Más allá del hielo (20 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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Las puertas del ascensor se abrieron a un panorama de actividad frenética: teléfonos sonando, faxes e impresoras en funcionamiento, gente, más gente… En una pared había una hilera de mesas con secretarias. Se veía a infinitud de personas hablando por teléfono, tecleando en terminales o cumpliendo la obligación que les correspondiera en la compañía Lloyd.

Esquivando el tráfago, se le acercó un hombre con traje claro en cuyas desproporcionadas orejas, boca flácida y labios carnosos y apretados McFarlane reconoció a Penfold, mano derecha de Lloyd. Aquel hombre daba la impresión de que nunca iba directo a nada, sino que lo abordaba todo sesgadamente, como si lo contrario fuera una insolencia.

—¿Doctor McFarlane? —dijo con su voz aguda y nerviosa—. Por aquí, por favor.

Salieron por una puerta, recorrieron un pasillo y entraron en una salita con sofás de cuero negro dispuestos alrededor de una mesa de cristal y estructura dorada. Había una puerta que daba a otro despacho, de donde oyó llegar McFarlane la voz de bajo profundo de Lloyd.

—Siéntese, por favor —dijo Penfold—. El señor Lloyd no tardará.

Desapareció, y McFarlane se arrellanó en el sofá de cuero, que crujía. Había una pared cubierta de televisores con canales de noticias de todo el mundo. La mesa ofrecía las revistas más recientes:
Scientific American, New Yorker
y
New Republic.
McFarlane cogió una y volvió a dejarla. ¿A qué se debía la repentina visita de Lloyd? ¿Ocurría algo malo?

—¡Sam!

Levantó la cabeza y vio al gigante de Lloyd ocupando todo el marco de la puerta, un Lloyd que irradiaba poder, buen humor y seguridad ilimitada.

McFarlane se levantó, y Lloyd se acercó a él con una sonrisa efusiva, tendiendo los brazos.

—¡Qué alegría verte, Sam! —Comprimió con sus manazas los hombros de McFarlane, y le examinó sin soltárselos—. No te imaginas lo entusiasmado que estoy por haber venido.

Entra, entra.

La ancha espalda de Lloyd, con una chaqueta de Valentino que le sentaba de maravilla, precedió a McFarlane en su camino hacia el despacho interior, que era modesto: una hilera de ventanas, la luz fría de las regiones antárticas entrando por ellas, dos sencillos sillones de orejas, una mesa con teléfono, ordenador portátil… y dos copas de vino al lado de una botella recién abierta de Château Margaux.

Lloyd señaló el vino.

—¿Te apetece una copa?

McFarlane asintió con una sonrisa. Lloyd vertió el líquido rojo en una copa y se sirvió otra. A continuación aposentó su cuerpo en un sillón y levantó su copa.

—Salud.

Entrechocaron las copas, y McFarlane probó aquel caldo exquisito. No era ningún entendido, pero un vino así podía apreciarlo hasta el más tosco paladar.

—Odio la manía que tiene Glinn de no informarme de nada —dijo Lloyd—. ¿Por qué no me explicó el historial de Britton? En eso sí que no le sigo. Debería haberme puesto al corriente en Elizabeth. Suerte que no ha pasado nada.

—Es muy buena capitana —dijo McFarlane—. Tiene el barco dominado; se lo conoce al dedillo, y hay que ver el respeto que le tiene la tripulación. No le aguanta chorradas a nadie.

Lloyd le escuchaba con el entrecejo fruncido.

—Me alegro de saberlo. —Sonó el teléfono y lo cogió—. ¿Diga? —dijo con impaciencia—. Estoy reunido.

Se produjo una pausa, mientras Lloyd escuchaba y McFarlane le miraba pensando que era verdad lo que había dicho de Glinn. El secreto, en él, era costumbre, o quizá instinto.

—Ya llamaré yo al senador —dijo Lloyd al cabo de un rato—. Y no me pases ninguna llamada más.

Se acercó a la ventana en pocos pasos y juntó las manos en la espalda. Ya había pasado lo peor de la tormenta, pero seguía habiendo rayas de aguanieve en el cristal.

—Espectacular —musitó con tono de veneración—. ¡Y pensar que en menos de una hora habremos llegado a la isla! ¡Sam, caray, que casi estamos!

Dio media vuelta. Ya no estaba ceñudo, sino increíblemente eufórico.

—He tomado una decisión. A Eli también tendré que decírselo, pero quería que primero lo supieras tú. —Hizo una pausa y suspiró—. Voy a clavar la bandera, Sam.

McFarlane lo miró.

—¿Cómo?

—Esta tarde iré yo en lancha a isla Desolación.

—¿Usted sólo?

McFarlane tuvo una sensación extraña en la boca del estómago.

—Solo. Bueno, yo y el loco de Puppup, claro, para que me lleve hasta el meteorito.

—Pero con este tiempo…

—¡El tiempo es inmejorable! —Lloyd se apartó de la ventana y se paseó inquieto entre los sillones—. Sam, momentos así no los vive mucha gente.

McFarlane, que seguía sentado, notó que se agudizaba la sensación.

—¿Usted solo? —repitió—. ¿No piensa compartir el descubrimiento?

—No. ¡Coño! ¿Por qué iba a compartirlo? Peary, en su último
sprint
hacia el Polo, hizo lo mismo. Glinn tendrá que entenderlo. Puede que no le guste, pero la expedición es mía y pienso ir sólo.

—Ni hablar —dijo McFarlane sin levantar la voz. Lloyd interrumpió sus pasos—. Yo aquí no me quedo.

Lloyd, sorprendido, se giró y clavó su intensa mirada en McFarlane.

—¿Tú?

McFarlane la sostuvo sin contestar.

Después de un momento, Lloyd emitió una risita.

—¿Sabes qué te digo, Sam? Que no eres la misma persona que encontré escondida detrás de un arbusto en el desierto de Kalahari. No se me había ocurrido que pudieras darle importancia a algo así. —De repente se le borró la sonrisa—. ¿Y si te digo que no? ¿Qué harás?

McFarlane se levantó.

—No lo sé. Probablemente una imprudencia.

Fue como si se hinchara todo el cuerpo de Lloyd.

—¿Me amenazas?

McFarlane no apartó la mirada.

—Pues sí, supongo que sí.

Lloyd siguió observándole fijamente.

—Vaya, vaya.

—Me buscó usted. No me negará que conocía mi sueño de toda la vida. —McFarlane vigilaba atentamente la expresión de Lloyd. Se trataba de alguien poco acostumbrado a los desafíos—. Yo por ahí, intentando olvidar el pasado, y de repente llega usted y me lo pone delante como una zanahoria en un palo. Sabía que picaría. Pues ahora estoy aquí, y no puede impedirme que le acompañe. Esto no me lo pierdo.

En el silencio, lleno de tensión, McFarlane oyó ruido lejano de teclas, de teléfonos… De repente los rasgos de Lloyd se suavizaron. Se acarició la calva. Luego deslizó los dedos por su perilla.

—Supongamos que te llevo. ¿Y Glinn? ¿O Britton? Querrá apuntarse todo el mundo.

—No. Iremos los dos solos porque nos lo merecemos. No hay más que decir. El poder de conseguirlo lo tiene usted.

La mirada de Lloyd conservaba su fijeza.

—Me parece que me gusta el nuevo Sam McFarlane —acabó diciendo—. La verdad es que no acababa de creerme la pose de cínico. Pero una cosa, Sam: más vale que el interés que tienes sea sano. ¿Hace falta que te lo diga más claro? No quiero segundas partes de lo del Tornarssuk.

McFarlane sintió un arrebato de ira.

—Fingiré no haberlo oído.

—Pues lo has oído. A estas alturas no estamos para timideces.

McFarlane aguardó.

Lloyd bajó la mano con una sonrisa de reprobación.

—Hacía años que no me plantaban cara así. Refresca. Bueno, Sam, está bien, iremos juntos; pero piensa que Glinn intentará evitarlo. —Regresó al lado de la hilera de ventanas, y a medio camino consultó su reloj—. Cuando se entere todo serán pegas.

Justo entonces, como si tuviera calculado el momento (y más tarde McFarlane se daría cuenta de que probablemente fuera así), entró Glinn en el despacho. Le seguía Puppup, que, callado y fantasmal, se convirtió enseguida en parte integrante de la sombra de Glinn, con una especie de regocijo en sus ojos negros y vivarachos. Puppup se tapó la boca e hizo una serie de reverencias y genuflexiones extrañas.

—Justo a tiempo, como siempre —dijo el vozarrón de Lloyd, que se giró hacia Glinn y le cogió la mano—. Oye, Eli, he decidido una cosa. Me gustaría contar con tu aprobación, pero, como no sé si me la darás, empiezo avisándote de que no va a disuadirme ni Dios. ¿Está claro?

—Clarísimo —dijo Glinn, acomodándose en uno de los sillones de orejas y cruzando las piernas.

—No serviría de nada discutir, porque la decisión está tomada.

—Genial. Ojalá pudiera ir yo.

Al principio Lloyd se quedó sin habla, y luego se le llenó de ira la mirada.

—¡Qué cabrón! ¡Has puesto micrófonos por el barco!

—No diga tonterías. Siempre he sabido que insistiría en ser el primero que viera el meteorito.

—Imposible. ¡Si no lo sabía ni yo!

Glinn hizo un gesto con la mano.

—¿Qué se cree, que para analizar todas las posibilidades de éxito y fracaso no tuvimos que tener en cuenta su perfil psicológico? Sabíamos lo que iba a hacer antes que usted. —Miró brevemente a McFarlane—. ¿Sam también ha insistido en ir?

Lloyd se limitó a confirmarlo con un movimiento de la cabeza.

—Ya. Pues lo mejor es que usen la lancha de babor, que es la más pequeña y maniobrable. He organizado que les lleve el señor Howell, y que carguen mochilas con comida, agua, cerillas, combustible, linternas… De todo. Más una unidad de GPS y radiorreceptores, claro. Me imagino que querrán que les guíe Puppup.

—Encantando de poder ayudarles —entonó Puppup con voz cantarina.

Lloyd miró a Glinn, después a Puppup y nuevamente al primero, hasta que soltó una risa compungida.

—A nadie le gusta ser previsible. ¿Hay alguna manera de sorprenderte?

—No me ha contratado para que me sorprendan, señor Lloyd. En vista de que sólo dispondrán de pocas horas de luz diurna, será necesario que se pongan en camino en cuanto llegue el barco al canal de Franklin. Otra posibilidad es esperar hasta mañana por la mañana.

Lloyd negó con la cabeza.

—No. No puedo quedarme mucho tiempo.

Glinn asintió como si se lo esperara.

—Me ha dicho Puppup que en la parte de sotavento de la isla hay una playita en forma de media luna. Podrán llevar la lancha hasta donde empiezan los guijarros, aunque es aconsejable que no se entretengan y se marchen lo antes posible.

Lloyd suspiró.

—Eres un experto en chafarle a la gente el romanticismo.

—No —dijo Glinn levantándose—. Sólo elimino incertidumbres. —Señaló las ventanas con la cabeza—. Si quiere romanticismo, mire lo que hay fuera.

Se acercaron a ellas. McFarlane vio que empezaba a verse una isla pequeña y más negra que las propias aguas que la bañaban.

—Desolación, señores.

McFarlane la miró con una mezcla cada vez más acentuada de curiosidad y temor. Un solo rayo de luz, que aparecía y desaparecía al capricho de la omnipresente bruma, recorría las rocas agrestes. El litoral rocoso recibía los mordiscos de un mar infinito. Vio en la punta norte un pitón de lava: una espiral doble de piedra. En el valle central había un campo de nieve profundo, de curso sinuoso, cuyo centro helado quedaba a la vista para que lo puliera el viento, joya turquesa en la monocromía de la marina circundante. Después de un rato habló Lloyd:

—¡Dios mío! ¡Es ella! —dijo—. Nuestra isla del fin del mundo, Glinn. Nuestra isla. Y mi meteorito.

Detrás del grupo se oyó una risa extraña, grave. Al girarse, McFarlane vio que Puppup, que no había abierto la boca en toda la conversación, se la tapaba con su mano de dedos estrechos.

—¿Qué pasa? —le preguntó duramente Lloyd.

Sin embargo, Puppup no contestó, sino que siguió riendo socarronamente mientras retrocedía poco a poco hacia la puerta haciendo reverencias y sin quitarle a Lloyd la mirada fija de sus ojos negros.

Isla Desolación 12.45 h

Una hora después, el voluminoso petrolero había conseguido acceder a las aguas del canal de Franklin, que más que un canal era una bahía irregular, circundada por las cumbres escarpadas de las islas del cabo de Hornos. McFarlane estaba sentado en el centro de la lancha descubierta, sujeto a la borda con ambas manos y acusando el peso incómodo del salvavidas que llevaba encima de la chaqueta y el impermeable. El mar, que al
Rolvaag
le imprimía un balanceo no del todo agradable, jugaba con la lancha como con un barquito de papel. El timón corría a cargo del primer oficial, Víctor Howell, que tenía la cara crispada por el esfuerzo de no perder el rumbo. John Puppup estaba agachado en la proa, y se le veía emocionado como una criatura. En el transcurso de la última hora había ejercido de práctico improvisado, murmurando palabras (pocas) gracias a las cuales la maniobra, que podría haber sido francamente angustiosa, no había pasado de un poco tensa. Ahora tenía el rostro orientado hacia la isla, y le caía un poco de nieve en los hombros estrechos.

McFarlane se aferró con más fuerza, porque la lancha se encabritaba.

El oleaje disminuyó al colocarse a sotavento de la isla. La tenían delante de sus ojos, digna del nombre que llevaba: negros peñascos sobresaliendo entre la nieve, como nudillos rotos que flagelaba el viento. Apareció una caleta a la sombra de una cornisa. Siguiendo la señal de Puppup, Howell puso rumbo hacia ella. Cuando faltaban diez metros apagó el motor, y al mismo tiempo levantó el eje de la hélice. La embarcación siguió avanzando hasta que crujieron suavemente los guijarros de la playa. Puppup bajó con un salto de mono, seguido por McFarlane, que se giró para tenderle la mano a Lloyd.

—Oye, que tampoco soy tan viejo —dijo éste, cogiendo un fardo y bajando a tierra.

Howell, de un golpe de motor, hizo retroceder la lancha.

—Volveré a las tres —exclamó.

McFarlane le vio alejarse entre los suaves embates de las olas, y observó que se acercaba un frente grisáceo de mal tiempo. Cruzó los brazos para protegerse del frío. Pese a saber que el
Rolvaag
estaba a menos de una milla, habría agradecido tenerlo a la vista. Tenía razón Néstor, pensó, esto es el culo del mundo.

—Bueno, Sam, pues tenemos dos horas —dijo Lloyd con una ancha sonrisa—. A ver si las aprovechamos al máximo. —Metió la mano en el bolsillo y sacó una cámara pequeña—.

Ahora que nos haga Puppup una foto. —Miró alrededor—. ¿Se puede saber dónde está?

McFarlane miró por toda la playita, pero no había ni rastro del indio.

—¡Puppup! —exclamó Lloyd.

Se oyó una voz lejana:

—¡Aquí arriba, jefe!

McFarlane levantó la vista y divisó al viejo subido a la cornisa, con el cielo por marco cada vez menos luminoso. De sus dos brazos enjutos, uno saludaba y el otro señalaba un barranco que a pocos metros cortaba el acantilado en dos.

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