—Aquí estáis en la plaza de Bellecour, a la entrada de la calle Saint-Ramond, y ésta es la casa del preboste de La Jacquière. ¿Adónde queréis que os conduzca?
—Entrad en la primera puerta cochera después de la del preboste —respondió mi gobernanta.
Aquí el joven Thibaud prestó gran atención porque era en verdad vecino de un gentilhombre llamado el señor de Sombre, que pasaba por tener un carácter celoso, y el tal señor de Sombre se había jactado muchas veces delante de Thibaud de ostentar un día una esposa fiel, y con ese objeto alimentaba en su castillo a una señorita que llegarla a ser su mujer y probaría su aserto. Pero el joven Thibaud ignoraba que ella estuviera en Lyon y ahora se regocijaba de tenerla en su poder.
Entre tanto, Orlandina continuó así:
—Entramos pues por una puerta cochera, y de allí pasamos por grandes y hermosos aposentos hasta llegar a una escalera de caracol; por allí subimos mi dueña y yo hasta una torrecilla desde la cual habría podido verse, si fuera de día, toda la ciudad de Lyon, pero aun de día nada podía verse porque las ventanas estaban cubiertas por un paño verde muy espeso. La torrecilla estaba iluminada por una hermosa araña de cristal, engarzada en esmalte. Mi dueña, haciéndome sentar en una silla, me dio su rosario para que me divirtiera y salió cerrando la puerta a doble llave. Cuando me vi sola, dejé el rosario, cogí un par de tijeras que colgaban de mi cintura e hice un agujero en el paño verde que cubría la ventana. Entonces vi otra ventana muy cerca de la mía y, por esta ventana, un aposento muy iluminado donde cenaban tres jóvenes caballeros y tres muchachas, más hermosas, más alegres que todo lo que imaginarse pueda. Cantaban, reían, bebían, se besaban. A veces se pellizcaban el mentón, pero de manera muy diferente de la del señor del castillo de Sombre, quien, sin embargo, sólo venía a visitarme para eso. Además, aquellos caballeros y aquellas muchachas se iban desnudando poco a poco como yo lo hacía delante de mi espejo y, contrariamente a lo que le sucedía a mi vieja dueña, la desnudez les sentaba de verdad.
Aquí Thibaud vio que se trataba de una cena que él había dado la víspera con sus dos amigos. Pasó su brazo alrededor del talle flexible y torneado de Orlandina y la estrechó contra su pecho.
—Sí —dijo ella—, es así justamente como hacían aquellos caballeros. Todos, en verdad, parecían amarse mucho. Sin embargo, uno de ellos dijo que él sabía amar mejor que los demás. «No, soy yo quien amo mejor», «soy yo quien amo mejor», exclamaron los otros dos. «Es éste», «es aquél», decían las muchachas. Entonces, el que se había jactado de amar mejor, para probar sus palabras recurrió a un hermoso invento.
Aquí, Thibaud, recordando lo que había sucedido en la cena, no pudo sofocar la risa.
—Pues bien, hermosa Orlandina —dijo—, ¿cuál era el invento a que recurrió el joven?
—¡Ah! —replicó Orlandina—, no riáis, señor, os aseguro que era un invento muy hermoso, y yo le prestaba gran atención cuando oí que abrían la puerta. Entonces volví a desgranar mi rosario y mi dueña entró. La dueña me tomó de nuevo de la mano, sin decir una palabra, y me hizo entrar en una carroza que no estaba cerrada, como la primera, y por cuyas ventanas hubiera podido ver la ciudad, pero era noche oscura y sólo vi que íbamos lejos, muy lejos, tan lejos que atravesamos la ciudad y llegamos por fin a la campiña. Nos detuvimos en la última casa del barrio. En apariencia era una cabaña, y hasta estaba blanqueada a la cal, pero por adentro era muy bonita, como podréis ver en seguida si el negrito sabe el camino, porque veo que ha encontrado un hombre y enciende nuevamente su linterna.
Orlandina terminó aquí su historia. Thibaud, besándole la mano, dijo:
—Bella extraviada, hacedme el favor de decirme si habitáis sola en esa bonita casa.
—Completamente sola —replicó la hermosa—, con este negrito y mi gobernanta. Pero no creo que ella pueda volver esta noche. El señor que me pellizcaba el mentón me ha hecho decir que vaya con mi gobernanta a reunirme con él en casa de una de sus hermanas, pero que no había de enviarnos su carroza porque iría con ella a buscar a un sacerdote. Íbamos pues a pie. Alguien nos detuvo para decir que yo era bonita. Mi dueña, que es sorda, creyó que nos injuriaba, y le respondió de igual manera. Otras personas se llegaron hasta nosotros, mezclándose a la querella. Tuve miedo y eché a correr. El negrito corrió tras de mí, tropezó, apagóse su linterna, y fue entonces, hermoso caballero, cuando para mi dicha os encontré.
Thibaud, encantado por la ingenuidad del relato, iba a responder con alguna galantería, cuando el negrito, que ahora tenía la linterna encendida, iluminó el rostro de Thibaud. Orlandina exclamó:
—¡Qué veo! ¡Sois el mismo caballero del hermoso invento!
—Soy yo mismo —dijo Thibaud—, y os aseguro que lo que hice entonces no es nada comparado con lo que podría esperar de mí una graciosa y honesta señorita. Porque aquellas con las cuales estaba eran todo menos eso.
—Sin embargo, parecíais amar a las tres —dijo Orlandina.
—Es que no amaba a ninguna —dijo Thibaud.
Y así caminando y conversando llegaron al extremo de la ciudad y después a una cabaña aislada, junto a la campiña. El negrito abrió la puerta con una llave que colgaba de su cintura.
Por adentro, qué duda cabe, la morada estaba lejos de ser una cabaña. Había ricos aposentos con artesones de marfil y ébano; del techo colgaban arañas de muchos brazos, cuya plata era fina y maciza a la vez, y de las paredes tapicerías de Flandes, cuyos personajes parecían seres vivos. Uno de los aposentos estaba amueblado con sillones de terciopelo de Génova, guarnecido de franjas de oro, y con un lecho de muaré de Venecia. Pero nada interesaba a Thibaud, que no tenía ojos sino para Orlandina y ansiaba acabar su aventura.
El negrito vino a servir la mesa, y Thibaud advirtió que no era un niño, como creyó al principio, sino un viejo enano negro y con una cara atroz. Sin embargo, el hombrecillo traía provisiones en modo alguno feas, una fuente de oro en la cual humeaban cuatro perdices, apetitosas y bien adobadas, y bajo el brazo, un botellón de hipocrás. No bien Thibaud hubo comido y bebido, le pareció que un fuego líquido le corría por las venas. Orlandina, en cambio, comía poco y miraba mucho a su convidado, ya con una mirada tierna y candorosa, ya con ojos tan llenos de malicia que el joven estaba casi molesto. Por ultimo, el negrito vino a levantar la mesa. Entonces Orlandina tomó a Thibaud de la mano y le preguntó:
—Hermoso caballero, ¿dónde queréis que pasemos la velada?
Thibaud no supo qué responder.
—Tengo una idea —dijo entonces Orlandina—. Contemplémonos en este gran espejo, como hacía yo en el castillo de Sombre. Allí me divertía en ver hasta qué punto mi gobernanta era distinta de mí. Ahora quisiera saber si soy distinta de vos. Orlandina colocó dos sillas frente al espejo, después de lo cual deshizo la gorguera de Thibaud y le dijo:
—Tenéis el cuello más o menos como el mío, los hombros también, pero el pecho, ¡qué diferente! El año pasado, el mío se parecía al vuestro, pero este año he engordado tanto que no me reconozco ya. Quitaos el cinto, abríos el jubón. ¿Para qué todas esas agujetas?
Thibaud, fuera de sí, llevó en brazos a Orlandina al lecho de muaré negro de Venecia y se creyó el más dichoso de los hombres.
Pero muy pronto cambió de pensamiento porque sintió como garras que se hundían en su espalda.
—¡Orlandina, Orlandina! —exclamó—, ¿qué significa esto?
Orlandina no estaba más. En su lugar, Thibaud vio una aglomeración horrible de formas desconocidas y odiosas.
—No soy Orlandina —dijo el monstruo con una voz espantosa—, soy Belcebú. Thibaud quiso invocar el nombre de Jesús, pero el monstruo, que adivinó su intención, le apretó la garganta con los dientes y le impidió pronunciar ese nombre santo. Al día siguiente los campesinos que iban a vender sus legumbres al mercado de Lyon oyeron gemidos en una casucha abandonada que estaba cerca del camino y servía de muladar. Fueron a ver y encontraron a Thibaud acostado sobre una carroña. Lo alzaron y lo colocaron al través sobre sus cestas, y de tal modo lo llevaron a casa del preboste de Lyon. El desgraciado La Jacquière reconoció a su hijo.
Acostaron al joven. Muy pronto, éste pareció volver un poco en sí, y dijo con voz débil y casi ininteligible:
—Abrid a ese santo ermitaño, abrid a ese santo ermitaño.
Al principio no comprendieron. Después abrieron la puerta y vieron entrar a un venerable religioso que pidió lo dejaran solo con Thibaud. Obedecieron y cerraron la puerta tras de sí. Durante mucho tiempo escucharon las exhortaciones del ermitaño, a las cuales respondía Thibaud en alta voz:
—Sí, padre mío, me arrepiento y espero en la misericordia divina. Por último, como nada escuchaban, creyeron que debían entrar. El ermitaño había desaparecido, y Thibaud fue encontrado muerto con un crucifijo entre las manos. No bien había acabado esta historia cuando entró el cabalista y pareció querer leer en mis ojos la impresión que me había causado su lectura. La verdad es que me había causado gran impresión, pero no quise demostrárselo y me retiré a mi aposento. Allí reflexioné sobre todo lo que me había ocurrido y por poco llegué a creer que los demonios, para engañarme, habían animado los cuerpos de los ahorcados y que yo era un segundo La Jacquière. Llamaron para la cena, y el cabalista no acudió. Todos me parecieron preocupados, porque yo mismo lo estaba.
Después de la comida, volví a la terraza. Los gitanos habían tendido su campamento a cierta distancia del castillo. Las inexplicables gitanas no aparecieron. Llegó la noche, y me retiré a mi cuarto. Esperé mucho tiempo a Rebeca. Como no viniera, me dormí.
Me despertó Rebeca. Cuando abrí los ojos, la dulce israelita estaba ya sentada al borde de mi lecho y tenía una de mis manos entre las suyas.
—Valeroso Alfonso —me dijo—, ayer habéis querido sorprender a las dos gitanas, pero la verja del torrente estaba cerrada. Aquí os traigo la llave. Si hoy se acercan al castillo, os ruego las sigáis, aun a su campamento. Os aseguro que daréis gran placer a mi hermano trayéndole noticias de esas dos mujeres. Ahora debo alejarme —agregó en tono melancólico—. Así lo quiere mi suerte, mi extraña suerte. ¡Ah, padre mío, por qué no me habréis deparado el destino de todos! Habría sabido amar en la realidad, y no a través de un espejo.
—¿Qué queréis decir con a través de un espejo?
—Nada, nada —replicó Rebeca—. Lo sabréis un día. Adiós, adiós.
La judía se alejó muy conmovida, y no pude menos de pensar que le sería difícil conservarse pura para los gemelos celestes cuya esposa debería ser, según me dijo su hermano.
Salí a la terraza. Los gitanos estaban aún más lejos que la víspera. Cogí un libro de la biblioteca, pero leí poco. Estaba distraído y preocupado. Por fin nos sentamos a la mesa. La conversación giró como de costumbre en torno a los espíritus, los espectros y los vampiros. Nuestro huésped dijo que la antigüedad tenía una idea confusa de las empusas, las larvas y las lamias, pero que a pesar de todo los cabalistas antiguos no eran inferiores a los modernos, aunque se los llamara filósofos, título que compartían con muchas personas que no tenían ningún conocimiento de las ciencias herméticas. El ermitaño habló de Simón el Mago, pero Uzeda sostuvo que Apolonio de Tiana debía ser considerado como el más grande cabalista de aquel tiempo, puesto que había adquirido un imperio extraordinario sobre todos los seres del mundo pandemoníaco. Entonces, levantándose de la mesa, fue a buscar un Filostrato de la edición de Morel, de 1608, echó una mirada al texto griego y después, al parecer sin el menor esfuerzo, fue leyendo en español lo que paso a contar.
Había en Corinto un licio llamado Menipo. Tenía veinticinco años, era espiritual y gallardo. Se contaba en la ciudad que era amado por una extranjera, mujer hermosa y rica, y que había conocido por casualidad. La había encontrado en el camino que lleva a Kenchrea. Ella lo abordó de una manera encantadora y le dijo:
—Oh Menipo, os amo desde hace mucho tiempo. Soy fenicia y vivo en el extremo del barrio de Corinto más cercano. Si venís a mi casa, me oiréis cantar. Beberéis un vino como no habréis bebido jamás. No habréis de temer a ningún rival, y hallaréis en mí tanta fidelidad como probidad hay en vos.
El joven, que era sabio y prudente, no pudo resistir a esas hermosas palabras, proferidas por labios hermosos, y se apegó a su nueva amante.
Cuando Apolonio vio a Menipo por primera vez, lo miró con los ojos de un escultor que observase a un modelo para hacer un busto. Después le dijo:
—Oh hermoso joven, acariciáis a una serpiente y una serpiente os acaricia. A Menipo lo sorprendió la frase, pero Apolonio agregó:
—Sois amado por una mujer que no puede ser vuestra esposa. ¿Creéis que ella os ama?
—Ciertamente —dijo el joven—. Me ama mucho.
—¿Os casaréis con ella?
—Me sería muy dulce —dijo el joven— casarme con la mujer que amo.
—¿Cuándo será la boda? —dijo Apolonio.
—Quizá mañana —replicó el joven.
Apolonio se hizo decir la hora del festín, y al día siguiente, cuando los convidados ya estaban reunidos, entró en la sala y dijo:
—¿Dónde está la hermosa que da este festín? Menipo respondió:
—No está lejos.
Después se levantó, un poco avergonzado. Apolonio continuó en estos términos:
—Este oro, esta plata y los demás adornos de esta sala, ¿son vuestros o de esta mujer?
Menipo respondió:
—Son de ella. Yo no poseo otra cosa que mi manto de filósofo.
Entonces Apolonio dijo:
—¿Habéis visto los jardines de Tántalo que son y no son?
Los convidados respondieron:
—Los hemos visto en Homero, porque no hemos descendido a los infiernos. Entonces Apolonio les dijo:
—Todo lo que veis aquí es como esos jardines. Todo no es más que apariencia, sin ninguna realidad. Y para que reconozcáis la verdad de lo que digo, sabed que esa mujer es una de esas empusas, que se llaman comúnmente larvas o lamias. No están ávidas de los placeres del amor, sino de la carne humana. Y atraen con el anzuelo del placer a los que ellas quieren devorar.
La pretendida fenicia dijo entonces:
—Tratad de hablar mejor.
Y, mostrándose un poco irritada, declamó contra los filósofos y los llamó insensatos. Pero como Apolonio le contestara, la vajilla de oro y de plata desapareció. También desaparecieron los escanciadores, los cocineros. Entonces la empusa simuló llorar y rogó a Apolonio que no la atormentara. Pero como éste la acosara sin tregua, confesó por fin lo que era: había saciado de placeres a Menipo para devorarlo después, y le gustaba comer a los jóvenes porque su sangre le hacía mucho bien.