—Los Urtiaga Four son de las familias más adineradas y respetadas de Buenos Aires —comentó la enfermera—. Vas a tener que comportarte en consecuencia —agregó, con severidad.
—¿Cómo se llama el niño al que voy a atender?
—Los niños, querrás decir. Son dos. Son mellizos.
Chela no disimuló su sorpresa y por un momento se arrepintió de haber aceptado el trabajo.
—Micaela y Gastón María, así se llaman —continuó la enfermera, sin inmutarse.
Los niños Urtiaga Four balbucearon la palabra mamá antes del año para llamar a su nodriza, quien se avergonzaba mucho, en especial cuando lo hacían frente al señor Rafael. Les enseñó que la llamaran "mamá Chela", a lo que los mellizos respondieron con "mamá Cheia" y el mote le duró la vida entera.
Micaela y Gastón María llenaron el vacío que dejó su bebé y pronto se sintió feliz junto a ellos. Su leche era muy buena, y los niños repuntaron en peso al poco tiempo. Además, percibieron su calidez de madre y se le pegaron como garrapatas. Sólo querían a su nana, y hacían berrinches cuando los parientes y amigos de la familia los alzaban o tocaban. Enseguida, Rafael llamaba a Graciela y el llanto cesaba. A nadie parecía importarle la preponderancia que la negra tenía sobre los niños. Todos continuaban preocupados por la madre.
Isabel seguía mal. Físicamente se repuso al tiempo, gracias a la medicación, al descanso y a una dieta estricta. Anímicamente, en cambio, decaía más y más, y ningún médico sabía explicarle a Rafael el motivo.
—Suele suceder que, después de parir, las mujeres se sienten tristes. Pero no debe preocuparse, señor Urtiaga Four, con el tiempo se supera.
Y, aunque el tiempo pasaba, Isabel continuaba igual: tirada en la cama, con la mirada perdida en el cielo raso, o sentada frente al espejo por horas, sin moverse. En ocasiones, sentía deseos de ver a los niños y los mandaba traer. Cheia se apresuraba, los ponía bonitos y los perfumaba con agua de colonia. Los acercaba a la cabecera de la cama y se los colocaba sobre el regazo. Isabel los besaba un rato, los miraba y acariciaba. Luego, le pedía a Cheia que se los llevara. Nuevamente, perdía la vista en el cielo raso y retornaba a ese letargo mórbido que exasperaba a Urtiaga Four.
Después, persiguieron a cuanto médico famoso había en Europa y Estados Unidos. Los vieron a todos, hasta uno que se hacía llamar psicólogo. No lograron nada, por el contrario, las largas temporadas lejos de Buenos Aires la empeoraron.
Los niños ya tenían ocho años y la madre seguía enferma, triste, sumida en una profunda depresión. Isabel inundaba la casona del Paseo de Julio con su amargura. Todos los que allí vivían tenían miradas apesadumbradas. Las cosas se hacían en silencio, lentamente. Los niños no podían corretear, tampoco jugar. Ellos no entendían nada. Querían estar con su madre y no se los permitían. Con el tiempo, se fueron acostumbrando; tenían a mamá Cheia que los mimaba. De todas formas, Micaela y Gastón María amaban a Isabel, su nodriza les había enseñado a hacerlo. Por eso, corrieron felices la tarde de aquel sábado de mayo cuando Cheia les dijo que podían visitarla en su alcoba. Pero Isabel ya estaba muerta.
A pesar de que no hacía frío en cubierta, Micaela se estremeció. El suicidio de su madre, recuerdo que se instaba a mantener lejos de su conciencia, había significado demasiado en su vida, no sólo por aquella imagen sórdida y cruel de Isabel en la tina, sino por las consecuencias que había traído aparejadas.
Su padre, abatido y sin fuerzas, decidió separarlos de su lado; Micaela no podía perdonarle la actitud esquiva de aquellos días, la forma en que evitaba mirarla, como si le produjera daño.
Rafael despidió a la institutriz francesa,
mademoiselle
Duplais, envió a Gastón María a estudiar a Córdoba, al Monserrat, un colegio de renombre, y a ella, a un internado en Vevey, Suiza.
Aún tenía fresca en su memoria la escena en el puerto de Buenos Aires quince años atrás. Sólo mamá Cheia y don Pascual, el cochero, que parecía muy triste, fueron a despedirla. Gastón María había partido rumbo a Córdoba la semana anterior y su padre trabajaba en una de las estancias. Ni sus tías, ni sus tíos se presentaron en el puerto, y a Micaela no le importó, pues no sentía apego por ellos. Un matrimonio amigo de la familia aceptó acompañarla hasta su destino final. Allí la dejarían y continuarían con su viaje de placer.
Cheia intentó mantener la calma, pero le resultó imposible, y comenzó a llorar como una magdalena cuando se hizo inminente la partida. Micaela también lloró y se aferró a su cuello. Le confesó que no deseaba irse y le preguntó si no podía acompañarla a Europa. Las palabras ahogadas de la niña terminaron por destrozar a la mujer y le costó mucho reponerse.
Los Martínez Paz, el matrimonio que la acompañaría, la esperaban impacientes en cubierta. Minutos después, le indicaron que ya era hora de partir y Micaela subió la escalerilla. Mamá Cheia y Pascual permanecieron en el muelle, saludándola, hasta que el barco zarpó.
Alguien de la tripulación les indicó sus camarotes. Una sirvienta de la señora Martínez Paz acompañó a la niña y la acomodó en su compartimiento. Antes de salir, le indicó que cualquier cosa que necesitara le pidiera a ella y que no molestara a
madame.
Micaela se quedó sola en el camarote, sentada en el borde de la litera. Aunque el lugar era lujoso y cómodo, se sintió mal. Tenía deseos de salir corriendo, arrojarse al río y nadar hasta la costa. Pero no sabía nadar.
Se recostó y fijó la vista en el techo. Comenzó a canturrear una canción en francés que le había enseñado la institutriz Duplais.
Frère Jacques, frère Jacques, dormez-vous? Dormez-vous? Sonnez les matines!, sonnez les matines!... Din, dan, don... Din, dan, don.
Cantar era de las cosas que más le gustaban. Al rato, se quedó dormida y soñó cosas muy feas.
El internado para señoritas se hallaba en las afueras de Vevey, una ciudad a orillas del lago Leman, a pocos kilómetros de Ginebra. El edificio, una construcción imponente erigida a fines del Renacimiento, se levantaba de espaldas al gran lago, en medio de un cuidado parque, y las líneas de su arquitectura descollaban en el paisaje de montaña y agua que lo enmarcaba.
Antes de trasponer la inmensa puerta, la niña levantó la vista y leyó unas palabras en francés grabadas sobre los sillares: Congregación de las Hermanas de la Caridad.
Por dentro, el colegio no resulto menos soberbio, de techos altos, recubiertos de madera ornamentada, y paredes de piedra caliza con óleos alusivos a pasajes bíblicos. Tras el vestíbulo, se abría una recepción enorme, decorada con austeridad. AI final, divisó una escalera de mármol con baranda de hierro negro, y pensó que le tomaría años subir tantos peldaños.
Algunos de los mejores días de su vida pasaron en ese internado. La belleza del paisaje suizo, la familiaridad de la construcción que en un principio la apabulló, la ternura de la madre superiora y el cariño de las otras monjas constituían buenos recuerdos, aun cuando el amor de
soeur
Emma, mejor dicho, de Marlene, como prefería que la llamara, le habría sido suficiente para ser feliz. Gracias a ella, nada resultó demasiado duro de sobrellevar, ni los veranos lejos de Buenos Aires, ni la ausencia de mamá Chela o de Gastón María ¡Qué inequívoca sensación de plenitud sintió el día que la conoció! Su sonrisa franca, su mirada chispeante, su gesto sincero.
Marlene Montfeliú era una joven muy hermosa de veintitrés años. De la ciudad de Tarragona, su familia pertenecía a la selecta casta de nobles de la Cataluña Los Montfeliú eran conservadores y guardaban las formas y costumbres de varias generaciones atrás. La riqueza de la familia provenía, fundamentalmente, del comercio marítimo. Por años habían manejado la flota de barcos más importante de la Catalunya y su poderío llegaba a las altas esferas del gobierno.
A pesar de ese entorno, Marlene era una muchacha simple, con ideas propias que contrastaban con las de sus padres. De carácter impetuoso y atrevido, tenía una personalidad avasallante y una inteligencia prodigiosa. En pocos años se recibió de profesora de música en el Conservatorio de Tarragona. Su familia, sin éxito, había insistido en que se dedicara a conseguir mando en lugar de destinar tanto tiempo a estudiar. La madre se consolaba al pensar que, después de todo, una mujer amante de la música demostraba una sensibilidad que cualquier hombre sensato sabría apreciar.
Marlene llevaba una vida tranquila y feliz. Tenía varios alumnos a los que les enseñaba canto, solfeo y piano. Pasaba el día ocupada en sus lecciones y nunca se cansaba. Por el momento, su familia había desistido de la idea del matrimonio. Esa pausa le daba un respiro, ya que no deseaba casarse con otro que no fuera Jaime, el hijo de un empleado de su padre. Se conocían desde niños, y al llegar a la pubertad, el amor había nacido entre ellos.
Su tranquilidad y felicidad terminaron la tarde que su hermano mayor la encontró en el granero haciendo el amor con Jaime En pocas horas, su vida placentera se convirtió en un infierno. El padre la abofeteó y la trató de ramera. Su madre no volvió a hablarle y lloró durante horas en su habitación. Sus hermanos le endilgaban sermones en cada oportunidad y sus hermanas la esquivaban.
La sentencia paterna llegó y fue terminante. O se metía de monja y desaparecía de sus vidas, o acusarían a Jaime de violación y lo harían ahorcar. Consciente del poder de su familia entre las autoridades, Marlene no dudó que su padre llevaría a cabo la amenaza.
En poco más de un mes, se encontró en la isla de Cerdeña como novicia de una congregación de monjas francesas, Las Hermanas de la Caridad, y con un nuevo nombre,
soeur
Emma, por resultar el suyo demasiado mundano y frívolo a criterio de la superiora.
Tiempo después de ordenarse, la madre superiora le anunció su traslado a un internado en Vevey, Suiza, donde se desempeñaría como profesora de música. La verdad era que la superiora se sentía aliviada al sacarse de encima a Emma, una joven díscola, de ideas sacrílegas, que siempre alborotaba con sus ocurrencias.
Muchos la habían tomado por una criatura inocua, anodina. Siempre callada y taciturna, su figura tampoco ayudaba. Flacucha y esmirriada, el semblante pálido le otorgaba un aspecto enfermizo. ¿Quién iba a pensar que podía cantar como lo hacía? Micaela rió de sí al recordarse tan poquita cosa.
No había clase que disfrutara más que la de música, no sólo por su apego natural a la asignatura, sino por la admiración que le despertaba la profesora. Marlene la atraía irremisiblemente; le gustaba cómo sonreía, cómo movía las manos, la mueca que hacía cuando escuchaba. No olvidaría mientras viviera la sorpresa que se llevó la noche en que la monja se presentó en su dormitorio con las manos llenas de bombones.
—¡
Soeur
Emma!—acertó a decir, al reconocerla sin el hábito y con ropa de cama.
—¡Shhh! No hagas ruido o van a descubrirme —le ordenó—. ¡Cómo te tardaste en abrir, Micaela! Si alguna de las hermanas me encuentra en el pasillo y en camisón, me envían a un convento de clausura. —Se tiró sobre la cama y apoyó la cabeza en la pared—. ¡Uy! Corrí mucho hasta aquí.
Micaela la miraba como a un fantasma; permanecía de pie cerca de la monja y no atinaba a decir o hacer nada. Ni en cien años habría imaginado que una de las hermanas se aparecería en medio de la noche, en esa facha y se tiraría sobre su cama como si se tratara de una pupila. Emma sonrió al ver la cara de desconcierto de la niña.
—Tiene el pelo corto —dijo Micaela, sin pensar.
—A todas nos cortan el pelo cuando nos ordenamos. Para qué queremos largas cabelleras si el hábito lo cubre todo, ¿no? Ven, siéntate aquí, a mi lado. Vine para charlar contigo.
La monja había comenzado a hablar en castellano y arrastraba las zetas. Desenvolvió una barrita de chocolate y la partió.
—¿Quieres compartir la mitad conmigo? ¿Sabes? Se la robé a
soeur
Catalinne de la cocina. Vamos, toma.
Micaela se llevó el chocolate a la boca como un autómata. Al principio, sólo habló
soeur
Emma y Micaela se limitó a asentir o a negar. Momentos después, la niña se sintió más cómoda y contó algunas cosas sobre ella.
—¿Te gustaría estar en el coro?—dijo Emma, de repente.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Pero si el coro es para las más grandes.
—Ya sé, pero a mí me contó un pajarito que cantas como un ángel.
—¿Un pajarito? ¿Qué pajarito?
—Un pajarito amigo mío. Bueno, anda, dime, ¿te gustaría ser integrante del coro, sí o no?
—¡Sí! ¡Claro que sí!
—¡Perfecto!—exclamó la monja—. Desde mañana te presentas en los ensayos con las demás niñas.
Micaela casi no durmió esa noche por pensar en el día siguiente. Se despertó antes del amanecer y se asomó a la ventana. Todavía el otoño salvaba al paisaje del manto blanco con que lo cubría el invierno, y aún podían escucharse los trinos de algunos pájaros Se preguntó cuál de todos le habría contado a
soeur
Emma que a ella le gustaba cantar.
El ingreso en el coro precipitó la vida de Micaela, y Marlene, persuadida de que haría de ella la mejor cantante del mundo, no veía escollos en su afán por lograrlo.
—Lo que me propone no tiene asidero,
soeur
Emma —dijo la madre superiora.
—¿Cómo que no tiene asidero?—preguntó, con insolencia, y la superiora le lanzó un vistazo de advertencia—. Disculpe, madre —retomó—. Usted misma puede comprobar lo que Micaela ha conseguido en este último tiempo. Su canto es cada vez mejor. ¡Es exquisito!
La superiora perdió la mirada, se ensimismó en sus cavilaciones y dejó de escuchar a
soeur
Emma. Conocía de memoria las cualidades de Micaela, no necesitaba que se las recordara. Después de cinco años, la niña había logrado refinar y pulir la voz. Su fama se había extendido más allá de Vevey, y no era raro que la convocaran para participar en algún acontecimiento musical. Tiempo atrás, el obispo le había pedido que Micaela integrara el coro de la catedral, y ella había aceptado gustosa. De tanto en tanto, las damas más destacadas de Vevey la reclamaban para alguna tertulia de beneficencia. En esas ocasiones, solía darle autorización a regañadientes, aunque tenía que reconocer que, a pesar de su creciente actividad musical, Micaela no había descuidado el resto de sus estudios; es más, en muchas asignaturas había mejorado. Se la veía radiante.