Menudas historias de la Historia (20 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

BOOK: Menudas historias de la Historia
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El primer error que cometió María Cristina de Habsburgo cuando aceptó casarse con Alfonso XII fue enamorarse, porque nunca iba a ser correspondida. El rey sólo necesitaba otra esposa para asegurarse descendencia oficial a la que sentar en el trono, ya que sus necesidades amorosas estaban más que cubiertas. De hecho, cuando se celebró la boda de María Cristina con Alfonso XII a finales de noviembre, la cantante Elena Sanz, su amante, estaba embarazada de siete meses.

Y no sería el único hijo que el rey tendría con ella, ni ella sería la última amante del rey. Así que éste es el panorama que se encontró la joven Cristina cuando ya había dado el «sí quiero» y no había marcha atrás. Y encima su suegra, Isabel II, llamaba a la amante de su hijo, a la cantante, «mi nuera ante Dios», y a los hijos que tuvo con ella, «mis nietos ante Dios». Bonita forma de comenzar un matrimonio.

María Cristina hizo todo lo femeninamente posible por enamorar a Alfonso, pero el rey sólo veía a su esposa como una mujer culta y virtuosa. Y encima, mientras su amante Elena le daba hijos varones, la reina sólo le daba niñas. Alfonso XII murió muy joven y se quedó sin saber que había dejado en camino a su heredero oficial, a Alfonso XIII. En el otro extremo estaba el auténtico primogénito del rey, Alfonso Sanz, quien murió luchando en los tribunales por ver reconocido el apellido Borbón. No pudo ser. La Justicia dijo que el rey de España no estaba sujeto al derecho común. Ya lo dijo la abuela Isabel II, era su nieto ante Dios, pero la justicia de los hombres es otra cosa.

Eduardo VIII, la vida padre con la excusa del amor

Nació para ser rey, pero no le apeteció. Aunque en realidad llegó a serlo durante casi un año, pero, la verdad, sin ganas. Eduardo de Sajonia-Coburgo-Gotha, príncipe de Gales, fue proclamado rey justo tras la muerte de su padre Jorge V, pero duró con el nombre de Eduardo VIII apenas once meses. El 11 de diciembre de 1936 anunció su renuncia al trono. ¿Fue por amor? Bueno, eso dicen.

Eduardo y la señora Wallis Simpson, luego duques de Windsor, se han paseado por todo el siglo XX con un halo de enamorados dispuestos a todo por defender su pasión, y con esa edulcorada pose los ha recogido la historia. Es cierto que Eduardo se empecinó en casarse con la divorciada Wallis Simpson, y que todo el mundo fuera de Inglaterra aprobó la decisión porque el romanticismo vende mucho y bien. Pero no es menos cierto que, puesto que renunció al trono por aquel inoportuno enamoramiento, igualmente debería haber renunciado al resto de prebendas de las que disfrutaba por ser un miembro destacado de la realeza.

Lejos de ello, al duque de Windsor sólo le preocupaba tener suficiente presupuesto personal para sus gastos a lo largo y ancho del mundo. Viajes en el
Oriente Express
, fiestas millonadas, residencia en París, en el castillo austríaco del barón Rothschild, en Lisboa, en el hotel Ritz de Madrid, un carguito cómodo como gobernador de Bahamas… lo cierto es que la renuncia al trono le permitió pegarse la vida padre. Continuos festejos y bastantes excentricidades le acompañaron hasta su muerte. Y lo peor, su simpatía y la de su querida Wallis hacia el nacionalsocialismo y la cercanía con Hitler trajo más de un disgusto para su país. En algún momento, hasta intentó convencer al gobierno británico para que se aliara con el Tercer Reich. Los servicios británicos tuvieron que enfocar muy bien sus movimientos porque su insensatez ponía en peligro las relaciones diplomáticas del Reino Unido cada dos por tres.

Que Wallis y Eduardo se quisieron mucho, pues mira qué bien, pero eso no tiene ni mérito ni premio.

María Cristina de Borbón, la amante doliente

¿Cómo puede pretender una reina regente casarse en secreto y que nadie se entere? Pues eso pretendió María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, cuando el 28 de diciembre de 1833 se casó con su guardaespaldas. Hacía sólo tres meses que había enviudado y le entraron unas prisas tremendas por tener nuevo marido. Las Cortes españolas y España entera pensaron que la reina les estaba gastando una inocentada. Pero no, se casó de verdad.

Aquel secreto duró apenas unos días, aunque la reina estuvo diez años silbando el pío, pío que yo no he sido. Su secreto lo conocía todo el mundo, pero la hipocresía política y la ignorancia popular permitieron a María Cristina aprovecharse de su situación y seguir manteniendo un trono al que debería haber renunciado. El marido se llamaba Fernando Muñoz, un guardia de corps, alto y guapetón, al que los españoles bautizaron con guasa como Fernando VIII.

La boda no fue lo que más escandalizó; lo peor fue que la reina estuvo más tiempo embarazada que rigiendo el país. La pareja tuvo ocho hijos, cinco de ellos paridos también en secreto en El Pardo y en el Palacio de Oriente. Dio igual. La reina continuó negando su matrimonio y sus embarazos, pese a que tuvo que levantarse de un Consejo de Ministros porque se puso de parto.

Al final, en el pecado llevó la penitencia. Entre la desfachatez de su actuación personal, entre los manejos económicos que me llevaba la pareja y las corruptelas en las que se vieron metidos la reina y su marido, lo único que consiguió María Cristina fue ser expulsada de España por dos veces. Renunció a la regencia obligada por Espartero, quien la amenazó con desvelar su boda y los hijos paridos si no entregaba el poder. Para partirse… como si no lo supiera nadie.

Al final la reina claudicó y se fue al exilio con su marido y su prole, pero Espartero hizo igualmente público el asunto. De entonces es aquella famosa frase de María Cristina a Espartero: «Te hice duque, pero no logré hacerte caballero». Bueno, tampoco ella era una dama.

Boda de Pocahontas

Siento la decepción, pero Pocahontas no estaba tan buena como en los dibujos animados. Y tampoco se llamaba Pocahontas. Se llamaba Matoaka, pero en la tribu la llamaban Pocahontas, traviesa, porque siempre estaba enredando. Y tanto enredó que acabó casándose con un inglés el 5 de abril de 1614. Pero el inglés no era el famoso colonizador John Smith, porque con éste sólo estuvo tonteando. Era otro John. John Rolfe. Con él tuvo un hijo y con él se fue a Inglaterra, donde la pobre Pocahontas, ya convertida al protestantismo y con el nombre de Rebecca, acabó muriendo en plena juventud. Se acabó el mito.

La india Pocahontas corría melena al viento por las verdes praderas cuando hasta allí llegaron los ingleses y fundaron Virginia. Los indios defendieron su territorio y acabaron a tortas con los británicos. En una de las escaramuzas, los guerreros de la tribu de Pocahontas capturaron al famoso John Smith, y cuando el jefe del clan, el padre de Pocahontas, ordenó su ejecución, la india se echó encima del soldado inglés para impedir que lo mataran. Solicitó clemencia, le salvó la vida y comenzó la leyenda.

Pocahontas primero se casó con un nativo americano, pero acabó distanciándose de los indios porque John Smith le había llenado la cabeza de pájaros con historias europeas y con lo bien que se vivía en Inglaterra. Así que Pocahontas aprendió inglés, se hizo protestante, se bautizó como Rebecca y cazó a un
british
. Luego se recogió el pelo, se puso corsé y una gorguera alechugada al cuello y se fue a vivir a Inglaterra.

Cuando regresaban a Virginia, Pocahontas enfermó en el barco, al parecer de neumonía, así que dieron media vuelta. Al final murió y fue enterrada en el cementerio de la iglesia de Saint George, en Gravesend, en el condado de Kent, pero no busquen la tumba porque ya no está. Para una india virginiana que tenían en Inglaterra, van y la pierden. Lo que sí hay es un monumento que la representa vestida de india. Ella empeñada en ser inglesa y van y le hacen una estatua con una pluma en la cabeza.

Alfonso XII y María de las Mercedes, una boda coplera

Alfonso XII se casó con María de las Mercedes porque así se le metió entre ceja y ceja. No contó con apoyo alguno; todo lo contrario. Ni su madre, la reina Isabel II, ni el presidente Antonio Cánovas del Castillo ni las Cortes aprobaban aquel matrimonio. Cómo iban a aceptar la boda si el padre de la novia era uno de los más acérrimos enemigos de la reina, uno de los que la envió al exilio. Pero al final se casaron, y el día 23 de enero de 1878 hubo bodorrio en la basílica de Atocha.

Aquella boda escondía un temporal familiar de fuerza cuatro. Como decía la copla, los niños eran primos hermanos, porque Isabel II era madre del novio y la hermana de la reina, madre de la novia. Pero lo peor era que Isabel II no podía ver al padre de Mercedes, al duque de Montpensier, que, aunque era su cuñado, había sido uno de los que acabaron con su reinado. Su propio cuñado, el mismo que se postuló para rey de España cuando consiguió deshacerse de ella, ¿iba a ser ahora su consuegro? Ni hablar. Los monarcas de este país llevaban siglos arreglando matrimonios consanguíneos y, para una vez que no interesaba el arreglo, van los dos primos y se enamoran por su cuenta. El mundo al revés.

Al final, Isabel II tuvo que tragar con el romance, pero no asistió a la boda. Cogió el canasto de las chufas y se volvió a París al grito de «contra la muchacha no tengo nada, pero con Montpensier no transigiré nunca».

El que al final anduvo listo y acabó allanando el camino hacia el altar fue el presidente Cánovas del Castillo. Porque él, en vez de ofuscarse, se fijaba. Y se percató de que el pueblo español seguía muy atento los avatares de aquel noviazgo. Tan jovencitos, tan enamorados, tan monos… Cómo no lo iban a seguir, si era el
Aquí hay tomate
del siglo XIX, sólo que en directo y sin manipular. Aquella boda, al ojo de buen cubero de Cánovas, serviría para apuntalar una monarquía recién restaurada. No hay como darle al pueblo una tierna historia de amor para embelesarlo y hacerle olvidar. Y encima, con la boda, Madrid estrenó alumbrado eléctrico. Miel sobre hojuelas. Pues hala… venga… que viva el rey. La historia, sin embargo, terminó mal. Muy mal.

Napoleón y Josefina, se acabó lo que se daba

A Josefina se le acabó el chollo de ser emperatriz de Francia el día 15 de diciembre de 1809, cuando Napoleón se plantó delante del Consejo de Familia francés y, con todo el dolor de su corazón, comunicó su divorcio. Y es verdad que lo sentía, porque no había amado ni amaba a otra mujer, pero prevaleció más la necesidad de un heredero que Josefina no le podía dar. La pregunta es quién diablos le dijo a Napoleón que Francia necesitaba un heredero suyo.

Es cierto que el matrimonio tuvo altibajos, unas veces por culpa de uno y otras por culpa de Josefina. La cosa no es que empezara bien, porque Napoleón impuso una luna de miel de sólo dos días y sus dos noches con la excusa del trabajo. Le dijo a Josefina, «paciencia querida, ya haremos el amor cuando hayamos ganado la guerra». Y se largó a pelear por Europa.

¿Qué hizo Josefina? Pues buscarse entretenimientos con otros señores, además de derrochar a manos llenas, montar bailes, hacerse modelitos y comprar joyas. Se pasaron discutiendo casi catorce años de matrimonio por las infidelidades y los despilfarras de ella y las continuas ausencias de él. Pero quererse, se quisieron mucho, y precisamente cuando el matrimonio atravesaba el mejor momento llegó el divorcio.

Mucho tuvo que ver con él la familia Bonaparte, que no tragó a Josefina desde el mismo instante de la boda y no perdió oportunidad de incordiar al matrimonio. El pretexto perfecto para meter el dedo en el ojo la encontraron los Bonaparte en el ansiado heredero que no llegaba, y le hicieron ver a Napoleón que el interés de Francia y la continuidad del imperio no estaban en el vientre de Josefina.

Si tendrían mala leche los Bonaparte, que el día de su coronación como emperatriz, dos hermanas de Napoleón que ayudaban a Josefina con los veinticinco metros del manto que arrastraba lo soltaron en mitad de las escaleras hacia el altar para desequilibrarla y hacerla caer en medio de tan solemne acto. Josefina aguantó como pudo, pero ya estaba claro que se la tenían jurada.

La velación de Carlos V e Isabel de Portugal

Real boda en los Reales Alcázares del emperador Carlos V con Isabel de Portugal. En realidad, ya estaban casados por poderes desde mes y pico antes, pero la boda de Sevilla fue la fetén. La del banquete, la del festejo… la de la consumación. Pero no crean que el emperador se había estado quieto hasta entonces, porque ya tenía cuatro hijos y una retahíla de amantes en varios puertos de su Sacro Imperio Romano Germánico. Pero, bueno, aquel 11 de marzo de 1526 se casó con la novia oficial. Era Sábado de Pasión, un buen día para matrimoniar.

El primer escollo a salvar, aunque se salvó fácilmente, fue conseguir una dispensa papal, porque Carlos e Isabel eran primos hermanos. Una vez conseguido esto, y sin chanchullos, lo más atractivo era la dote que aportaba la novia: novecientas mil doblas de oro, que venían de perlas a las menguadas arcas castellanas. Carlos V, en cambio, tuvo que hipotecar varias de sus villas para tributar con las trescientas mil doblas que le tocaban. Solucionados los asuntos pecuniarios, sólo faltaba rematar los carnales.

El desposorio se celebró a las doce de la noche en el Salón de Embajadores de los Reales Alcázares de Sevilla, por donde ahora pasan miles de turistas. En un altar preparado en la habitación de la reina, el arzobispo de Toledo celebró misa y veló a los novios, que no era otra cosa que ponerle un trapito blanco en la cabeza a ella, y sobre los hombros a él. Con esta ceremonia de las velaciones se daba vía libre a la cohabitación, al sexo divino consentido.

Despidieron entonces al emperador para que la emperatriz se pusiera el salto de cama; el arzobispo y los testigos se largaron a esperar fuera y el emperador regresó a la cámara de su esposa para iniciar su duro trabajo: buscar un heredero para el imperio. El cronista de Carlos V, el bufón Francesillo de Zúñiga, le puso picardía a la noche con esto de la velación. Dijo este maestro de bufones que el emperador se desposó, se veló y se desveló. Y desvelado estuvo dos horas. Poco aguante para tanto emperador.

Segundo matrimonio de Fernando el Católico

Fernando el Católico guardó ausencia a la difunta Isabel el tiempo justo, porque tardó menos de un año en volver a casarse, primero por poderes y luego de forma oficial. Y no con cualquiera. Fue con una chavalita bastante mona, francesa y muy pija. Se la bautizó como Germaine de Foix, pero como pronunciado en francés sonaba a paté de oca, en España la conocimos más como Germana de Foix. El 22 de marzo de 1506, Fernando, cincuenta y tres años, oficializó su segundo matrimonio con Germana, de dieciocho abriles.

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