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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (19 page)

BOOK: Madre Noche
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Fue así como Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, podía alternar la música clásica con las llamadas a los cargadores de muertos, allá en los altavoces del campo de exterminio...

Fue así como la Alemania nazi pudo pasar por alto la diferencia entre civilización e hidrofobia...

Y esto es lo único que puedo decir para explicar las legiones, las naciones de lunáticos que he visto durante mi vida. Y para mí, intentar una explicación tan mecánica tal vez sea el reflejo del padre que tuve. Cuando me detengo a pensar en ello, cosa que ocurre pocas veces, recuerdo que soy, después de todo, el hijo de un ingeniero.

Como no existe nadie que me alabe, me alabaré yo mismo: diré que jamás he destruido un solo diente en mi máquina de pensar, sea lo que ésta sea. Hay dientes perdidos. Dios lo sabe. Nací sin algunas de esos dientes y nunca me crecerán. Y los cambios sin embrague de la historia me han hecho saltar otros dientes.

Pero nunca he destruido a sabiendas un solo diente del engranaje de mi máquina de pensar. Nunca me he dicho a mí mismo: «Puedo prescindir de este hecho».

¡Howard W. Campbell, Jr., se elogia a sí mismo! ¡Todavía queda vida en el muchacho!

Y, mientras hay vida...

Hay vida.

39. Resi Noth hace mutis por el foro

—Mi único pesar —dijo el doctor Jones al jefe de los federales, allí mismo, en la escalera del sótano— es que sólo tengo una vida para ofrendar a mi país.

—Ya veremos si podemos encontrarle otros pesares —dijo el jefe.

Entonces la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana salió tumultuosamente del cuarto de la- caldera. Algunos de los guardias estaban histéricos. La paranoia inculcada por sus padres durante tantos años había dado su fruto de improviso. ¡Esto era la persecución!

Un jovenzuelo tomó el asta de una bandera estadounidense. La hizo ondear de un lado a otro, golpeando el águila de la punta del asta contra las cañerías de la calefacción.

—¡Esta es la bandera de nuestra patria! —gritó.

—Ya lo sabemos —dijo el jefe de los federales—. ¡Quítenle esa bandera!

—¡Este día hará historia! —anunció Jones.

—Todos los días hacen historia. Bueno... ¿dónde está el hombre que se hace llamar George Kraft?

Kraft levantó la mano. Lo hizo casi con alegría.

—¿Es ésa la bandera de
su
patria también? —le preguntó el jefe con sarcasmo.

—Tendré que mirarla más de cerca —dijo Kraft.

—¿Cómo se siente uno cuando una carrera tan larga y distinguida como la suya llega a su fin?

—Toda carrera tiene un fin. Es algo que he sabido desde hace mucho tiempo —le contestó Kraft.

—A lo mejor, hasta hacen una película de su vida.

Kraft sonrió:

—Tal vez. Quisiera que me pagaran bastante dinero por los derechos.

—Claro que sólo hay un actor que podría representar el papel de protagonista. Y será difícil contratarlo.

—¿Sí? —dijo Kraft—. ¿Y quién es?

—Charlie Chaplin. ¿Qué otro podría interpretar a un espía que estuvo borracho como una cuba desde 1941 hasta 1948? ¿Qué otro podría interpretar el papel de un espía ruso que tejió una red de espionaje compuesta exclusivamente de agentes norteamericanos?

Los buenos modales de Kraft se fueron al suelo, revelándolo como un pálido y arrugado anciano.

—¡Eso no es cierto! —gritó.

—Pregunte a sus superiores, si no me cree.

—¿Lo saben? —preguntó Kraft.

—Se dieron cuenta al final. Usted iba a regresar a su patria para recibir una bala en el pescuezo.

—¿Por qué me han salvado ustedes?

—Llámelo sentimentalismo —respondió el jefe.

Kraft pensó en su situación y la esquizofrenia lo rescató de ella limpiamente:

—Nada de esto me concierne, en realidad.

Sus buenos modales habían vuelto.

—¿Por qué no? —se interesó el federal.

—Porque soy pintor. Eso es lo que soy por encima de todo.

—Entonces, asegúrese de llevar sus pinturas a la cárcel.

El jefe dirigió su atención a Resi:

—Usted es Resi Noth, desde luego.

—Sí.

—¿Ha disfrutado de su pequeña estancia en nuestro país?

—¿Qué se supone que debo contestar?

—Lo que quiera. Si tiene alguna queja, la haré llegar a las autoridades correspondientes. Estamos procurando incrementar la corriente turística de Europa a nuestro país.

—Dice cosas muy cómicas —contestó Resi, sin el más leve asomo de sonrisa—. Me apena no poder responderle de la misma vena. No es un momento cómico para mí.

—Siento oírle decir eso —dijo el jefe de los federales, en tono ligero.

—No lo sienta: yo soy la única persona que debe lamentarse de algo. Lamento no tener por qué vivir. Todo lo que tengo es amor por un hombre, pero ese hombre ya no me quiere. Está tan gastado que ya no puede amar a nadie. No queda en él más que la curiosidad y un par de ojos. Por eso no puedo decir nada gracioso; pero puedo mostrarle algo interesante.

Resi pareció tocarse el labio con un dedo. Lo que realmente hizo fue meterse en la boca una cápsula de cianuro.

—Le mostraré a una mujer que muere por amor —dijo.

Y Resi Noth cayó muerta en mis brazos.

40. Otra vez la libertad

Me arrestaron junto con todos los demás. Una hora después me encontré en libertad, gracias —supongo— a la intercesión de mi Hada Madrina Azul. El lugar donde me detuvieron tan brevemente fue una oficina sin nombre, situada en el Empire State.

Un agente me acompañó en el ascensor hasta la acera, devolviéndome a la corriente de la vida. Quizá llegué a dar cincuenta pasos por la acera, cuando me detuve.

Me quedé helado.

No fue el sentido de culpabilidad lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no sentirme culpable jamás.

Tampoco fue un horrible sentido de pérdida lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no desear nada.

Tampoco me heló el miedo a la muerte. Me había enseñado a mí mismo a pensar en ella como en un amigo.

Tampoco la rabia desconsoladora contra la injusticia. Me había enseñado a mí mismo que un ser humano encontrará con más facilidad tiaras de diamantes en las cloacas que recompensas y castigos justos.

Tampoco el pensamiento de que nadie me amaba.

Me había enseñado a mí mismo a arreglármelas sin amor.

Tampoco el pensar que Dios era cruel. Me había enseñado a mí mismo a no esperar jamás nada de El.

Lo que me dejó helado fue el hecho de que no tenía ningún motivo para moverme en una u otra dirección. Lo que me había impulsado a actuar durante tantos años muertos y vacíos había sido la curiosidad.

Y ahora, inclusive eso se había extinguido.

No sé decir cuánto tiempo estuve allí, helado. Si iba a moverme otra vez, alguien tendría que ofrecerme una buena razón para hacerlo.

Y alguien lo hizo.

Un policía me observó durante un rato. Luego se me acercó y me dijo:

—¿Está bien?

—Sí.

—Ha estado ahí quieto mucho tiempo.

—Lo sé.

—¿Espera a alguien?

—No.

—Entonces es mejor que siga su camino, ¿no le parece? —dijo.

—Sí, señor —dije.

Y
seguí mi camino.

41. Substancias químicas

Desde el Empire State caminé hacia el Village. Hice a pie todo el camino hasta mi viejo hogar, hasta el antiguo hogar que había sido mío, de Resi, de Kraft.

Fumé tantos cigarrillos durante el camino que pensé que me había convertido en una luciérnaga.

Me topé con muchas luciérnagas como yo. A veces yo daba la primera señal, alegre y roja; otras veces, eran ellos. Y a mis espaldas se perdía cada vez más el rugido de valvas marinas y la aurora boreal del corazón de la ciudad.

Era tarde. Empecé a distinguir señales de las luciérnagas atrapadas en los pisos altos de los edificios. En algún lugar se quejaba una sirena.

Cuando por fin llegué a mi edificio, a mi casa, todas las ventanas estaban a obscuras, salvo una, en el segundo piso: una ventana del apartamento del joven médico Abraham Epstein.

También él era una luciérnaga.

Encendió la luz; encendí la mía para responderle.

En algún punto se ponía en marcha una moto; sonaba como una ristra de petardos.

Un gato negra se me cruzó ante la puerta del edificio...

—¿Ralph? —pareció decir.

El vestíbulo del edificio también estaba oscuro. La luz del techo no obedecía al interruptor. Encendí una cerilla. Vi que habían violado los buzones de correspondencia.

A la oscilante luz del fósforo, entre los informes objetos cercanos, las puertas torcidas y abiertas de los buzones parecían las puertas de las celdas de una prisión en una ciudad en llamas.

Mi fósforo atrajo al vigilante. Era joven y solitario.

—¿Qué hace aquí? —preguntó.

—Vivo aquí. Esta es mi casa.

—¿Tiene documentos?

Así es como le di algo que me identificaba: le dije que vivía en la buhardilla.

—Usted es la causa de todo este lío —dijo.

No me lo reprochaba. Simplemente parecía interesado.

—Si usted lo dice...

—Me sorprende que haya vuelto.

—Me iré otra vez.

—No le puedo ordenar que se vaya. Sólo que me sorprende que haya vuelto.

—¿Puedo subir, entonces?

—Es su casa —dijo—. Nadie puede impedirle que entre.

—Gracias.

—No me dé las gracias. Es un país libre y a todo el mundo se lo protege exactamente igual.

Lo dijo en tono agradable. Me daba lecciones de civismo.

—Así es como se gobierna un país —comenté.

—Todavía no sé si usted se burla o no, pero es la verdad.

—No me burlo. Le juro que no.

Este sencillo juramento pareció contentarlo.

—A mi padre lo mataron en Iwo Jima —dijo.

—Lo siento.

—Supongo que en ambos bandos murió gente buena.

—Creo que sí —dije.

—¿Cree que habrá otra?

—¿Otra qué? —pregunté.

—Otra guerra.

—Sí...

—También yo. ¿No es infernal eso?

—Ha encontrado la palabra exacta —dije.

—¿Qué puede hacer uno?

—Cada uno hace lo poco que puede. Y eso es todo.

Suspiró hondamente.

—Los pocos se suman. Y la gente no se da cuenta. ¿Qué habrá que hacer?

Sacudió la cabeza.

—Obedecer las leyes —dije.

—Ni siquiera quieren hacer eso; por lo menos, la mitad de ellos... Las cosas que uno tiene que ver... Las cosas que la gente me dice. A veces eso me descorazona.

—A todos nos pasa lo mismo, de cuando en cuando.

—Pienso que, en parte, se debe a la química —dijo.

—¿Qué?

—Eso de sentirse triste. ¿No es eso que ahora están investigando? Eso de que la depresión se debe a las substancias químicas.

—No lo sé —dije.

—Eso es lo que leí. Es una de las cosas que ahora están a punto de descubrir.

—Muy interesante.

—Le dan a un hombre ciertas substancias químicas, y se vuelve loco. Es una de las cosas con las que están experimentando. Quizá todo se deba a las substancias químicas.

—Es muy posible —dije.

—Quizá sean las diferentes substancias químicas que comen los diferentes países las que hacen que la gente actúe de manera diferente en diferentes momentos.

—Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—¿Por qué, si no, iba la gente a cambiar tanto? Mi hermano estuvo en el Japón, y decía que los japoneses eran la gente mejor que él había tratado... ¡Y fue un japonés el que mató a nuestro padre! Piense en eso un momento.

—Es cierto —dije.

—Tienen
que ser las substancias químicas, ¿verdad?

—Entiendo lo que usted quiere decir.

—Seguro. Piense en ello un poco más.

—De acuerdo —dije.

—Yo pienso en las substancias químicas todo el tiempo. A veces pienso que volveré al colegio para aprender todas las cosas que han descubierto hasta ahora acerca de las substancias químicas.

—Me parece que sería una buena idea —dije.

—Quizá cuando descubran algo más sobre las substancias químicas, ya no habrá policías ni guerras ni manicomios ni divorcios ni borrachos ni delincuencia juvenil ni prostitutas ni nada de eso.

—Será hermoso —dije.

—Es posible.

—Desde luego.

—Tal como andan las cosas, todo es posible hoy por hoy. Si se dedican a ello, si consiguen los fondos y la gente más capaz e inteligente y la ponen a trabajar... Un programa sensacional.

—Me parece formidable —dije.

—Fíjese cómo algunas mujeres se vuelven locas una vez por mes. Ciertas substancias químicas se descontrolan y las mujeres no pueden evitar actuar de esa manera. En ocasiones, una determinada sustancia química se descontrola después de que una mujer ha dado a luz, y va y mata al chico. Eso sucedió aquí, la semana pasada, justo cuatro puertas más abajo.

—¡Qué horrible! No me había enterado...

—La cosa más antinatural en una mujer es que mate a su propio hijo; pero ésa lo hizo —dijo—. Ciertas substancias químicas en la sangre la empujaron a hacerlo, aunque ella no quería hacerlo de ninguna manera...

—Hum...

—Uno se pregunta qué es lo que anda mal en el mundo... —dijo—. Y bueno, ahí hay una pista.

42. Sin paloma y sin pacto

Subí a mi buhardilla ratonera por el caracol de yeso y roble.

En el pasado, la columna de aire encerrada en el hueco de la escalera contenía una melancólica carga de polvo de carbón, tufo a comidas y exudado de cañerías. Ahora ese aire corría frío y cortante. Habían roto todas las ventanas de mi casa. Todos los cálidos gases de antaño habían escapado por el hueco de la escalera y por las ventanas, como arrastrados por un extractor.

El aire estaba limpio. Me era familiar esa sensación de un viejo edificio con olor a rancio súbitamente aireado; de una atmósfera corrupta abierta de golpe por un bisturí de aire desinfectado. Había percibido el fenómeno con frecuencia, en Berlín. Helga y yo sufrimos dos bombardeos. En ambas ocasiones, encontramos una escalera para escapar.

Una vez, corrimos escaleras arriba hasta un departamento sin techo y sin ventanas; un hogar mágicamente preservado del bombardeo, salvo por esos detalles. La otra vez, bajamos la escalera hasta poder respirar aire fresco, dos pisos más abajo de donde había estado nuestro hogar.

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