»Al parecer el Almanaque describe un ciclo de mundos, y uno de ellos es Tanjecterly.
»Hipólito, el Mago, tuvo el Almanaque, y al parecer enseñó a su aprendiz Visbhume a usarlo; cuando Hipólito desapareció, y presuntamente murió, Visbhume se apropió del Almanaque.
—Sé algo acerca de Visbhume —intervino Aillas—. Según todos los informes, es una persona extraña y desagradable, y trabaja al servicio de Casmir. Vino hace un tiempo a Troicinet, e hizo preguntas acerca de Dhrun a Ehirme y su familia, quienes por lo visto le dieron ciertas pistas acerca de las circunstancias del nacimiento de Dhrun, sobre el cual el rey Casmir todavía no sabe nada.
—Tal vez eso justifique los actos de Visbhume —dijo Shimrod—. Ha capturado a Glyneth para averiguar todo lo posible acerca de ello.
—¡Que nos devuelva a Glyneth! —exclamó Dhrun—. ¡Yo le diré lo que quiere saber y aún más!
Aillas habló apretando los dientes:
—Muéstrame la entrada de Tanjecterly. Si la ha tocado siquiera, le romperé todos los huesos.
—En efecto —dijo Shimrod con una triste sonrisa—. Murgen piensa que Tamurello es responsable, y éste espera que todos los que aman a Glyneth se arrojen irreflexivamente en Tanjecterly, y allí se pierdan para siempre. Murgen ha prohibido tales actos.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Dhrun.
—Nada, hasta que recibamos noticias de Murgen.
Por la mañana Dhrun los guió, por el corazón del Bosque Salvaje, a la choza de leñador hasta donde los perros habían seguido los rastros de Glyneth. La solitaria choza se erguía en un pequeño claro, y parecía desierta.
Aillas iba a entrar cuando un grito de alarma lo detuvo:
—¡Alto, Aillas! ¡Retrocede! Si en algo aprecias tu vida, no entres en esa choza.
Murgen apareció. Había adoptado la apariencia de un alto leñador de cabello blanco y tupido.
—Cuando seguiste el rastro de Glyneth hasta aquí —le preguntó a Dhrun—, ¿entraste en la choza?
—No, señor. Los perros se detuvieron en el umbral y actuaron de forma extraña. Miré por la entrada y vi que la choza estaba vacía. El lugar me resultó perturbador y me alejé.
—Bien hecho. ¿Veis ese fulgor áureo alrededor de la puerta? Es casi invisible en la luz. Indica el camino a Tanjecterly, y todavía está abierto. Si queréis darle una gran alegría al rey Casmir, atravesad el umbral.
—¿Puedo llamar a través de la puerta? —preguntó Aillas.
—¡Llama! Tu voz no puede hacer daño.
Aillas se acercó a la puerta y llamó a través de la abertura.
—¡Glyneth! ¡Soy Aillas! ¿Me oyes?
Le respondió un silencio profundo. Aillas se alejó cabizbajo. Murgen trazó una marca en la hierba delante de la choza, abarcando unos cinco metros cuadrados. Con gran cuidado trazó otras marcas dentro del perímetro y retrocedió. Extrajo de su talego una cajita de cinabrio rojo y arrojó el contenido en el cuadrado.
Un denso vapor blanco llenó el interior del cuadrado y se disipó con una explosión suave, revelando una estructura de piedra gris. El único medio de acceso era una alta puerta de hierro negro adornada con un artesonado que mostraba el Árbol de la Vida.
Murgen fue a la puerta, la abrió de par en par y llamó a los demás.
—¡Venid!
Aillas, al atravesar el umbral, tuvo una asombrosa sensación de familiaridad, como si ya hubiera recorrido antes este camino. Shimrod sabía exactamente dónde estaban: la entrada del gran salón de Swer Smod.
—Venid —indicó Murgen—. Hay razones para darse prisa. Los diez mundos se deslizan y se desplazan. El pasaje de Visbhume parece firme, pero quién sabe cuándo cederá. Como no podemos atravesarlo, necesitamos un agente apropiado. He realizado los estudios necesarios; ahora, la síntesis. Acompañadme a mi taller.
Murgen los condujo hasta una cámara amueblada con anaqueles, armarios y mesas cargadas de máquinas extravagantes. Las ventanas del este daban a las colinas del Teach tac Teach. Más allá se extendía el oscuro Bosque de Tantrevalles.
Murgen señaló un banco.
—Sentaos, por favor… Mirad este armario. Me ha costado grandes trabajos y esfuerzos en lugares horribles. Aun así, lo que ha de ser, es. El armario reluce con una luz verde amarillenta; está hecho de la materia de Tanjecterly. La criatura que hay dentro es un joven syaspic feroce de las Montañas Díade de Tanjecterly. Ahora es un simple esquema; cuando lo active, también manifestará la substancia de Tanjecterly y formará el esqueleto de nuestra construcción. También tiene otras virtudes: es fuerte, atento, ágil y astuto. Es inmune al miedo, y leal hasta la muerte. Sus defectos son la otra cara de la misma moneda: es salvaje y se conviene en un monstruo destructivo cuando lo provocan, y a veces incluso cuando no lo provocan. También es presa de imprevisibles frivolidades que impulsan a su especie a expediciones de quince mil kilómetros para comer determinada fruta. Así es en esencia nuestro agente.
Aillas dirigió una mirada dubitativa a la criatura. Tenía casi dos metros de altura y una tosca forma humanoide: cabeza voluminosa sobre hombros macizos, brazos largos, manos con garras y púas en los nudillos. Una pelambrera negra le cubría el cuero cabelludo, le formaba una franja en la espalda y le rodeaba la zona pélvica. Los rasgos eran gruesos y toscos: frente baja, nariz corta, boca gruesa, ojos dorados y sesgados entre prominencias cartilaginosas.
—Esta no es la bestia propiamente dicha —continuó Murgen—, que no nos serviría de nada, sino sus principios de construcción, los cuales definen su naturaleza. Anoche busqué a través de cien mundos y un millón de años de tiempo. Todavía no estoy satisfecho, pero en tan corto tiempo no puedo encontrar nada mejor —cerró el armario que contenía al syaspic feroce y abrió otro que contenía el simulacro de un joven fuerte que llevaba pantalones de cuero con una hebilla en el cinturón—. Esta criatura nos parece un hombre porque nuestro cerebro realiza tal interpretación; es innecesario pensar de otra manera. Vive entre las lejanas lunas de Achernar, y está acostumbrada a los terrores más extremos y al acecho constante de la muerte. Sobrevive porque es implacable e inteligente; se llama Kul el Asesino. Se presenta a nuestros ojos y nuestro cerebro como un joven apuesto y esbelto, y utilizaremos esta imagen cuando lo unamos con el feroce, operación que efectuaremos ahora.
Murgen unió los dos armarios. Luego cogió lo que parecía ser una hoja de papel dividida en pautas y la colocó sobre un conjunto de pautas similares. Trabajó por un momento con casilleros, armarios y máquinas.
—¡Ahora! —dijo Murgen— La síntesis se ha llevado a cabo. Llamaremos Kul al producto. Observemos.
Murgen abrió la puerta del armario y vieron un nuevo ser con atributos de los dos seres originarios. La cabeza giraba sobre un cuello corto y grueso; el rostro tenía rasgos menos brutales; los brazos, manos, piernas y pies eran más humanos. Kul llevaba sus pantalones cortos de cuero, mientras que la pelambrera negra sólo le cubría el cuero cabelludo, el cuello y parte de la espalda.
—Kul todavía no está vivo —explicó Murgen—, y necesita aún otro componente: dirección, plena inteligencia y contacto simpático con nuestra humanidad. Cualquiera de vosotros puede aportar estas cualidades. Los tres, cada cual a su modo, amáis a Glyneth. Shimrod, te considero el menos apropiado. Dhrun, gustosamente darías la vida por Glyneth, pero la cualidad que busco está en Aillas.
—Te daré lo que necesites.
Murgen miró a Aillas.
—Ello te comportará incomodidad y debilidad, pues debes invertir la fuerza de tu espíritu y una buena cantidad de tu roja y humana sangre en esta criatura. Kul no te conocerá, pero sus virtudes humanas, si tales conceptos son apropiados, serán las tuyas —Murgen ladeó la cabeza—. Shimrod, Dhrun, esperad fuera.
Dhrun y Shimrod salieron del taller. Transcurrió una hora hasta que salió Murgen.
—He enviado a Aillas a Watershade. Me dio de sí mismo más de lo que yo esperaba y está débil. Dejadlo descansar. Dentro de una semana se habrá recuperado.
—¿Y qué ocurrirá con la criatura Kul?
—Le he dado instrucciones, y ya ha atravesado el umbral de Tanjecterly. Venid. Veamos qué noticias nos envía.
Los tres regresaron por el vestíbulo al claro del Bosque Salvaje. Murgen hizo desaparecer la gris estructura de piedra; los tres se acercaron a la choza.
Una botella negra voló por la puerta y aterrizó a sus pies. Murgen extrajo un mensaje:
No encuentro a Glyneth ni a Visbhume. He interrogado a una persona que presenció lo ocurrido. Glyneth escapó de Visbhume, y éste la persiguió. El rastro es claro. Los seguiré.
En una clara mañana de verano, Glyneth se levantó con el alba. Se lavó la cara y se peinó el cabello, que le había crecido hasta colgar en oscuros y dorados rizos. Era un hermoso cabello, según le habían dicho: lleno de reflejos y destellos, aunque tal vez un poco más largo de lo conveniente, pues el viento acostumbraba a enredarlo, de modo que requería mucha atención para mantenerlo pulcro. ¿Cortar o no cortar? Glyneth reflexionó atentamente. Los galanes de la corte le habían asegurado que el cabello le enmarcaba el rostro de forma atractiva. Pero la única persona cuya opinión le importaba de veras no parecía advertir si llevaba el pelo largo o corto.
—Aja —se dijo Glyneth—. Pronto pondremos fin a estas tonterías, pues ahora creo saber qué debo hacer.
En esa brillante mañana desayunó potaje con un huevo duro y un vaso de leche fresca. Tenía todo el día por delante. Al día siguiente, Dhrun llegaría para pasar allí el verano; aquél era su último día a solas.
Glyneth pensó en cabalgar hasta la aldea, pero el día anterior, cuando iba a la Mansión del Roble Negro a visitar a su amiga Alicia, un extraño sujeto que guiaba un carro le había pedido que se detuviera para hacerle las más sorprendentes preguntas.
Glyneth había admitido cortésmente su identidad. Sí, conocía muy bien al príncipe Dhrun; nadie lo conocía mejor. ¿Era verdad que Dhrun había vivido un tiempo en un shee de hadas? En ese punto Glyneth había interrumpido la conversación.
—Mis conocimientos personales no me permiten afirmarlo con certeza. ¿Por qué no interrogas al rey Aillas en la corte si de veras te interesa el tema? Allí sabrías cuáles datos son reales y cuáles son ociosa especulación.
—¡Buen consejo! ¡Hoy es un buen día para andar a caballo! ¿Vas muy lejos?
—Voy a visitar a unos amigos —respondió Glyneth—. ¡Que tengas un buen día!
Glyneth decidió que esa mañana no quería tener otro encuentro con el extraño caballero —daba la impresión de que la había estado esperando— y resolvió internarse en el bosque.
Cogió el cesto, besó a Flora y prometió regresar a tiempo para comer en el almuerzo las bayas que planeaba recoger. Después de despedirse, enfiló hacia el Bosque Salvaje.
Ese día el bosque estaba espléndido. El follaje relucía con mil matices de verde a la luz del sol, y una brisa del lago murmuraba agradablemente al pasar.
Glyneth conocía un lugar donde las fresas silvestres crecían en abundancia, pero mientras andaba por el sendero, una bellísima mariposa le llamó la atención. Revoloteó ante ella con alas anaranjadas, negras y rojas de seis pulgadas de longitud y forma poco corriente. Glyneth apuró el paso esperando que la mariposa se posara para examinarla a gusto, pero la mariposa voló más deprisa, entró en un claro y se metió en una choza.
Qué extraño, pensó Glyneth. ¡Vaya mariposa tonta! Miró a través de la puerta y le pareció ver un extraño fulgor amarillo verdoso, pero no le prestó atención. Entró en la choza y miró a su alrededor, pero la mariposa se había ido. En una vieja mesa había un pergamino. Glyneth leyó:
Tal vez estés sorprendida, pero todo está bien, y todo estará, bien. Tu buen amigo Visbhume te ayudará y va a traerte una gran dicha, ¡Una vez más, no sientas temor! Confía en el noble caballero Visbhume, y haz lo que él dice.
Qué raro, pensó Glyneth. ¿Por qué iba a estar sorprendida? ¿Y por qué debía confiar en Visbhume y hacer lo que él decía? Pero sin duda había algo extraño en el aire. Primero la mariposa, luego la singular luz que ahora impregnaba el cuarto. ¡Había magia en el aire! Glyneth se había hartado de la magia y ya no quería saber nada de ella. Se volvió hacia la puerta; al cuerno con la mariposa y las bayas. Sólo quería estar de vuelta en Watershade cuanto antes.
Salió de la choza, pero ¿dónde estaba el bosque? La rodeaba un extraño paisaje. ¿Dónde se encontraba?
Dos soles colgaban en el cénit de un día gris como el brezo, girando uno alrededor del otro: uno verde, otro amarillo limón. Hierbas cortas y azules crecían en una ladera que descendía hasta un río lento y suave, que serpeaba en una ancha planicie. Sobre el horizonte un objeto semejante a una luna negra colgaba en el cielo, y el mero aspecto del objeto le causó a Glyneth un espasmo de miedo irracional, y aun de horror. Sintiendo un creciente temor, Glyneth se volvió hacia otra parte.
Más allá del río, colinas bajas y valles ondulaban en majestuosa y rítmica sucesión. Lejos, a la izquierda, una estribación de montañas negras y amarillentas se perdía en el horizonte. Más cerca, junto a las márgenes del río, crecían árboles de copa casi esférica, de color rojo oscuro, azul o verde azulado. A orillas del río, un hombre bajo se encorvaba para cavar en el lodo con una pala. Llevaba un chaquetón pardo, y un sombrero de alas anchas le ocultaba los rasgos. A cien metros, un bote cabeceaba junto a un tosco embarcadero.
Escrutando la campiña, Glyneth no pudo sino maravillarse ante el brillo y la claridad de los colores. ¡No eran los colores de la Tierra! ¿Adonde había ido? A sus espaldas oyó un carraspeo. Glyneth dio media vuelta. En un banco, junto a la choza, estaba sentado el extraño hombre que le había hablado el día anterior. Lo miró con una mezcla de asombro y consternación.
Visbhume se levantó e hizo una reverencia. No llevaba manto ni capa, sólo una holgada camisa de seda negra con mangas flojas y largas que le llegaban casi hasta los dedos; el cuello estaba sujeto con una cinta de seda negra y roja. También lucía holgados pantalones de seda negra que llegaban al suelo y apenas tapaban unas pantuflas negras largas y estrechas.
—¿No nos hemos visto antes? —preguntó Visbhume con refinado acento.
—Conversamos ayer en la carretera —respondió Glyneth. Luego, con voz trémula de esperanza, preguntó—: ¿Puedes indicarme cómo regresar al bosque? Me esperan en casa para almorzar.