Más allá del hielo (9 page)

Read Más allá del hielo Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
3.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

El respaldo económico es más que suficiente, y podrá elegir usted a la tripulación, a condición de que se evalúe su historial. Todos los oficiales y tripulantes recibirán el triple de la paga normal.

Britton frunció el entrecejo.

—Ya que sabe que rechacé lo de Liberia, también sabrá que no hago tráfico de drogas, de armas ni de nada. No pienso infringir la ley, señor Glinn.

—La misión es legal, pero bastante excepcional para que la tripulación tenga que estar motivada. Y otra cosa: si la misión tiene éxito (debería decir «cuando la misión tenga éxito», porque mi trabajo es garantizarlo), generará mucha publicidad, y casi toda favorable. No para mí, porque yo esas cosas las evito, sino para usted. Podría tener varios efectos beneficiosos, como volver a incluirla en la lista de capitanes activos. Y tendría cierto peso en el juicio de la custodia de su hijo. Quizá ya no hicieran falta esas visitas tan largas de los fines de semana.

La última observación tuvo el efecto deseado por Glinn. Primero Britton le miró a él, y luego por encima del hombro, como si quisiera ver la casa georgiana que ya había quedado a varios kilómetros. Después volvió a mirar a Glinn.

—Hoy he estado leyendo a W. H. Auden —dijo—. Esta mañana, viniendo en el tren, he encontrado un poema que se llama «Atlantis». La última estrofa era algo así:
Los diosecitos domésticos

han roto todos a llorar,

pero despídete ya, y hazte a la mar.

Sonrió. Y, si Glinn hubiera prestado atención a tales cosas, habría asegurado que la sonrisa era francamente bonita.

Puerto Elizabeth 17 de junio, 10 h.

Palmer Lloyd se quedó delante de la puerta sin ventanas, un rectángulo sucio en la gran superficie metálica del edificio que se erguía ante sus ojos. A sus espaldas, donde estaba su chofer apoyado contra una limusina y leyendo la prensa sensacionalista, se oía el rugido de la autopista de Nueva Jersey, resonando por los pantanos y los viejos almacenes. Delante, al otro lado de los diques secos de Marsh Street, puerto Elizabeth brillaba en el calor del verano. Los petroleros y cargueros de gas natural licuado se alineaban enormes en los muelles como barcas en un puerto de pesca. Cerca, sobre un portacontenedores, asentía maternal una grúa. Más allá del puerto, una serie de remolcadores empujaban una barcaza cargada de coches comprimidos; y todavía más lejos, asomando por encima de la espalda ennegrecida de Bayonne, hacía señas el perfil de Manhattan, que reflejaba el sol como una hilera de piedras preciosas.

A Lloyd le acometió un breve ataque de nostalgia. Hacía muchos años que no visitaba aquella zona. Se acordó de su niñez en Rahway, cerca del puerto. Entonces, cuando era pobre, había pasado muchos días vagando por los muelles y las fábricas.

Respiró el aire industrial, el olor punzante que tanto conocía, mezcla de rosas artificiales con el agua salina de las aguas pantanosas, con alquitrán, con azufre. Seguía gustándole mucho aquel ambiente, las chimeneas escupiendo vapor y humo, el brillo de las refinerías, la jungla de tendidos eléctricos. La desnudez industrial poseía una belleza a lo Sheeler. Pensó que gracias a lugares como Elizabeth, con su sinergia de comercio e industria, los habitantes de las zonas residenciales y la bohemia de cartón piedra tenían los medios necesarios para despreciar su fealdad desde la atalaya de una vida llena de comodidades.

¡Qué raro tener tanta nostalgia de aquellos días perdidos de la niñez, habiendo visto realizados todos sus sueños!

Más rara, sin embargo, era la idea de que su máximo logro empezara justo donde sus raíces. De niño ya le gustaba coleccionar, pero a falta de dinero había tenido que reunir una colección de historia natural basada en hallazgos propios. Recogía sagitaria en los diques erosionados, conchas en las costas cubiertas de suciedad, rocas y minerales en minas abandonadas… Desenterraba fósiles de los yacimientos jurásicos de Hackensack, que quedaba cerca, y cazaba mariposas a docenas en las propias marismas del puerto. Coleccionaba ranas, lagartijas, serpientes y cualquier clase de vida animal, y las conservaba en ginebra robada a su padre. El día de su decimoquinto aniversario, cuando ya llevaba amasada una buena colección, se había incendiado su casa, con todos sus tesoros dentro. Fue la pérdida más dolorosa de su vida. Desde entonces no había vuelto a recoger ningún espécimen. Después de eso la universidad, y de ahí a los negocios, donde se habían sucedido sus éxitos. Hasta que un día se había dado cuenta de que ya podía comprarse lo mejor que hubiera en el mundo. Podía borrar aquella pérdida de juventud, por extraños que fueran los medios. El hobby se había convertido en pasión, y así había nacido la visión germinal del museo Lloyd. Ahora volvía a los muelles de Jersey, y estaba a punto de embarcarse en busca de un tesoro que hacía palidecer a los demás.

Respiró hondo y cogió el picaporte con un hormigueo de impaciencia. Aquella carpeta tan delgada de Glinn había resultado una obra maestra que bien valía el millón pagado por ella. El plan expuesto era brillante. Estaba todo previsto, contempladas todas las dificultades.

No le había hecho falta llegar al final para que la indignación y la rabia por el precio se convirtieran en entusiasmo. Ahora, después de diez días de impaciente espera, estaba a punto de ver casi completa la primera fase del plan. El objeto más pesado movido por el hombre.

Giró el pomo y entró.

Por grande que fuera la fachada del edificio, apenas permitía sospechar las dimensiones internas. Al principio, ver un espacio tan grande sin división por pisos y paredes, abierto por completo desde el suelo al techo, superaba la capacidad ocular de juzgar las distancias, pero como mínimo parecía que tuviera cuatrocientos metros de longitud. En el aire polvoriento se elevaba una red de andamios con aspecto de telaraña metálica. Por el vastísimo espacio pululaba una cacofonía de ruidos: remaches, martillazos sobre hierro, chisporroteo de soldadores…

Estaba allí, en el centro de una actividad febril: un barco espectacular apuntalado en dique seco por grandes contrafuertes de metal, irguiendo su proa bulbosa en las alturas.

Como petrolero no era el más grande, pero fuera del agua Lloyd nunca había visto nada tan gigantesco. El nombre
Rolvaag
figuraba en letras blancas en el lado de babor. Alrededor, como una colonia de hormigas, se arremolinaban hombres y máquinas. Al inhalar el embriagador aroma a metal quemado, disolventes y humo de diesel, Lloyd sonrió. Una parte de su persona disfrutaba viendo aquel gasto tan flagrante, aunque fuera suyo el dinero.

Apareció Glinn con unos planos enrollados en la mano, y en la cabeza un casco de EES.

Lloyd le miró sin perder la sonrisa e hizo un gesto de muda admiración.

Glinn le ofreció otro casco.

—Desde los andamios todavía hay mejor vista —dijo—. La capitana Britton está arriba.

Lloyd se puso el casco y siguió a Glinn hacia un ascensor pequeño. Subieron unos treinta metros y se apearon en un andamio que recorría las cuatro paredes del edificio. Lloyd caminaba sin poder despegar la vista del barco inmenso que tenía a sus pies. Era increíble. Y le pertenecía.

—Lo construyeron hace seis meses en Stavanger, Noruega. —La voz fría de Glinn casi se perdía en la bulla constructora que subía al encuentro de los dos hombres—. Como le hacemos tantos cambios, no teníamos opción de fletamento y hemos tenido que comprarlo directamente.

—Doble presupuesto —murmuró Lloyd.

—Claro que luego podremos venderlo y recuperar casi todo el dinero. Además, creo que le parecerá que el
Rolvaag
vale la pena. Es lo último, con triple casco y mucho calado para el mal tiempo. Desplaza ciento cincuenta mil toneladas, lo cual, comparado con el medio millón que llegan a desplazar los superpetroleros más grandes, es bastante poco.

—La verdad es que impresiona. Si hubiera alguna manera de gestionar los negocios a distancia, daría cualquier cosa por participar en la expedición.

—Se sobreentiende que lo documentaremos todo. Habrá conferencias diarias por satélite. Yo creo que aparte del mareo lo vivirá todo.

Siguieron por el andamio hasta que tuvieron a la vista todo el lado de babor de la nave.

Lloyd se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Glinn.

—Es que… —Lloyd se quedó sin palabras—. Es que no se me había ocurrido que pudiera ser tan… tan creíble.

Por los ojos de Glinn pasó una chispa de diversión.

—¿A que Industrial Light & Magic lo está haciendo muy bien?

—¿La empresa de Hollywood?

Glinn asintió.

—¿Qué falta hace reinventar la rueda? Tienen los mejores diseñadores de efectos visuales del mundo. Y son discretos.

Lloyd no contestó. Se limitó a quedarse en la baranda mirando hacia abajo. El petrolero de última generación estaba siendo convertido ante sus ojos en un vulgar carguero de mineral, tan destrozado que parecía listo para el desguace. La mitad delantera del barco presentaba superficies limpias y atractivas de metal pintado, hileras de remaches y placas geométricamente perfectas: un barco de seis meses en toda su reluciente novedad. En cambio, desde la mitad hacia popa, el contraste era el colmo de lo escandaloso. La parte trasera del barco parecía chatarra. Se habría dicho que la superestructura de popa estaba cubierta de veinte capas de pintura descascarillándose cada una a su ritmo. Una de las alas del puente, que de por sí, como estructura, ya era peculiar, tenía el mismo aspecto que si la hubieran aplastado y vuelto a soldar. Por el casco abollado se derramaban grandes cascadas de óxido.

Las barandas estaban torcidas, y la ausencia de algunas partes había sido remediada de manera tosca con tubos soldados.

—Es un disfraz perfecto —dijo Lloyd—. Idéntico a una operación minera.

—De lo que estoy más satisfecho es del mástil del radar —dijo Glinn, señalando hacia popa.

A pesar de la distancia, Lloyd se dio cuenta de que faltaba mucha pintura, y de que había trozos de metal colgando de cables viejos. Algunas antenas, rotas y repuestas de cualquier manera, habían sufrido una segunda rotura. Todo estaba manchado de hollín.

—Dentro de esa birria de mástil —continuó Glinn— hay tecnología punta: GPS diferencial, Spizz-64, FLIR, LN-66, Slick 32, ESM pasivo y otros equipos especializados de radar, INMARSAT, GMDSS Sperry… Si nos encontramos con alguna situación… digamos que especial, se aprieta un botón y se ponen en marcha los sistemas electrónicos.

Lloyd vio deslizarse hacia el casco una grúa con una bola enorme de demolición; la bola fue aplicada con muchísimo cuidado al lateral de babor, una, dos, tres veces, añadiendo nuevas vejaciones. En la parte central del barco había un grupo de pintores con mangueras de gran calibre, convirtiendo la inmaculada cubierta en una tormenta simulada de alquitrán, petróleo y arena.

—Lo que dará más trabajo será volver a limpiarlo —dijo Glinn—. Cuando descarguemos el meteorito y queramos revender el barco, digo.

Lloyd apartó la mirada. Cuando descarguemos el meteorito… Faltaban menos de dos semanas para que el buque se hiciera a la mar. Y cuando regresara (cuando llegara el día de mostrar su trofeo), se difundiría la hazaña por el mundo entero.

—Dentro, lógicamente, no nos estamos esforzando mucho —dijo Glinn cuando siguieron caminando por el andamio—. Es bastante lujoso: camarotes grandes, madera en las paredes, luces controladas por ordenador, salas de estar, gimnasios… De todo y más.

Lloyd volvió a detenerse, porque había visto mucha actividad en un agujero de la parte frontal del casco. Delante se alineaban toda clase de vehículos de carga, excavadoras y maquinaría minera, verdadero embotellamiento de pesos pesados en espera de ser cargados en el barco. Una a una, con un rugido de motores diesel, entraban las máquinas, desapareciendo de la vista.

—Un arca de Noé de la época industrial —dijo Lloyd.

—Era más barato fabricarnos nuestra propia puerta que cargar toda la maquinaria pesada con grúa —dijo Glinn—. El
Rolvaag
tiene el típico diseño de los petroleros. Los espacios para petróleo sólo ocupan poco más de la mitad del casco. El resto es para bodegas, compartimientos, maquinaria… Hemos construido alojamientos especiales para guardar el instrumental y la materia prima que nos hacen falta. Ya hemos cargado mil toneladas de acero de alta tensión Mannsheim, el mejor, más seiscientos metros cúbicos de madera laminada y todo lo que se pueda imaginar, desde neumáticos de avión a generadores.

Lloyd señaló algo.

—¿Y los vagones que hay en la cubierta?

—Están pensados para que parezca que el
Rolvaag
se saca un dinerito extra transportando contenedores. Dentro hay laboratorios sofisticadísimos.

—Descríbemelos un poco.

—El gris que está más a proa es un laboratorio hidroeléctrico. También llevamos una estación CAD de alta velocidad, una sala de revelado, laboratorios de microscopía electrónica y cristalografía de rayos X, una cámara de isótopos y radiaciones… Debajo de cubierta hay salas de medicina y cirugía y dos talleres para la maquinaria; todo sin ventanas, para que no se vea desde fuera.

Lloyd meneó la cabeza.

—Empiezo a ver en qué se me va todo el dinero. Oye, Eli, no te olvides de que en el fondo lo que compro es una operación de rescate. La ciencia ya vendrá luego.

—No me olvido, pero tenemos que estar preparados para todo, porque hay muchas incógnitas y nos lo jugamos todo al primer intento.

—Ya. Por eso envío a Sam McFarlane; pero, mientras se ajuste todo al plan, a lo que tiene que dedicarse McFarlane es al problema técnico, ¿eh? Técnico. No quiero que se pierda el tiempo en experimentos científicos. Vosotros sacadlo de Chile y se acabó. Luego tendremos todo el tiempo que haga falta para examinarlo.

—Sam McFarlane —repitió Glinn—. Interesante elección. Todo un personaje.

Lloyd le miró.

—A ver si vas a salirme con lo mismo que todos, que he elegido mal.

—¿Le he dicho yo eso? Sólo expreso mi sorpresa porque haya optado por un geólogo planetario.

—Es la persona más indicada para la misión. No he querido enviar a ningún grupo de científicos enclenques. Sam domina el trabajo de laboratorio y el de campo. Puede hacerlo todo. Está curtido y conoce Chile. ¡Coño, que el que encontró el pedrusco era su socio, y su análisis de los datos era buenísimo! —Se acercó a Glinn y adoptó un tono confidencial—.

Other books

Only in Naples by Katherine Wilson
The Tale of Hawthorn House by Albert, Susan Wittig
Phoenix Feather by Wallace, Angela
Enchanted Spring by Peggy Gaddis
Angel Baby: A Novel by Richard Lange
The Girl Who Came Back by Susan Lewis