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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (10 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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Creo que dejé escapar una exclamación. No lo sé. Me recorrió un escalofrío. Algo. Durante unos momentos me sentí aturdido y, sin embargo, no se trataba de nada sobrenatural; se debía a la tristeza, al hecho de tenerlo ante mí, palpable, visible, pidiéndome un favor, al hecho de ver que había conseguido llegar hasta mí, que había sobrevivido lo suficiente bajo esa efímera forma para tratar de arrancarme una promesa.

—Sé que me amas —murmuró Roger. Se mostraba sereno e intrigado a la vez. Estaba más allá de todo tipo de vanidad, más allá incluso de lo que yo pudiera pensar de él.

—Lo que me atraía era tu pasión —murmuré.

—Sí, lo sé. Me siento halagado. No he muerto atropellado por un camión o a causa de los disparos de un asesino a sueldo. Me has matado tú. Tú, que debes de ser uno de los mejores.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a los de tu especie, como quiera que os llaméis. No eres humano. Me chupaste la sangre, te alimentaste de ella. Supongo que no debes de ser el único de tu especie. —Roger apartó la vista y continuó—: Vampiros. De niño solía ver fantasmas en nuestra casa de Nueva Orleans.

—Todo el mundo ve fantasmas en Nueva Orleans.

Roger soltó una breve y suave carcajada.

—Lo sé —dijo—. Te aseguro que he visto fantasmas, y no sólo en nuestra casa sino en otros lugares. Pero nunca he creído en Dios, en el diablo, en ángeles, en vampiros, en hombres lobos ni en ningún ser capaz de influir en el destino y alterar el curso del caótico ritmo que rige el universo.

—¿Crees en Dios ahora?

—No. Sospecho que conservaré esta forma durante tanto tiempo como pueda —como todos los fantasmas que he visto—, y luego empezaré a desvanecerme. Como una luz. Eso es lo que me aguarda. El vacío, la nada. No es corpóreo. Creí que lo era porque mi mente, lo que queda de ella, lo que se aferra al ámbito terrenal, no alcanza a concebir otra cosa. ¿Qué opinas al respecto?

—Sea lo que fuere, me aterra —respondí. No estaba dispuesto a hablarle sobre mi perseguidor, ni preguntarle sobre la estatua. Roger no tenía nada que ver con el hecho de que la estatua, aparentemente, hubiera cobrado vida. En aquellos momentos estaba muerto y bien muerto.

—¿Te aterra? —preguntó de forma respetuosa—. Pero si a ti no te afecta. Tú haces que lo experimenten otros. Deja que te hable sobre Dora.

—Es muy guapa. Yo... trataré de protegerla.

—No, necesita algo más. Necesita un milagro.

—¿Un milagro?

—Estás vivo, seas lo que fueres, pero no eres humano. Puedes hacer milagros, ¿no? Te ruego que lo hagas por Dora. No debe de ser complicado para un ser tan hábil como tú.

—¿Te refieres a una especie de falso milagro religioso?

—Claro. Dora no conseguirá salvar al mundo sin un milagro y ella lo sabe. ¡Tú podrías hacerlo!

—¿Has vuelto a la Tierra para venir a jorobarme con esta proposición? —pregunté indignado—. Eres incorregible. Estás muerto, pero mantienes la mentalidad de gángster y criminal. ¿Pretendes que monte un falso espectáculo religioso para Dora? ¿Crees que ella lo aceptaría?

Roger se quedó estupefacto. No esperaba que lo insultara de aquel modo.

Depositó el vaso sobre la barra y se quedó allí sentado, compuesto y sereno, fingiendo que observaba el ambiente del local. Ofrecía un aspecto muy digno y parecía diez años más joven que cuando lo maté. Supongo que a nadie le gusta regresar como fantasma si no es bajo una forma atractiva. Es natural. Sentí que aumentaba la inevitable y fatal fascinación que sentía hacia él, por mi víctima. ¡Tu sangre fluye a través de mi cuerpo,
monsieur
!

Roger se volvió bruscamente.

—Tienes razón —murmuró con tristeza—. Toda la razón. No puedo pedirte que realices un falso milagro para Dora. Es monstruoso. Ella jamás lo aceptaría.

—No te hagas el muerto agradecido —le espeté.

Roger soltó otra breve y despectiva carcajada. Luego, con sombría emoción, dijo:

—Debes cuidar de ella, Lestat... al menos durante un tiempo.

Al ver que no obtenía respuesta, insistió suavemente:

—Sólo durante un tiempo, hasta que los periodistas dejen de darle la lata, hasta que haya recobrado la fe y vuelva a ser la Dora de siempre. Tiene que vivir su vida. No quiero que sufra por mi culpa, Lestat, no es justo.

—¿Justo?

—Llámame por mi nombre —me pidió Roger—. Mírame.

Yo obedecí. Fue un momento exquisitamente doloroso. Roger estaba muy triste. No sé si los seres humanos son capaces de expresar una amargura tan intensa. Sinceramente, no lo sé.

—Me llamo Roger —dijo.

En aquellos momentos me pareció aún más joven que antes, como si hubiera retrocedido en el tiempo, en su mente, o hubiera recuperado cierta inocencia, como si los muertos, cuando deciden quedarse un rato en la Tierra, tuvieran derecho a recobrar su inocencia originaria.

—Sé como te llamas —respondí—. Lo sé todo sobre ti, Roger. Roger, el fantasma. Nunca permitiste que el viejo capitán te pusiera las manos encima; sólo dejaste que te adorara, te educara, te llevara a sitios elegantes y te comprara cosas bonitas, pero nunca tuviste la decencia de acostarte con él.

Le hablé, sin malicia, sobre las imágenes que había absorbido junto con su sangre; algo así como una reflexión sobre lo perversos y embusteros que éramos todos.

Roger guardó silencio durante unos minutos.

Yo me sentía abrumado por la tristeza, la amargura y el horror de lo que le había hecho, a él y a otros, por haber lastimado a un ser vivo. Auténtico horror.

¿Cuál era el mensaje de Dora? ¿Cómo pretendía que nos salváramos? ¿Se trataba acaso de la misma cantinela de adoración?

Roger me observó. Era joven, decidido, una magnífica imitación de la vida. El bueno de Roger.

—De acuerdo —dijo en voz baja, con tono impaciente—. Es cierto, no me acosté con el viejo capitán, pero él tampoco pretendía que lo hiciera, no era eso lo que quería de mí, era demasiado viejo. No sabes de la misa la mitad. Puede que sepas que me siento culpable, pero ignoras cuánto me arrepentí más tarde de no haberlo hecho, de no haber vivido esa experiencia con el viejo capitán. No fue eso lo que me pervirtió; no se debió a una gran desilusión o a un trauma. Me encantaban las cosas que me enseñaba el capitán. Él me quería. Vivió dos o tres años más probablemente gracias a mí. Sentíamos una gran admiración por Wynken de Wilde, leíamos juntos sus libros. Las cosas pudieron haber sido distintas. Yo estaba con el viejo capitán cuando murió. No me aparté ni un instante de su lado. Soy fiel a mis amigos y a las personas que me necesitan.

—Como tu esposa, Terry, ¿no es cierto? —contesté con cierta crueldad, aunque sin ánimo de herirlo, mientras veía el rostro de la pobre mujer destrozado por un balazo—. Olvídalo. Lo siento. ¿Quién demonios es Wynken de Wilde?

Me sentía profundamente deprimido.

—Deja de atormentarme —dije—. En el fondo soy un cobarde. ¿Por qué has pronunciado ese nombre tan extraño? Da igual, no quiero saberlo. No me lo digas. Estoy cansado. Me voy. Puedes quedarte en este bar hasta el día del juicio. Búscate a otro primo a quien soltarle el rollo.

—Escucha —dijo Roger—. Tú me amas. Me elegiste como víctima. Sólo pretendo explicarte los detalles.

—Me ocuparé de Dora, trataré de ayudarla, y también me ocuparé de las reliquias. Las pondré a buen recaudo hasta que ella decida aceptarlas.

—¡Sí!

—De acuerdo, suéltame.

—Si no te estoy sujetando —protestó Roger.

Es cierto, lo amaba. Deseaba mirarlo. Deseaba que me lo explicara todo, hasta el último detalle. En un impulso, le toqué la mano. No estaba viva; no era carne humana. Sin embargo, estaba llena de vitalidad, poseía un tacto abrasador y excitante.

Roger sonrió.

Acto seguido me agarró la muñeca derecha y me atrajo hacia él. Noté su cabello, un pequeño mechón que rozaba mi frente, haciéndome cosquillas. Roger me miró con sus grandes ojos negros.

—Escucha —repitió. Su aliento no olía a nada.

—Sí...

Roger empezó a relatar su historia en voz baja y urgente.

4

—El viejo capitán era un contrabandista, un coleccionista de obras de arte. Pasé varios años junto a él. Mi madre me envió a Andover pero al cabo de un tiempo me hizo regresar, pues no podía vivir sin mí. Estudié en una escuela de jesuitas, me sentía como si no perteneciera a nadie ni a ningún sitio. El viejo capitán era la persona ideal para mí. Lo de Wynken de Wilde empezó a raíz de mi relación con el viejo capitán y las antigüedades que vendía en el Quarter, generalmente objetos pequeños y fáciles de transportar.

»Wynken de Wilde no significa nada, absolutamente nada, excepto un sueño que concebí un día, una idea perversa. La pasión de mi vida, aparte de Dora, ha sido Wynken de Wilde, pero es posible que después de esta conversación no quieras volver a oír hablar de él. Dora lo detesta.

—¿Quién era ese Wynken de Wilde?

—El arte con mayúsculas, por supuesto. La belleza. A los diecisiete años se me ocurrió fundar una nueva religión, un culto basado en el amor libre, la generosidad para con los pobres, no alzar la mano contra nadie; en definitiva, una especie de comunidad amish fornicadora. Estábamos en 1964, la época de los hippies, la marihuana, Bob Dylan y sus canciones sobre la ética y la caridad. Yo quería fundar una nueva Hermandad de la Vida Común, una que estuviese en sintonía con los valores sexuales modernos. ¿Sabes qué principios regían esa hermandad ?

—Sí, el misticismo popular, los valores del Medievo tardío, la posibilidad de que todos conocieran a Dios.

—¡Exacto! Me asombra que lo sepas.

—No era necesario ser un sacerdote o un monje.

—En efecto. Los monjes estaban celosos, pero por aquellas fechas mi concepto de ese nuevo culto se hallaba ligado a Wynken, el cual se había dejado influir por el misticismo alemán y todos esos movimientos populares, Meister Eckehart, etcétera, aunque trabajaba en el
scriptorium
de un monasterio y confeccionaba a mano unos libros de oraciones en pergamino. Los libros de Wynken eran completamente distintos del resto. Supuse que si conseguía dar con ellos ganaría una fortuna.

—¿Distintos? ¿En qué sentido?

—Deja que te lo cuente a mi manera. Era la típica pensión un tanto tronada pero elegante; mi madre no tenía que ensuciarse las manos, disponía de tres criadas y un sirviente de color que se encargaban de todo. Los ancianos, los huéspedes, contaban con unos ingresos saneados y todo tipo de comodidades: limusinas aparcadas en un garaje en el Garden District, tres comidas diarias, alfombras rojas, etcétera. La casa, de estilo victoriano tardío, la diseñó Henry Howard. Mi madre la había heredado de la suya.

—Lo sé, te he visto detenerte frente a ella. ¿A quién pertenece ahora?

—Lo ignoro. Dejé que se me escapara de entre las manos. He arruinado muchas cosas. Pero imagina una calurosa tarde de verano, he cumplido quince años, me siento solo y el viejo capitán me invita a entrar. Sobre la mesa del segundo salón (el capitán tenía alquilados los dos salones de la parte delantera, vivía en una especie de mundo de fábula lleno de objetos raros)...

—Puedo imaginar la escena.

—... yacían unos diminutos libros de oración medievales. Por supuesto, conozco el aspecto de un breviario, pero no el de un códice medieval. De niño fui monaguillo, solía asistir a misa todos los días con mi madre, y por consiguiente conocía el latín litúrgico. El caso es que comprendí que ésos eran unos libros de oración muy raros, y que el viejo capitán pensaba venderlos.

»—Puedes tocarlos con cuidado, Roger —me dijo el capitán.

»Durante dos años, me había permitido escuchar sus discos de música clásica y a veces salíamos a dar un paseo. Pero yo empezaba a atraerle sexualmente, aunque no me daba cuenta, y en cualquier caso nada tiene nada que ver con lo que te contaré más adelante.

»El capitán hablaba por teléfono con alguien sobre un barco que se encontraba en puerto.

»Al cabo de unos minutos, nos dirigimos a visitar el barco. El capitán me llevaba con frecuencia a visitar los barcos que atracaban en el puerto. Supongo que se trataba de contrabando, aunque jamás lo averigüé. Lo único que recuerdo es al viejo capitán sentado frente a una gran mesa redonda con toda la tripulación, creo que holandesa, y a un amable oficial con acento extranjero que me enseñaba la sala de máquinas, los mapas, la radio, etcétera. Nunca me cansaba de explorar esos barcos. Por aquellos tiempos el puerto de Nueva Orleans era un nido de actividad, ratas y marihuana.

—Lo sé.

—¿Recuerdas aquellos largos cabos que se extendían desde los barcos hasta el muelle y estaban cubiertos con unos discos de acero para impedir que las ratas treparan por ellos?

—Sí.

—Aquella noche, al llegar a casa, en vez de irme a mi habitación rogué al viejo capitán que me dejara ver aquellos libros. Quería examinarlos antes de que los vendiera. Como mi madre no me estaba esperando, supuse que se habría acostado.

«Permíteme que te describa brevemente a mi madre y la pensión. Como he dicho, ésta poseía cierta elegancia. Los muebles eran de estilo neorrenacentista, unos pesados armatostes fabricados en serie, el tipo de muebles que se veían en todas las mansiones a partir de 1880.

—Sí, lo sé.

—La casa poseía una espléndida escalera que ascendía majestuosamente frente a los vitrales que adornaban las paredes. Justo en el hueco de esta maravillosa escalinata, una obra de arte de la que Henry Howard debió sentirse muy orgulloso, se hallaba el enorme tocador de mi madre. Imagínate, mi madre se sentaba ante el tocador, en la entrada, para cepillarse el pelo. El mero hecho de recordarlo me produce jaqueca. Mejor dicho, me producía jaqueca cuando estaba vivo. La imagen era realmente trágica y, aunque la contemplara todos los días, no dejaba de pensar que un tocador con mármoles, espejos, palmatorias y filigranas, frente al cual se sentaba una anciana de cabello oscuro, no pinta nada en el vestíbulo de una mansión...

—¿Y los huéspedes lo aceptaban sin protestar?

—Sí, porque la casa se hallaba distribuida en vanas zonas destinadas a los huéspedes. El viejo señor Bridey se alojaba en lo que antiguamente era el porche de los sirvientes, y la señorita Stanton, que estaba ciega, en una pequeña alcoba del piso superior. En la parte posterior de la casa, donde residían los sirvientes, mi madre había hecho construir cuatro apartamentos. Soy muy sensible al desorden; a mi alrededor suele reinar el más perfecto orden, o bien un caos como el que viste en el lugar donde me mataste.

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