Mascaró, el cazador americano (11 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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A partir de ahí Providencia prospera en riqueza y pecados. De manera que atrae, por turno, primero al infernal Mezquita, que se hacía mencionar general y casi lo era por lo bruto, sólo que al natural, bandolero en regla, esto es, reconocido legal, con potestad y estatuto, ejército instruido de gran formato, que puso cerco a la villa y los primeros días enloqueció a la gente haciendo sonar a toda hora unas trutrucas descomunales que prorrumpían en gordos mugidos, y luego como sellaran los oídos con aquel betún calafate, le prendió fuego en espléndida forma, según su natural inclinación al espectáculo, con una salva de cohetes asteroides, pieza de artificio de majestuosa belleza que consiste en un cartucho de dos cuerpos con un cohete ordinario, que es el que produce la elevación, en la parte inferior y otro de efecto en la superior que despide al asteroide propiamente dicho, el cual desciende suspendido de un pequeño paracaídas promoviendo graciosas formas y colores que se complementan, por lo general, con el incendio de casas y graneros. La mejor composición para esta hermosa pieza es la Siguiente, que sugiere M. Brown:

Salitre o nitro 8 onzas

Carbón animal

bien pulverizado 3 1/2

Polvo de barril 1 1/2

Lo que hay que proponerse en primer lugar al construir este cohete es obtener una gran elevación del mismo. Esto se consigue eligiendo la preparación más adecuada y comprimiéndola cuidadosamente en el cartucho, habilidad perfeccionada por el magnífico e infernal Mezquita en persona.

En realidad, Mezquita vino a ser un fuerte progreso para Providencia, pues, versátil como era, decidió asentarse en ella y promover desde allí un territorio de su propiedad, ordenado y extirpado, con discurso y figura de república y regla bien tramada en su estilo para aplicar y contrariar a voluntad y bandera y escudo y devociones y todos los arneses del estado y un lote de generales en retiro para vistosidades y peroratas, reservándose desde ese momento el título de mariscal general.

El día que entró en Providencia, o donde fue que estaba, con mucho aparato, adelantando un bosquecillo de estandartes que tremolaban como grandes y coloridos pájaros y después la banda que soplaba y golpeaba un danzón ecuestre y él de paisano sencillo en medio de tremenda gloria, casi por descuido al frente de tantos feroces jinetes que trotaban de ocho en fondo, ordenó colgar a los pocos muertitos que hubo, para ostentación de conveniente maldad, otro ítem remover los escombros, censar a las viudas, erigir un recordatorio y, por la noche, dispensar muchos tiros de artificio, poblando de esos locos fuegos aquella noche de fundación, pues ahí mismo dispuso fabricar una verdadera ciudad, más hacia el cabo para zafar el sur que apagaba los fuegos.

Entonces fue que se movió hacia lo alto del médano que preside la bahía la iglesia de madera que hizo construir Melchor Oviedo, el cual hacia sus finales fue ungido por un ángel obispo y celebró algunas misas con homilía y todo. Además de la iglesia, quedaron en pie algunas casillas, pero la parte nueva se edificó en torno a una plaza, la misma que es hoy del Mercado Viejo o Feria de San Venero y que entonces tenía un laguito artificial con un puente de arco y balaustrada por el que se cortaba camino a la Casa de Gobernación, un monumento de mármol, el primero de que se tenga noticia en esta parte del mundo, que se encargó a las Europas y se embarcó equivocado, pues en lugar del mariscal general Mezquita, representaba a un sujeto furibundo con uniforme de algarbe línea, pero igual era impresionante de bonito, el kiosco de la banda y una alameda de palmeras que se veía desde muy lejos, sobre todo cuando soplaba viento y su emplumado ramaje disparaba esos revueltos brillos y uno venía del mar.

Mezquita mandó construir asimismo un muelle de cincuenta y cuatro metros de longitud y tres de ancho, piloteando hasta la tosca, un presidio, un cuartel, un quilombo, que los domingos y festividades dispensaba en un tablado sainetes y entremeses
alla rustica
, y el faro sobre el peñón del cabo. Una escalera de dieciocho metros conducía a la cima. La torre, una caseta circular que colocada sobre el peñón aparentaba una torre, tenía un techo de hierro galvanizado en forma de bonete que protegía nueve lámparas enfocadas sobre un reflector único. Estas luces, trepadas a unos treinta metros sobre el nivel del mar, abarcaban un sector de noventa y tres grados, con una visibilidad de hasta doce millas.

El faro fue encendido a la caída de la noche del 13 de junio de 1879. Mezquita contrató a un cura con roquete y capa pluvial, el mismo que luego quedó como capellán y más tarde, muerto en gloria el mariscal general, se alzó contra la autoridad central con dispensa del heresiarca Pallares, y echando a volar la campana de la iglesia, la primitiva del
Nepomuceno
, bautizó a la ciudad con el nombre de Oropinto, extinguiendo por el mismo acto el de Providencia y prohibiendo con prisión y veinte azotes el de Nueva Providencia que ya había empezado a rodar.

Ese mismo año Mezquita emitió su propia moneda, no solo por ostentación, sino aun por necesidad, que fue de uno y de cinco gramos de oro, utilizando como aleación el 15% de plata, lo cual representó un negocio con el tiempo, pues los coleccionistas de las Europas, que reclamaron un par de cajones, pagaron el valor estampado.

Mezquita llevó las cosas demasiado lejos cuando despachó un embajador ante el gobierno de facto legal con el propósito de convenir fronteras. El embajador fue devuelto en un cajón que apestaba y se promulgó la guerra con grandes celebraciones. El general Baigorrita bajó del Norte con fuerte caballada, des cañones de 37 de infantería y un cañón de 65 de montaña, bien dispuesto al estrago el muy hijo de puta. El mariscal general Mezquita, ya viejo, con traje de paisano y un machetito alegre, le llevó una carga en el Paso del Portugués, otra en el Ceibal Grande, otra en Las Vacas y una muy de azote en la Margarita, pero aunque quedó reducido a la mitad el represivo llegó a Oropinto con aquellos putos cañones, que se cuidó de usar y que cubría con unos tolditos.

Mezquita mandó una misa cantada y echó adelante los estandartes, y después llevó una carga para regocijo, por demás vistosa, y cuando la vio perdida se fue al humo rajando jaculatorias, los bravos feroces echando fuego, cabalgantes, espuma y polvo y grito, entrando en bronce con muerte y muerte. Mezquita quedó para el final, capitán en asuntos de peligro. Solo, negro, paisanito. Alzó el machete y dio la corrida y una bala del 65 lo remontó a la gloria en cuerpo y alma.

Oropinto fue arrasada con tiros de práctica. Quedaron en pie la iglesia, que con los sacudimientos echó a tocar la campana mientras duró el tiroteo, seis casas de las afueras, dos paredes del quilombo, media cantina y algunas palmeras, por lo que en el acto se redujo a paraje, aunque luego se toleró el título de poblado por la magnitud de su cementerio, que de lejos parecía un pueblo. El faro también siguió en pie, aunque sin funcionar, lo cual provocó varios naufragios. Por esta y otras razones se estableció allí un apostadero naval con una buceta artillada, dos chinchorros y un comandante marítimo. En el paraje o poblado que se denominó por entonces Las Palmeras, Paso de las Palmeras, Faro Judas, Bahía del Palmar y Palmares. La historia torcía y recrudecía otra vez.

Aquel apostadero fue el origen, o por lo menos la simiente, del actual Palmares, puesto que, por estrictas razones de Estado, alentó y practicó el contrabando, lo cual le dio rápido impulso y una alocada prosperidad. Tres años después tenía 1.623 habitantes, la Casa del Prefecto Gobernador, varias casas de asiento de uno y dos pisos, el primitivo quilombo de madame Cappone, una barraca de ramos generales, un aserradero, una comisaría con armamento y caballada, un dispensario, cuatro cantinas, una fonda, un monte pío y un muelle de mampostería de piedra arenisca con coronamiento y escalera de granito y dos espigones con un güinche de vapor y una baliza. No mucho después se construyó el faro, que hoy se ve en el mismo emplazamiento del anterior, y como el de Arenales, obra del ingeniero Borelli, con una torre cilíndrica de piedra y argamasa pintada a tres fajas horizontales: negra la inferior, blanca la del medio y negra la superior y la linterna, con doble plataforma, barandilla y garita, altura dieciséis metros: Luz, 0,45 s.; eclipse, 3,30 s. Luz, 0,45 s.; eclipse, 10,80 s. Señales de banderas (C.I.). Fue inaugurado el 25 de febrero de 1884 y, como en el caso anterior, esta fecha coincidió con la última y, al parecer, definitiva fundación llevada a cabo por el prefecto gobernador Balparda, que le impuso oficialmente el nombre que hoy perdura.

Y ese día apareció en el baptisterio de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Tiempo el Ángel semoviente, impuesto por mano desconocida o bien por voluntad propia. Y fue que fue Palmares.

—Palmares…, me pregunto cómo nació y creció y vino a ser lo que es —discurre el Príncipe mientras observa el faro que resbala sobre los techos a medida que el carro trepa por una calle de adoquines.

—Más o menos la misma historia de siempre —dice el Nuño—. Unos tipos que se extraviaron o los tomó una tormenta, y después todo ese trajín del tiempo.

Las rotosas paredes brotadas de humedad se empinan hasta una curva y reaparecen por arriba de una casa. Hay gente por todas partes. El aire huele a orines y frituras.

—¿Qué te parece, Oreste? —pregunta el Príncipe más bien contento con todo ese barullo.

—No me gusta la ciudad.

—No pienses en tus tristezas, que siempre tienen que ver con una en especial. Piensa como forastero.

—No se ve el camino.

—Es una parte de él, muchacho. No te quedes. Las ciudades son para tránsito, se atraviesan.

Pasan frente al bar Corona, contiguo al Gran Hotel y Restaurante Los Dos Mundos. A través de la puerta se ven unos tipos alineados en la penumbra frente al mostrador que se borra por lo oscuro.

—De cualquier forma no te quedes en ninguna parte más del tiempo necesario. ¿Qué es aquello, compadre?

Señala un gentío que se remueve en una plaza. Hay unas tiendas de colores, unos armarios con ruedas, una pagoda de latón esmaltado, unas señoras para el uso, racimos de globos, jaulas, caponeras, braceros.

—El Burdelito, o Feria de San Venéreo —responde el cochero torciendo la boca en dirección al Príncipe.

—¡La loca vida! ¿Eh, Oreste?

Oreste ladea la cabeza.

A medida que se aproximan asoman entre los puestos un reñidero de gallos, una gitana adivina, un palo enjabonado, más señoras para el uso, un vendedor de roscas y maníes con una locomotora de mano, un forzudo con maillot de una sola pieza, una Flor Azteca, un Mandarín de la Suerte, un organito.

El Príncipe se pone de pie, excitado. Levanta una mano, traza unas señales en el aire y arroja en dirección a la gitana ciertos invisibles puñados. La gitana le responde con parecidas señales.

—¿Qué es eso? —pregunta el Nuño.

—Celesta y Compuesta.

—¿Qué?…

—Entrefratres, fluidos comunicantes, emanaciones…

—Mugre es lo que emana —dice Boca Torcida. El forzudo está de pie sobre una pequeña tarima con los brazos cruzados sobre el pecho. Tiene el pelo partido al medio, unos mostachos aceitosos y una rodillera ligera en la pierna derecha que avanza gallardamente hasta el borde de la tarima. A un costado hay un letrero a dos colores que dice:

CARPOFORO

Campeón Mundial de Lucha

Grecorromana

Libre Olímpica

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Por encima de la multitud sobresalen muy alto unas palmeras con los troncos carcomidos, que rodean la plaza. El tiempo debe de haber abatido algunas otras porque la alameda se interrumpe a trechos. A través del ramaje polvoriento se divisa contra el cielo la aguda torre de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Tiempo que corona un rimero de casitas. Debajo de ellas está el médano que en otra época sirvió como punto de marcación, sobre todo viniendo del suroeste, visible a quince millas y después a dieciocho cuando tuvo la iglesia encima.

Oreste, algo aturdido por toda esa bullaranga, levanta la cabeza de golpe. Ha oído en algún rincón el temblorcito de un sonajero de uñas. Viene por el aire rápido y suave, pin saltarín, como un colibrí. Viene y se va, tan livianito.

Se pone de pie y repasa la multitud, los rincones.

—¿Qué hay? —pregunta el Príncipe.

—Nada… —Oreste sonríe.— Celesta y Compuesta.

El Príncipe lo mira a los ojos. Patea el asiento del auriga. El caballo arranca con un tirón y Oreste se desploma sobre la tabla. El carro se aleja. Oreste vuelve a oír el sonajero, algo distante. Después cree oír un cordaje, una voz, el cimbreo de un birimbao, aquel asunto liviano, especie de anuncio.

El carro atravesó la pecadora ciudad de Palmares deteniéndose de vez en cuando para interrogar el Príncipe dónde quedaba el Gran Circo de los Hermanos Scarpa y cuando empezaron los baldíos y el Príncipe a desconfiar de José Scarpa o conde Stroface, un mismo hijo de puta como consta, vieron al sobrepasar una esquina una enorme carpa que colgaba del cielo no ya en un baldío, sino en el mismo desierto, lo que la hacía aparecer más grande, y esta noble visión golpeó en el corazón de los amigos, inclusive en el de Boca Torcida, que detuvo la marcha, apartó el cigarro y escupió por encima del caballo.

Permanecieron un rato así, en silencio. La carpa era una verdadera mierda, llena de parches y rifaduras, pero ellos la veían con otros ojos. Veían esa forma leve, un torrente de paños removido por el viento, los oriflamas y estandartes que se contoneaban como peces en el aire azul, los coloridos carromatos, los tremolantes banderines que cruzaban el cielo y aquel enano vestido con un mameluco de payaso que avanzaba hacia ellos dando vueltas de camero, vueltas de campana y saltos de trucha.

El gorgojo pegó un último salto en forma de tirabuzón cayendo delante mismo del caballo en posición de discurso y preguntó qué deseaban los señores, en especial monseñor, refiriéndose sin duda al Príncipe, que sacó la cabeza por encima de la baranda, y dijo en dirección al suelo:

—Oye, hijo…

—Perinola.

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