, y con el fin de satisfacer las necesidades del comercio, creábamos nuevas industrias y remodelábamos las costumbres. Volvió a repetirnos lo que nosotros, la Sociedad Fowler Schocken, habíamos alcanzado a lo largo de nuestra expansiva carrera, y luego dijo:
—Alguna vez hemos comparado el mundo, señores, con un plato de comida. Hemos demostrado, varias veces, la exactitud de nuestra afirmación. Pero ya no hay más comida en el plato. —Aplastó cuidadosamente el cigarrillo—. Nos hemos comido hasta los últimos restos. Hemos conquistado, literalmente, el mundo, y como Alejandro, lamentamos que no haya más que conquistar. Pero he ahí —y señaló la pantalla a sus espaldas— un mundo nuevo.
Matt Runstead nunca me gustó, como ya lo habrán advertido. Es un Paul Pry capaz de instalar toda una red de micrófonos aun dentro de nuestra misma compañía. Debía de estar enterado del Proyecto Venus; de otro modo no hubiese podido espetarnos aquel discursito. La educación de los reflejos no da para tanto. Mientras los demás aún tratábamos de digerir lo que Fowler nos había dicho, ya Runstead, de pie exclamaba:
—Caballeros, esto es en verdad la obra de un genio. Ya no se trata de la India. Ya no se trata de algo simple y cómodo. Todo un planeta para vender ¡Yo te saludo, Fowler Schocken, el Clive, el Bolivar, el Juan Jacobo Astor de un nuevo mundo!
Matt fue el primero, como ya he comentado; todos los demás nos fuimos levantando por turno y dijimos más o menos lo mismo. Incluso yo. Lo estaba haciendo desde hacía mucho, Kathy no lo entendía, y yo había tratado explicarle que era algo así como romper una botella de champaña en la proa de un barco o sacrificar una virgen al iniciarse las cosechas. La analogía era bastante exacta, pues no creo que ninguno de nosotros, excepto quizá Matt Runstead, alimentase al mundo con derivados de opio sólo por el dinero. Al oír a Fowler Schocken, y al hipnotizarnos a nosotros mismos con nuestras respuestas antifonales, nos sentíamos capaces de hacer cualquier cosa en honor del dios de las Ventas.
No quiero decir que fuésemos criminales. Los alcaloides contenidos en el Mascafé eran, como lo había dicho Harvey, casi inofensivos.
Cuando terminamos de hablar, Fowler apretó otro botón y nos mostró la imagen de un mapa. Cuidadosamente, nos explicó todas sus partes. Nos presentó cuadros, diagramas y gráficos de la nueva sección de la Sociedad Fowler Schocken, sección encargada del desarrollo y la explotación del planeta Venus. Resumió rápidamente los fastidiosos cabildeos preliminares en el Congreso (conversaciones en los pasillos y búsqueda de votos), que nos habían permitido obtener el derecho exclusivo de aplicar y recolectar impuestos entre los colonizadores de Venus. Y entonces comencé a entender por qué podíamos usar, sin ningún peligro, un anuncio de nueve minutos de duración.
Fowler explicó cómo el gobierno (es curioso que nos refiriéramos a esa cámara de compensación de influencias como si aún fuese una entidad independiente), cómo el gobierno, repito, quería que Venus fuese un planeta norteamericano, y cómo había elegido nuestro singular talento publicitario para realizar esa idea. Mientras Fowler hablaba, todos fuimos contagiándonos con su entusiasmo. Envidié al hombre que iba a dirigir el proyecto Venus. Cualquiera de nosotros se hubiese sentido orgulloso.
Fowler nos habló también de las dificultades que habíamos tenido con el senador por Productos Químicos Duont, con sus cuarenta y cinco votos, de nuestro fácil triunfo sobre el senador por la Nash Kelvinator, con sus seis votos, y citó luego orgullosamente una frustrada demostración de los consistas contra la Sociedad Fowler Schocken, demostración que había sublevado al entusiasta secretario del Interior.
La sección Ayuda Visual había realizado un hermoso trabajo, pero ya llevábamos casi una hora mirando los mapas y dibujos y escuchando los planes y las hazañas de Fowler.
Pero finalmente Fowler Schocken apagó el proyector y dijo:
—Bien, ahí la tienen. Esa es nuestra nueva campaña. Y comienza en este mismo instante. Sólo tengo que hacer un pequeño anuncio y nos pondremos en seguida al trabajo.
Fowler Schocken es todo un artista. Buscó una hojita de papel y leyó en ella una frase que el más tonto de nuestros cadetes hubiese podido repetir de memoria.
—El jefe de la sección Venus —leyó— será Mitchell Courtenay.
Y ésa fue la mayor de todas las sorpresas. Porque Mitchell Courtenay soy yo.
Como me demoré unos minutos con Fowler, mientras los otros volvían a sus puestos, y el ascensor emplea además unos segundos en descender hasta mi oficina, situada en el piso ochenta y seis, me encontré al entrar con que Hester estaba ya limpiando mi escritorio.
—Felicitaciones, señor Courtenay —me dijo—. Nos mudamos al piso ochenta y nueve, ¿no es maravilloso? ¡Y yo tendré mi propia oficina!
Le di las gracias y tomé el teléfono. Tenía, ante todo, que reunir a mi gente y luego entregar las riendas de la sección Producción. Le tocaba el turno a Tom Gillespie. Pero primero telefoneé a casa de Kathy. No contestaban; así que llamé a los muchachos.
Los muchachos se mostraron adecuadamente tristes, porque yo me iba, y adecuadamente contentos, porque todos avanzaban un poco.
Y así llegó la hora de almorzar, así que dejé el problema Venus para las primeras horas de la tarde.
Llamé por teléfono, comí rápidamente en el restaurante del edificio, descendí en el ascensor hasta el tren subterráneo, y recorrí en él, hacia el sur, un kilómetro y medio. Al salir del subterráneo me encontré, por primera vez en aquel día, al aire libre. Busqué en mis bolsillos los tapones antihollín, pero no llegué a ponérmelos. La lluvia reciente había lavado un poco el aire. Era un verano húmedo y caluroso. Las hordas que se apretaban en las aceras estaban tan ansiosas como yo de volverse a sentir bajo techo. Atropellando a la gente, me metí en un vestíbulo.
El ascensor me llevó hasta el piso catorce. Era un edificio anticuado con un acondicionamiento de aire bastante imperfecto. Yo tenía las ropas húmedas. Sentí un escalofrío. Se me ocurrió que podía valerme de esta excusa, pero lo pensé mejor y decidí llevar adelante mi viejo plan.
Cuando entré en el consultorio, una muchacha de uniforme blanco y almidonado alzó la vista y me miró.
—Mi nombre es Silver —le dije—. Walter P. Silver. Me están esperando.
—Si, señor Silver —recordó la muchacha—. Su corazón. Un caso urgente.
—Eso es. Claro que puede ser de origen psicosomático. Siento una…
—Claro. —Me señaló una silla—. La doctora Nevin lo atenderá inmediatamente.
Pasaron diez minutos. Una joven salió del consultorio, y entró un hombre que esperaba desde antes que yo. Al fin terminaron con el hombre. La enfermera me dijo:
—¿Quiere entrar, señor Silver?
Entré. Kathy, muy elegante y muy hermosa, vestida con una bata de médico, guardaba en ese momento una hoja clínica en un cajón de su escritorio. Se enderezó y exclamó al verme:
—¡Oh, Mitch!
Parecía disgustada.
—Sólo dije una mentira —repliqué—. Di un nombre falso. Pero es un caso urgente, de veras. Y se trata de mi corazón.
En su rostro se insinuó una sonrisa que no llegó a formarse del todo.
—Pero no como caso médico —me contestó.
—Le dije a la enfermera que quizá era algo psicosomático. Y sin embargo me hizo pasar.
—Ya hablaré con ella. Mitch, ya sabes que no puedo verte en horas de trabajo. Así que por favor…
Me senté muy cerca de su escritorio.
—Nunca puedes verme, Kathy. ¿Qué pasa?
—Nada. Por favor, vete, Mitch. Tengo mucho trabajo.
—Nada es más importante que esto, Kathy. He estado llamándote toda la noche y toda la mañana.
Kathy, sin mirarme, encendió un cigarrillo.
—No estaba en casa.
—No, no estabas. —Me incliné hacia adelante, le saqué el cigarrillo de la boca y soplé sobre él. Kathy tosió, se encogió de hombros, y tomó otro cigarrillo—. Creo que puedo preguntarle a mi esposa dónde pasa su tiempo, ¿no es cierto?
Kathy estalló:
—Maldita sea, Mitch. Bien sabes que…
Sonó el teléfono. Kathy cerró un momento los ojos, y luego, reclinándose en su silla, levantó el auricular y miró hacia el otro extremo del cuarto. Durante unos instantes fue sólo un médico que tranquiliza a un enfermo. Cuando terminó la conversación, ya se había dominado totalmente.
—Por favor, vete —dijo aplastando su cigarrillo.
—No hasta que me digas cuándo puedo volverte.
—No tengo tiempo, Mitch. Y no soy tu esposa. No tienes derecho a molestarme. Podría hacerte arrestar.
—Mi certificado ya está legalizado —le recordé.
—El mío no. No lo estará jamás. A fin de año habremos terminado, Mitch.
—Quería decirte algo.
Kathy fue siempre una mujer curiosa. Guardó silencio durante unos minutos y al fin, en vez de pedirme otra vez que me fuera, me preguntó:
—Bueno, ¿de qué se trata?
—Algo magnífico, Kathy. Merece que lo festejemos. No es sólo una excusa. Por favor, Kathy… Prometo no hacerte ninguna escena.
—… No.
Pero había dudado. Insistí.
—Por favor…
—Bueno… —Mientras Kathy pensaba, volvió a sonar el teléfono—. Está bien, Mitch. Llámame luego a casa. A las siete. Ahora deja que atienda a mis enfermos.
Levantó el aparato. Salí del consultorio cuando Kathy comenzaba a hablar. No me miraba.
Cuando entré en su oficina, Fowler Schocken, inclinado sobre el escritorio, estudiaba de cerca la última edición del
Semanario de Tauton
. La revista centelleaba a todo color. Las apretadas moléculas de sus tintas recogían los fotones a gotas y los soltaban en cascadas. Fowler sacudió ante mí aquellas páginas brillantes y me preguntó:
—¿Qué te parece esto, Mitch?
—Propaganda barata —le contesté rápidamente—. Si descendiéramos a fomentar una revista como ésa… Bueno, yo renunciaría. Un recurso muy vulgar.
—Hum —murmuró Fowler.
Puso la revista boca abajo. Las fulgurantes tintas lanzaron un último chisporroteo, y faltas de su fuente de luz, se apagaron totalmente.
—Si, es vulgar. Pero no podemos negarle iniciativa a Tauton. Sus anuncios tienen ahora dieciséis millones de lectores. Lectores que serán clientes de Tauton. Y espero que eso de la renuncia no haya sido en serio, Mitch. Acabo de darle el visto bueno a Harvey. Editaremos
Schock
. La primera edición aparecerá en el otoño, con un tiraje de veinte millones. No. —Fowler levantó una mano misericordiosa como para cortar mis tartamudeantes explicaciones—. Comprendo lo que quisiste decirme. Eres enemigo de la propaganda barata. Yo también. Tauton resume a mí entender todo lo que impide que la publicidad ocupe el lugar que le corresponde, junto a la religión, la medicina y el derecho. Tauton es capaz de emplear todas las triquiñuelas: desde sobornar a un juez hasta robar a un empleado, y de ese hombre, Mitch, tienes que cuidarte.
—¿Porqué? Quiero decir, ¿por qué yo en especial?
Schocken rió entre dientes.
—Porque le robamos Venus, por eso mismo. Te he dicho que es un hombre emprendedor. Tuvo la misma idea que yo. El gobierno tardó en concedernos la paternidad del asunto.
—Entiendo —dije.
Y entendía. Nuestro gobierno representativo no fue nunca tan representativo. No necesariamente representativo
per cápita
, sino
ad valorem
. Si le gustan los problemas filosóficos, aquí tiene uno: ¿los votos de todos los ciudadanos tendrían que valer lo mismo, como opinan los tratados de derecho, y como deseaban, según dicen algunos, los fundadores de la nación? ¿O el valor del voto dependerá de la sabiduría, el poder y la influencia… es decir, el dinero… del votante? Este problema filosófico es suyo, no mío, ¿me entiende? Yo soy un hombre práctico que está enrolado en las filas de Fowler Schocken. Pero algo me preocupaba.