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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (26 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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24

Bethesda, USA — Verano de 1982
Los «músicos» del pabellón 37

El alto joven de mechones desordenados que llegaba directamente de París al
campus
de Bethesda aquella asfixiante mañana de julio, no era enviado por ninguna autoridad científica francesa, por ningún grupo de investigadores, por ninguna asociación de médicos. Sólo su intuición le había empujado a subir al avión y cruzar el Atlántico para ir a convencer al descubridor del primer retrovirus humano para que se lanzase en cuerpo y alma a la lucha contra el sida. El doctor Jacques Leibowitch, de treinta y tres años, hijo de un afamado dentista parisiense, también actor y cantante de cabaret a ratos, había comenzado su vida blandiendo una batuta de director de orquesta. Sus escasas dotes musicales le alejaron muy pronto de los pupitres y se encontró en los bancos de la Facultad de Medicina de París. A los veinte años, cuando terminó su segundo curso, un biólogo americano amigo de su familia le invitó a ir, durante sus vacaciones de verano, a los Estados Unidos. Entonces, además del Nuevo Mundo, descubrió el universo de la investigación médica. Ninguna de las bellas norteamericanas que el muchacho iba a ligar cada tarde en la terraza del café Figaro de Greenwich Village se habría dado cuenta de que aquel seductor latino acababa de pasar el día matando ratas para extraer de su hígado las células destinadas a los trabajos del equipo de un laboratorio de la New York University. «Una experiencia reveladora», dice él.

Como Robert Gallo lo había descubierto tan cruelmente con ocasión de la muerte de su hermana, Jacques Leibowitch regresó convencido de que «para curar bien, hay que aprender primero cómo marchan las cosas y conocer, antes que nada, los misterios de la vida». La llave existía: era la biología celular, una disciplina casi tan joven como él. Ya convertido en doctor en medicina por la Universidad de París, volvió a los Estados Unidos para seguir allí, en Harvard, aquel camino. Pasó dos años de implacables trabajos forzados cultivando, cocinando y triturando células hasta el aburrimiento. De nuevo en Francia, eligió la enseñanza de la inmunología en el centro hospitalario y universitario Raymond-Poincaré, de Garches.

Cuando supo la noticia de la extraña epidemia de los homosexuales norteamericanos, la imaginación de este incansable curioso se inflamó en seguida y le trajo a la memoria el recuerdo de haber tratado, algunos años antes, varios casos similares, especialmente el de un trabajador portugués inmigrado. Félix Pereira, un chófer de camión de treinta y dos años de edad, era oriundo de Lisboa. En agosto de 1977, tres años y medio antes de que el primer enfermo fuese detectado en Los Ángeles por el doctor Michael Gottlieb, el camionero presentaba a sus médicos parisienses la misma sorprendente acumulación de signos clínicos: infección de hongos
Candida albicans
en la boca y en la pared del esófago, erupciones cutáneas en diferentes partes del cuerpo y una tos seca, rebelde, inexplicable. Tales trastornos condujeron en principio a Jacques Leibowitch y sus colegas a diagnosticar una neumonía causada por parásitos
Pneumocystis carinii
. Unos abscesos en el cerebro que acarreaban serias complicaciones neurológicas agravaron la situación. Estas diferentes manifestaciones iban acompañadas de un déficit masivo de glóbulos blancos T4 que ponía en evidencia un derrumbamiento de las defensas inmunitarias. Finalmente, Félix Pereira regresó a su país donde, tras un año de agonía, falleció el 10 de marzo de 1980.

Totalmente inexplicado en su momento, este caso acababa de iluminarse súbitamente. Para Jacques Leibowitch no cabía duda: «Aquel hombre había muerto de sida». Pero al contrario de los casos detectados al otro lado del Atlántico, el portugués no era ni homosexual, ni drogadicto, ni hemofílico. ¿Cómo había atrapado la enfermedad? El joven inmunólogo partió en busca de una pista. Rehízo el recorrido del enfermo. Antes de emigrar a Francia, Félix Pereira había sido conductor de taxi durante cinco años en Maputo, capital de Mozambique, y en Luanda, capital de Angola, entonces colonias portuguesas. Después de numerosas prospecciones Jacques Leibowitch lo comparó con otros dos casos, los de dos mujeres muertas por la misma época en París, víctimas ambas de enfermedades semejantes. Al fin tenía la pista que buscaba. Aunque aquellas mujeres no tenían ningún punto común con los homosexuales americanos, tenían al menos uno con el chófer portugués: las dos habían vivido largo tiempo en el Zaire, también país de África. ¿Angola? ¿Mozambique? ¿Zaire? ¿Acaso la epidemia había tenido por cuna el continente africano, antes de descargar sobre el Nuevo Mundo?

Paralelamente, Jacques Leibowitch supo que unos investigadores habían comprobado en unos pacientes africanos la presencia del HTLV, el primer retrovirus humano descubierto por Robert Gallo. De ahí a hacer a ese agente responsable del sida —aunque fuese bajo una forma ligeramente distinta—, no había más que un paso. El fogoso inmunólogo parisiense no dudó en darlo. «No era ninguna locura —dirá más adelante—. Si el retrovirus HTLV desencadenaba ciertas leucemias produciendo la multiplicación anárquica de los glóbulos blancos, no era difícil imaginar que una sutil modificación genética en ese virus podría acarrear, por el contrario, como en el caso del sida, la muerte de los linfocitos infectados. Era una deducción muy atrayente».

Su hipótesis le pareció más convincente todavía cuando descubrió el caso de un joven geólogo francés muerto en 1979 en una isla del Caribe que mantenía estrechas relaciones con África. Tal vez puede hacer sonreír, pero Claude Chardon, de veinticuatro años, llegó virgen al matrimonio y, como en un cuento de hadas, estaba tan enamorado de su mujer que nunca miró a otra. Destinado en Haití para cumplir su servicio nacional como cooperante, dedicaba sus fines de semana a recorrer con su mujer la perla de las Antillas. Un día, en una carretera llena de revueltas, su chófer perdió de pronto el control del vehículo y chocó con un árbol. El geólogo, gravemente herido, fue trasladado al hospital francés de Port-au-Prince, donde le hicieron una transfusión de sangre. Recibió ocho dosis procedentes de ocho donantes indígenas distintos. Murió trece meses después de un mal que posteriormente fue identificado como el sida.

El doctor Jacques Leibowitch vio en ese nuevo caso una confirmación tan clara de su hipótesis que decidió llamar inmediatamente al 496.60.07 de Bethesda. Le respondieron que Robert Gallo estaba ausente, pero su secretaria, Louise Burkhardt, accedió a anotar su mensaje. Un mensaje sibilino, en forma de ecuación: «África—Haití-Heterosexuales—Transfusiones—HTLV=SIDA». Y Jacques Leibowitch dejó su número de teléfono «por si el profesor Gallo quiere comunicarse conmigo».

El mensaje-jeroglífico dio en el blanco. A pesar de su repugnancia persistente a mezclar su laboratorio con el asunto del sida, Robert Gallo llamó al inmunólogo francés y le sugirió que fuese a verle a Bethesda.

Aquel día del verano de 1982, el maletín isotérmico que Jacques Leibowitch dejó sobre la mesa de despacho del ilustre científico norteamericano no contenía ninguno de aquellos productos gastronómicos que tanto le gustaban a Robert Gallo. Nada de
camembert
de Normandía, nada de
foie gras
del Périgord ni menos aún unos chicharrones de Mans, sino un regalo inestimable para el jefe de un laboratorio de investigación. Meticulosamente colocada en alvéolos, se alineaba toda una colección de tubos y de frascos que contenían un auténtico tesoro. Antes de volar hacia los Estados Unidos, Jacques Leibowitch había hecho una redada en los congeladores de los hospitales parisienses con el fin de procurarse muestras sanguíneas de todos los enfermos que se suponía que habían sido víctimas del sida.

En aquella maleta traída para el famoso virólogo por el más anónimo de sus colegas estaban las pruebas del juicio. «La irrupción de aquel personaje con su entusiasmo contagioso y sus preciosas muestras conmovieron seriamente mi reticencia —confesó luego Robert Gallo—. “¡Bob!, ¡Bob!”, me decía. “¡Hay que actuar rápidamente! ¡En seguida! ¡Tienes que forzar la marcha, ir a todo gas y encontrar ese maldito virus!”».

¡A todo gas! ¿Cómo imaginar razonablemente que el prudente Robert Gallo se iba a lanzar ciegamente tras las huellas de un hipotético virus? Sin embargo, la propagación de la epidemia fuera de la comunidad homosexual y los especímenes clínicos aportados por Jacques Leibowitch acabaron disipando sus dudas. En la próxima reunión de trabajo con su «orquesta» propondría a uno de sus músicos que descifrase la partitura del sida.

Aquel día no había ni un pupitre vacío bajo el neón macilento del pequeño auditorio situado en pleno centro del universo acolchado de los congeladores, las centrifugadoras y los microscopios del pabellón 37 del
campus
de Bethesda. Un universo protegido, donde las nociones de enfermedad, de agonía y de muerte seguían siendo tan abstractas como las piularas de Mondrian, y donde se podía pasar una vida entera manipulando virus asesinos sin ver nunca con los propios ojos el monstruoso espectáculo de sus fechorías. Un universo situado a mil leguas del campo de batalla, pero un universo habitado por algunos magos dotados del poder de salvar más vidas que todos los médicos de la tierra juntos.

El maestro ocupó su sillón habitual delante del tablero negro y contempló al dispar equipo que había reunido en el transcurso de los años, a aquellos hombres y a aquellas mujeres de todas las edades y todos los orígenes venidos a él en razón de su prestigio, y unidos todos ellos por la misma loca pasión ante las partículas invisibles que constituyen la misteriosa trama de la vida. Más parecían una pandilla de estudiantes o de
kibutznikim
que una minoría de cerebros privilegiados, pero Gallo estaba orgulloso de ellos. Curiosamente, su equipo contaba con muy pocos compatriotas suyos. «Los jóvenes norteamericanos de hoy, más que por la mística de la investigación fundamental, se inclinan por los miríficos salarios ofrecidos por los laboratorios farmacéuticos privados y las compañías de biotecnología», se lamentaba Gallo muy a menudo. Sus primeros violines, sus solistas, sus tenores, sus divas eran extranjeros en su mayoría: alemanes, chinos, finlandeses, franceses, indios, japoneses, paquistaníes, suecos, etc. Todos ellos unos ases, o casi unos ases, en su especialidad.

Nadie sabía mejor descortezar un virus y hacer hablar a los genes que aquella encantadora muñeca china de treinta y cinco años llamada Flossie Wong-Staal. Doctora en biología molecular, investigadora de alto nivel, se había convertido en diez años en el
alter ego
del maestro y en uno de los principales solistas de su orquesta. Lo mismo ocurría con Syed Zaki Salahuddin, un pintoresco paquistaní sin muchos diplomas pero tan brujo en el arte de hacer crecer y cultivar células consideradas incultivables, que se le decía capaz de conseguir que los guijarros se reprodujesen. También estaba allí aquel otro artista de la vida invisible, el checo Mikulas Popovic, un científico venido del frío, un genio tan obsesionado por el secreto y el espionaje, que había transformado su sala de experimentación en un auténtico
bunker
. En resumen, no faltaban talentos en la sexta planta del pabellón 37. Eran incluso tan numerosos, que a su maestro no le costaría ningún trabajo separar a uno de ellos de los trabajos en curso para ponerlo ante el rompecabezas de aquella misteriosa plaga.

Robert Gallo esperó a que se hubiesen tratado los temas del orden del día de la reunión para revelar sus intenciones. Bosquejó un cuadro sucinto de lo que se sabía sobre la epidemia y abogó por la posibilidad de una transmisión vírica. «El hecho que el agente del sida ataque a los mismos linfocitos que nuestro retrovirus HTLV permite suponer que se trata de un retrovirus de la misma familia», declaró Gallo. Otras analogías reforzaban lo bien fundado de la hipótesis. Recientes trabajos sobre este retrovirus que producía raras leucemias habían confirmado que se transmitía también por vía sexual y por contaminación sanguínea, y que castigaba además a los países de África donde se habían descubierto casos de sida. La tesis de este parentesco se veía corroborada por los trabajos del veterinario Max Essex. Especialista de la leucemia en el gato, este eminente investigador de la Universidad de Harvard había comprobado que el agente infeccioso de ese cáncer de la sangre en el animal era casi idéntico al retrovirus responsable de la misma enfermedad en el hombre, con la única diferencia de que presentaba una ligera disparidad en lo referente a su envoltura. «Sea cual sea el número de retrovirus existentes en la naturaleza, es lógico imaginar que pertenecen a familias muy próximas y que el del sida es una variante menor del que ya hemos identificado», concluyó Robert Gallo.

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