Lyonesse - 2 - La perla verde (26 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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Bodwy se volvió hacia Loftus extendiendo el brazo.

—He aquí mi mano.

El rígido Loftus, todavía humillado, olvidó de pronto todo lo que había ocurrido. En un impulso de generosidad tan cálido como el de Bodwy, estrechó con fuerza la mano que se le ofrecía.

—Jamás faltaré a mi promesa. Espero que seamos buenos amigos y vecinos.

2

Aillas acababa de regresar a Doun Darric cuando sus presagios se cumplieron plenamente, y los problemas anteriores de pronto parecieron triviales.

Durante mucho tiempo había esperado un indicio de hostilidad ska hacia su gobierno, al menos un par de escaramuzas, para probar su temple. Los ska no se limitaron a un indicio, sino que le propinaron un golpe duro y brutal, un desafío que le permitía sólo dos respuestas: podía olvidar, poniéndose en ridículo y perdiendo prestigio, o arriesgarse a luchar, sumiéndose en un conflicto para el cual aún no estaba preparado.

La acción de los ska no se podía considerar una sorpresa. Aillas conocía íntimamente a los ska; se consideraban en guerra con el resto del mundo, y aprovechaban cualquier oportunidad para extender su poder. Como Ulflandia del Sur se fortalecería bajo el gobierno del rey Aillas, su reinado debía terminar. Como primer paso, con un mínimo desgaste de fuerzas y vidas, los ska tomaron la ciudad de Suarach, en la margen sur del río Werling, cerca de la frontera entre ambas Ulflandias.

Hasta el momento habían dejado Suarach en paz, para que sirviera como zona neutral donde poder comerciar con el mundo exterior. Las fortificaciones de la ciudad estaban destruidas desde tiempo atrás; Aillas, puesto que carecía de fondos y tropas para una guarnición adecuada, había dejado Suarach indefensa, con la esperanza de que los ska siguieran considerándola zona neutral.

Sin embargo, los ska atacaron de golpe, para que no hubiera confusión respecto de su política hacia Ulflandia del Sur; entraron en Suarach con cuatro regimientos de jinetes e infantes y tomaron la ciudad sin encontrar ninguna resistencia.

Inmediatamente después formaron cuadrillas de obreros con habitantes de la ciudad y, trabajando con la feroz intensidad típica de toda su conducta, repararon las fortificaciones. Suarach se convirtió en un desafío para Aillas y la dignidad de su mandato, y no podía ignorarlo sin una deplorable reducción de su prestigio.

Aillas se encerró dos días en su cuartel general de Doun Darric, evaluando sus alternativas. Un contraataque inmediato para recuperar Suarach mediante un asalto frontal parecía la opción menos viable. Los ska tenían líneas de comunicación cortas; sus soldados eran superiores a las inexpertas tropas ulflandesas en todas las categorías militares: adiestramiento, disciplina, liderazgo, armamento. Existía además la certeza casi religiosa de que los ska eran invencibles. Aillas consideraba que las tropas troicinas estaban más cerca de los ska, pero aun así no eran comparables en mera capacidad de combate.

Aillas, a solas en la casa que oficiaba de cuartel general en Doun Darric, contemplaba la lluvia que barría el brezal: un espectáculo desolador, aunque no más sombrío que el difícil trance a que se enfrentaba. Si comprometía tropas, naves y provisiones de Troicinet en cantidad suficiente para derrotar a los ska, no sólo corría el riesgo de suscitar una mala opinión en su patria, sino que se arriesgaba a una súbita embestida del rey Casmir de Lyonesse (quien se alegraría de sorprender a Aillas atrapado en una desesperada guerra contra los ska)
[15]
.

En este momento, la atención de cada barón, caballero y señor de Ulflandia del Sur se concentraba en él. Si no devolvía el golpe, perdería su credibilidad como rey y se convertiría en otro Oriante, incapaz de hacer frente a la fuerza de los ska.

Aillas, mirando por la ventana el brezal azotado por la lluvia, llegó a una decisión, que en realidad era menos un plan de acción que la enumeración de las reacciones que no debía tener: no atacaría Suarach, no pediría refuerzos a Troicinet, excepto naves para asediar los barcos ska, y no volvería la espalda a la situación como si nada hubiera pasado. ¿Qué quedaba entonces? Sólo las clásicas armas del pobre: destreza y astucia.

¿Qué ocurría con Ulflandia del Norte? Los ska la asolaban a gusto, usando la región como una franja salvaje que a su tiempo ocuparían. Ahora explotaban sus recursos madereros y minerales, y reclutaban a los desperdigados habitantes forzándolos a trabajar en sus cuadrillas. Habían expulsado a todos los ulflandeses de la franja costera conocida como Costa Norte, y los habían reemplazado por ska que no sólo cultivaban las tierras fértiles, sino también las comarcas que los ulflandeses habían reducido a zonas de pastoreo. En el resto del país, unos pocos campesinos se apiñaban en aldeas sórdidas, ocultándose cuando los ska iban en busca de mano de obra, aunque en Xouanges el rey Gax aún conservaba su mandato nominal.

La oscuridad cayó sobre el húmedo brezal. Aillas cenó pan con lentejas y permaneció dos horas a solas junto al fuego antes de acostarse, y al fin el suave tamborileo de la lluvia en el techo lo ayudó a dormir.

Por la mañana, milagrosamente, el sol resplandecía en un cielo vivido y azul, y los brezales, reluciendo con las gotas bañadas por el sol, no parecían tan inhóspitos.

Aillas desayunó y envió un mensaje a Dorareis, ordenando que zarparan de inmediato seis navíos hacia Ys para luego surcar el Mar Angosto en busca de naves ska.

Luego se reunió con el alto mando militar. Definió los problemas y explicó cómo esperaba solucionarlos.

La reacción de su plana mayor lo sorprendió y animó; en realidad, las reflexiones de Aillas coincidían con las de la mayoría. Incluso se alzaron voces airadas contra los ska:

—¡Ya hemos aguantado bastante a esos demonios de corazón negro! ¡Ahora les mostraremos de qué están hechos los guerreros ulflandeses!

—¡Es verdad que nos han derrotado antes! ¿Y por qué? ¡Porque están bien entrenados, lo cual da a cada hombre la fuerza de tres! ¡Ahora nosotros también hemos recibido adiestramiento!

—¡Yo propongo que ataquemos ya! ¡Penetremos en Ulflandia del Norte y busquemos sus ejércitos! ¡No somos ovejas, como ellos creen!

Aillas, casi riendo, exclamó:

—¡Ah, amigo Redyard! ¡Si todo nuestro ejército tuviera tu determinación, nuestros problemas desaparecerían! Pero por ahora hemos de luchar con la inteligencia, más que con la emoción. El único punto vulnerable de los ska es su reducido número; no pueden resistir grandes pérdidas, por muchas bajas que inflijan al adversario. Pero valoro a cada uno de nuestros hombres y no deseo canjear vidas, y menos dos de las nuestras por una de ellos, aunque eso nos llevara a la victoria. Debemos atacar como bandidos, golpear y retirarnos antes de sufrir pérdidas. Ganaremos la guerra sin prisa pero sin pausa. Por otra parte, si intentamos combatir con los ska cara a cara, nos prestaremos a su juego, tendremos muchas bajas y aun así no ganaremos.

—Es un modo delicado de exponer la situación —señaló el caballero Gahaun—. Además, como la mitad de nuestros soldados empezaron como bandidos, eso facilitará el entrenamiento.

—Entrenamiento, siempre entrenamiento —rezongó el caballero Redyard—. ¿Cuándo peleamos?

—Se paciente, señor. Pelearás pronto, te lo aseguro.

Una semana después, Aillas recibió un mensaje del castillo Clarrie:

He aquí una información que te interesará. Uno de mis pastores descubrió tres de mis reses robadas en lo alto de las colinas, cerca del monte Noc. Salimos con sigilo y logramos capturar a uno de los ladrones, pues estaba herido de flecha. Antes de morir nos dio información sobre Torqual, quien ahora dirige a una veintena de matones desde Ang, una antigua fortaleza en un lugar denominado Garganta del Grito del Diablo, que es inexpugnable. Tiene oro para comprar buenas armas, comida y bebida, y por lo visto el oro procede, como sospechabas, del rey Casmir de Lyonesse, con quien Torqual se mantiene en contacto.

3

No obstante, el rey Casmir no estaba satisfecho con los esfuerzos de Torqual. Una vez más, Torqual envió un mensajero para pedir oro, y en esta ocasión el rey Casmir pidió cuentas de los fondos gastados y los resultados obtenidos.

—No estoy seguro de que mi dinero se invierta bien —objetó el rey Casmir—. A decir verdad, mis informadores cuentan que Torqual vive casi en el lujo, y que él y su banda de forajidos comen suculentos manjares. ¿Así se gasta mi oro, en golosinas y pasteles?

—¿Y por qué no? —preguntó el mensajero—. Nuestra guarida es Ang, que no ofrece más comodidades que un montón de piedras. ¿Hemos de morir de hambre mientras hacemos tu trabajo? Cuando la lluvia entra por las ventanas y el fuego se apaga por falta de combustible seco, Torqual al menos puede ofrecer a su banda el solaz de un buen vino y una apetitosa comida.

A regañadientes, Casmir entregó otras veinte coronas, indicando a Torqual que aprendiera a vivir de los recursos de la comarca.

—Sugiero que siembre avena y cebada en los terrenos libres y que críe vacas, ovejas y aves, como los demás habitantes de la región, y así disminuirá este implacable derroche de mi tesoro.

—Señor, con el mayor respeto por tu sabiduría, no podemos cultivar avena ni cebada en superficies verticales de piedra, ni puede el ganado sobrevivir en esas zonas.

Casmir no se quedó convencido, pero no replicó nada más.

Transcurrieron varios meses, mientras importantes acontecimientos se producían en las Ulflandias. Los mensajes secretos procedentes de Doun Darric y otras partes no mencionaban a Torqual, y el rey Casmir ignoraba qué hacía su agente.

El mensajero regresó al fin, y de nuevo pidió oro: en esta ocasión, cincuenta coronas.

Por una vez el rey Casmir perdió su gélida compostura.

—¿He oído bien? —exclamó boquiabierto.

—Señor, si has oído «cincuenta coronas», has oído bien. La tropa de Ang suma ahora veintidós fuertes guerreros, a quienes se debe alimentar, vestir y armar. Nuestras otras fuentes de ingresos nos están fallando; entretanto Torqual se recupera de una herida. Te envía este mensaje «Si he de mantener mi fuerza y trabajar a tu servicio, necesito oro».

El rey Casmir suspiró y sacudió la cabeza.

—No tendréis más oro mientras no vea pruebas de que vuestro trabajo está siendo de utilidad. ¿Puedes informarme al respecto? ¿No? ¡Rosko! Este caballero se marcha.

Al anochecer de ese mismo día, el tal Rosko, un subchambelán de Casmir, anunció con voz nasal y desdeñosa que un tal Visbhume deseaba una audiencia privada con el rey.

—Hazle entrar —masculló Casmir.

Entró Visbhume, dejando atrás al sorprendido Rosko y bailoteando como si descargara energías. Como la vez anterior, llevaba una mugrienta capa negra, y además una gorra negra de pico largo, la cual, junto con sus inquietos ojos negros, la larga nariz ganchuda y el cuerpo encorvado, le daba un aire de ávida curiosidad. Se detuvo ante el rey Casmir, se quitó la gorra, le dirigió una sonrisa confiada y astuta, y se inclinó en una compleja reverencia.

El rey Casmir señaló una silla a cierta distancia; el aliento de Visbhume no resultaba precisamente agradable.

Visbhume se sentó con la tranquila actitud de quien ha sabido hacer su trabajo. Casmir despidió a Rosko con un ademán y preguntó a Visbhume:

—¿Qué noticias traes?

—¡Señor, he aprendido muchas cosas!

—Habla, pues.

—A pesar de mi temor hacia el bravío mar, crucé con valentía el Lir, como conviene a un agente privado de su majestad.

Visbhume no creyó necesario mencionar que había pasado casi un mes averiguando cuál de las naves que surcaban el Lir ofrecía el viaje más veloz, seguro y confortable.

—Cuando llaman el servicio o el deber —añadió—, respondo con la ciega certeza del sol naciente.

—Me alegra oírlo —dijo el rey Casmir.

—Al llegar a Dorareis, me alojé en la Posada del Águila Negra, que parecía la más…

El rey Casmir levantó la mano.

—No es preciso que describas cada incidente. Limítate a tus averiguaciones.

—Como quieras, majestad. Al cabo de un mes o más de sutiles investigaciones, descubrí en qué región vivía Ehirme. Me dirigí a esa localidad, y allí, tras semanas de nuevas investigaciones, encontré las casas de Ehirme y sus padres.

»Para mi sorpresa, descubrí que la hermana de Ehirme no había exagerado. Estas personas han recibido títulos y viven en el lujo, con criados que barren el hogar y friegan el umbral. Ahora todos consideran a Ehirme una dama, y su esposo es el escudero Dikken. Sus padres son el «honorable Graithe» y la «dama Wynes». Las ventanas tienen cristales limpios y hay cuatro chimeneas en el tejado de la casa. Las salchichas impiden ver el techo de las cocinas.

—Un progreso extraordinario —comentó el rey Casmir—. Continúa, pero resume un poco las semanas y los meses, pues de lo contrario estaremos aquí el mismo período de tiempo que dure tu historia.

—¡Majestad seré breve, e incluso lacónico! Las indagaciones locales no desentrañaron nada que nos interesara, así que decidí interrogar directamente a la dama Ehirme. Aquí tuve dificultades, pues no puede hablar con claridad.

—Yo le corté la lengua en dos —explicó el rey Casmir.

—¡Ahora lo entiendo! Su esposo es huraño, y tan locuaz como un pez muerto, así que llevé mis preguntas a Graithe y Wynes, pero de nuevo me topé con una actitud ofensiva y taciturna. Pero ahora iba preparado, y disfrazado de mercader de vinos les serví una libación que los ablandó, y cantaron todo lo que sabían.

Visbhume ladeó la cabeza, sonriendo ante la evocación. El rey Casmir esperó sin hacer comentarios, hasta que al fin Visbhume le confió sus gratos recuerdos.

—¡Ah, qué triunfo! —declaró Visbhume—. ¡Escucha esta noticia! ¡El niño que Graithe y Wynes recibieron al principio era un varón! Un día llevaron el cesto al bosque y las hadas de Thripsey Shee secuestraron al niño y dejaron una niña. ¡La princesa Madouc ocupa el lugar del primogénito!

El rey Casmir cerró los ojos y los apretó diez segundos, pero no dio otro indicio de sus emociones, y cuando habló lo hizo con la voz tranquila de siempre.

—¿Y el niño?

—Nunca más lo vieron.

—¡Persilian reveló la verdad, más de lo que yo pensaba! —murmuró Casmir como si hablara consigo mismo.

Visbhume cobró un aire de juiciosa sabiduría, como convenía a un asesor de confianza del rey. El rey lo evaluó un largo momento, luego dijo en voz baja:

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