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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Otros, #Viajes

Lugares que no quiero compartir con nadie (6 page)

BOOK: Lugares que no quiero compartir con nadie
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Y conviene, por qué no, glosar el Henry’s, el pub enorme y soso al que vamos siempre que no tenemos ganas de ir a ningún sitio. La decoración podría ser la de un local de Virginia, de Delaware o de Washington. Tiene algo de americanismo decorativo en serie. La comida es buena pero no memorable como para recordarla cuando estás muerto de hambre o cuando en Madrid te da un ataque de nostalgia. Hay diversidad racial. Un público entradito en años que en los fines de semana se transforma en ambiente familiar. Unos cuantos habituales que conocemos de vista se acodan durante horas en la barra cada tardenoche para entonarse sin prisa pero sin pausa a base de cervezas. Son las borracheras de largo recorrido tan habituales en los pubs neoyorquinos. Los sábados, un trío de músicos del barrio toca jazz con mucha elegancia. Los huevos Benedict de los fines de semana son abundantes y deliciosos. Es relajante comerse unos huevos con salmón y beberse un Bloody Mary mientras escuchas, por ejemplo,
Take the A Train
, sabiendo además que nuestro apartamento está sólo a cien metros y la dulce modorra de la salsa bearnesa y del vodka no se esfumará en el breve camino de Henry’s al sofá.

Sin embargo, no es el lugar que le recomendarías a un visitante por ser precisamente el sitio que sueles elegir cuando estás desganado. Eso sí, no falla: cada vez que una de nuestras visitas está a punto de tomar el avión de vuelta a la patria la llevamos a comer al Henry’s por su proximidad y la visita exclama: «¡Pero si este sitio es estupendo!» Y a lo mejor tienen razón. El
New York Times
podría hacer un extenso reportaje sobre esos lugares socorridos a los que uno va con tozuda insistencia pero que jamás recomendaría.

Estábamos en que estaba comiendo en Pisticci con mi amiga Julia Newman, documentalista, judía a la manera en que son judíos los habitantes del Upper West, lectora, culta, miembro de la asociación de la Brigada Lincoln y ser humano que desbarata todos aquellos tópicos sobre la frialdad americana, cuando le pregunté si no percibía que en nuestro barrio había más diversidad racial que en el lado este. Y se quedó pensando como si la pregunta tuviera una respuesta que no estuviera a la vista. Le hablé de los lugares en los que habitualmente encuentro clientes negros y me dijo que no solía visitar esos restaurantes tan de barrio (tan castizos). Me sonreí: definitivamente, para una persona algo sofisticada la desmesura del Carmine’s es, con toda seguridad, algo hortera. Para mí también, pero repito: mi condición de residente no americana me concede el derecho a disfrutar de lo hortera o lo pijo sin vergüenza o remordimientos. De cualquier manera, que Julia no aprecie a primera vista esa diferencia de público entre los restaurantes de un punto cardinal y de otro no tiene nada que ver con la falta de sensibilidad, sino con esa especie de atrofia en la percepción que sufrimos cuando llevamos toda la vida viviendo en la misma ciudad. A menudo, no somos capaces de distinguir una peculiaridad que tenemos delante de los ojos hasta que un extranjero viene a señalárnosla.

Por fortuna, mi teoría sobre la diversidad real del oeste de Manhattan fue confirmada días más tarde por mi amiga Bisila, española, negra, de origen guineano, casada con un afroamericano y vecina también del Upper West: «¡Pues claro! A mí me miran con asombro cuando entro en algunos restaurantes del Upper East. Allí todo es blanco.» Pero Bisila, ajena a cualquier complejo de raza o minoría y ajena también al trauma de la esclavitud que tanto condiciona el comportamiento de los afroamericanos, adopta como yo la confortable posición de observadora en esta ciudad que ha visto nacer a sus dos niños y se limita a disfrutar del finústico encanto de esa zona blanca, en la que no vivimos ni viviríamos, pero a la que nos gusta ir de tanto en tanto de paseo.

Mi barrio es un país para viejos, para perros impecablemente peinados y abrigados, calzados con botas cuando nieva; para bebés desastrosamente peinados y desabrigados hasta cuando nieva; para negros de clase media; para estudiantes y profesores de Columbia; para mujeres maduras progres de pelos encrespados y rizados que no se tiñen las canas; para abuelas judías que te increpan a la mínima, por darle limosna a un homeless y fomentar así la mendicidad o por sacar el paraguas en un día de lluvia con viento. ¿A quién se le ocurre?

La otra mañana, mientras yo recogía la ropa de la tintorería del coreano de la esquina, una abuela se acercó a Antonio, que me esperaba con Lolita en la calle.

—Oiga, si no tiene usted quien le pasee a la perrita, yo puedo hacerlo.

—Gracias, pero tengo tiempo yo para sacarla a pasear.

—¿Es que está usted retirado?

—No, que trabajo en casa.

—Ah, ¿y cómo se llama la perrita?

—Lolita.

—¿Lo-li-ta? ¿Ése no era el título de una película que trataba de un depravado que abusa de una niña?

—Sí, pero bueno, antes de la película hubo un libro.

—¿En el libro cuenta que la niña tenía dieciséis años?

—Eso era en la película, en el libro tenía menos, unos nueve…

—Ya… —La vieja le miró de arriba abajo.

—Pero yo no fui el que le puso el nombre, fue mi mujer.

—Qué extraño, qué extraño… —murmuraba mientras se iba moviendo la cabeza de un lado a otro.

Abuelos judíos que acuden a su templo de abastecimiento alimenticio del Upper West, Zabar’s, un supermercado en el que pueden encontrar todos los elementos para preparar aquella comida que procedía de unos y otros países de la Europa del Este y que ellos asumieron como propia cuando llegaron en los treinta, viéndole las orejas al lobo, o en los cuarenta, habiendo visto al lobo de cuerpo entero, y tomaron como lugar de encuentro los Delicatessen. El edificio Zabar’s, con aire de casa tradicional alpina y considerado hoy un landmark, se mantiene casi tal cual lo ideara el matrimonio fundador, que llegó huyendo de los pogroms ucranianos y tuvo la audacia de ofrecer la máxima calidad en pescados ahumados, quesos, aceitunas, pastramis, bagels, comida kosher y, a día de hoy, en el que uno encuentra todo aquello que pueda soñar en materia culinaria, hasta Cabrales, que compra mi amiga Julia, desde que leyó en la edición americana de los libros de Manolito que el abuelo del héroe de Carabanchel (Alto) es aficionado a comer bocadillos de tan exótico queso.

Compran los abuelos en Zabar’s los ingredientes de siempre, pero se diría que quieren asegurarse a diario de la autenticidad de los productos, porque es habitual ser testigo de la escena más zabariana de todas: una fila de abuelos situados de cara a un muro de estantes, con las gafas resbalándoles por la nariz tremenda de los viejos, leyendo los componentes de tal o cual paquete, con la misma concentración que si entre las manos tuvieran la Torah y el mismo recogimiento de los ortodoxos ante el Muro de las Lamentaciones.

Para comprar en Zabar’s hay que estar entrenado, hay que haber comprado mucho y saber esquivar el gentío, la determinación de una clientela que, como te descuides, gruñe en cuanto aprecia a un ser dubitativo que entorpece el paso. Para comprar en Zabar’s te tienen que haber llevado allí desde pequeño, para que sepas buscar y encontrar en el caos de la abundancia. Yo soy incapaz de guiarme, acabo quedándome parada en un pasillo, víctima de empujones acompañados de sorrys y excusemes y tomando la decisión de intentarlo otro día, cuando tenga más tiempo y más ganas. Y ese aturdimiento zabariano me suele conducir unas calles más abajo a Fairway, en Broadway y la 74. Fairway es tan grande como Zabar’s, pero por alguna razón, tal vez porque tiene un aire más parecido a un mercado o a un almacén de comida, me las apaño mejor o me siento menos intimidada.

Puede sonar extraño pero a mí entrar en Fairway me ensancha el espíritu. Entro a Fairway, cierro los ojos y siento como que acabo de poner un pie en la huerta del edén. Un aroma muy particular penetra en mis fosas nasales y el sistema olfativo le comunica al cerebro que estoy en el paraíso. Es un aroma que contiene infinidad de colores, formas y texturas: el olor de la albahaca fresca, el de la menta, el de los tomates de New Jersey, las berzas, el apio, el perejil, el de la tierra aún aferrada a las patatas, el del cilantro y el eneldo, el olor a monte del tomillo, el de las tiernas cebollas moradas, el brócoli, las coliflores, el olor a corteza de las calabazas, el olor húmedo de las lechugas de roble, el olor a hoja cremosa de la lechuga de Boston, el olor a cueva de los nabos, el olor a las cajas de embalaje en las que llega la fruta y la hortaliza, el olor picante de los rabanitos, el olor a raíz de la soja y de la alfalfa, el olor acechante y avinagrado de las aceitunas y los pepinillos que se cuela desde la sección contigua, y el olor del invierno que traemos los clientes de la calle, de la lana de los gorros y del cansancio, el olor del material aislante de los abrigos y el frufrú que emiten sus tejidos sintéticos cuando nos rozamos unos seres humanos con otros, aunque lo intentemos evitar y nos disculpemos una vez y otra.

Vengo al Fairway muchas tardes de invierno. Salgo a pasear para despejar la cabeza de una calefacción amodorrante y me pongo como objetivo el viaje al supermercado. Salgo entre la escritura de un artículo y la de un cuento. Entre la merienda y la cena. Y subo luego hacia casa cargada con la bolsa, ¡con los mejores raviolis rellenos de langosta de la ciudad! y un manojo de albahaca fresca, pensando en cómo voy a preparar la pasta y en cómo voy a rematar un cuento que ha de contener muchos diálogos porque me lo han pedido para representarlo en el Microteatro de Madrid.

Algún fin de semana, Antonio me convence para ir al otro Fairway, al que está en la calle 125, ya en Harlem. Cualquier cosa con tal de ir bordeando su querido río Hudson. El Fairway de Harlem es toda una experiencia. Cuando entras en lo que denominan la zona del frío, la de la carne y el pescado, es aconsejable abrigarse con uno de los impermeables amarillos que cuelgan dispuestos en perchas si uno no quiere quedarse aterido. Sientes más frío que a la intemperie. Y luego, puedes comer en un restaurante que hay justo enfrente, llamado de manera muy gráfica, Dinosaur Bar-B-Que, para que nadie se llame a engaño con lo que se va a encontrar en el plato. Costillas que parecen, efectivamente, de dinosaurio, salchichas ahumadas, hamburguesas con queso rebosante. Una fábrica de calorías en un ambiente rudo pero agradable, frecuentado en sus horas nocturnas por chicas «honky tonk», uniformadas con vestidos reventones, sexys, muy pintadas y (dicen) que abiertas a las aventuras ocasionales.

Dice mi amigo Xavi Menós, ese joven que se pasa el día detrás de una cámara o delante de un ordenador, que en Nueva York tienes que compensar las tentaciones calóricas a las que te rindes con frecuencia con el ejercicio. Cuando yo conocí a Xavi, mejor dicho, cuando él me reconoció en el metro, me saludó y comenzamos a hablar, era un chaval delgado, en cuerpo y alma, así lo hubiera definido yo de no ser porque soy observadora y un día, cuando ya éramos amigos y nos frecuentábamos bastante, reparé en que cualquier conversación que mantuviéramos acababa derivando hacia la comida. No cualquier comida sino toda aquella que es tan deliciosa como rica en calorías. Y me di cuenta de que pertenecía a ese grupo específico de seres humanos que fueron gordos o gorditos en la infancia y pasan su vida adulta luchando contra su niño gordo interior. Él me lo confirmó. Yo fui gordita, pero mis hermanos se encargaron en agrandar el adjetivo y cuando querían ofenderme me llamaban gorda, o aún peor, la gorda, como si sólo pudiera haber una en la familia y me hubiera tocado a mí representar ese papel. Tanto me ha pesado en la vida aquel insulto, tanto crédito le di, que al contrario de lo que le ocurría al crítico Ciryl Connolly, un gordo que decía tener un flaco dentro pidiendo auxilio, yo aún sigo acallando los gritos de mi niña gorda interior, que amenaza de vez en cuando con rebelarse y asaltar a mano armada una pastelería.

Es curioso que Xavi y yo, tan proclives al hedonismo, cimentáramos nuestra amistad sobre la base de dos experiencias desgraciadas. Nos conocimos a comienzos de junio de 2006. Él comenzó a estudiar en Nueva York, con su beca de la Caixa y yo pasé aquel verano en España, y no volví hasta primeros de octubre, tras haber vivido una amarga polémica a cuenta del pregón de la Mercè, que había sido invitada a pronunciar por el alcalde de Barcelona en nombre, imaginaba, de todo el ayuntamiento. La historia es bien conocida en España: una semana antes del pregón, Esquerra Republicana, uno de los partidos que conformaban el célebre tripartito que gobernaba Barcelona, empezó a montar bulla contra mi discurso en castellano, alentando a nacionalistas de todo pelaje a manifestarse ante el ayuntamiento cuando yo hiciera mi entrada.

Mi entrada la hice en un coche de cristales ahumados. Ellos no me pudieron ver a mí, pero yo sí pude observar a esas ciento y pico personas que portaban paraguas negros (en luto por el catalán) y me conminaban a leer mi pregón nada menos que en África. Aunque procuré no intoxicarme con todas las inexactitudes que en aquellos días se dijeron y se escribieron sobre mí (la más sorprendente era que yo había asegurado, no sé dónde ni cuándo, que el catalán era un dialecto) no pude evitar que a mis oídos llegara mi nombre manoseado: por aquellos que aseguraban que no se trataba de nada «personal» contra mí, y por esos otros que, aún más mezquinamente, aprovecharon la coyuntura para arremeter contra mi trabajo y poner en duda mi altura intelectual para leer un pregón.

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