Los verdugos de Set (3 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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—Comerán y beberán a sus anchas —susurró Karnac—, y dormirán como cerdos panzudos.

Las Panteras esperaron y esperaron. Las horas se alargaban como si fuesen eternas, y el viento frío del desierto secó el sudor que empapaba sus cuerpos. Los
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tenían los brazos entumecidos, la garganta seca y la boca llena de arena. A sus pies, las hogueras comenzaron a apagarse al tiempo que se atenuaba el bullicio. Karnac hizo la señal convenida. Con la destreza propia de un animal salvaje, había dado con un camino que atravesaba las defensas de los hicsos. Abrió el saco que llevaba consigo y comenzó a repartir entre sus hombres pequeños recipientes de pintura y harapos de colores chillones. Éstos no salieron de su asombro hasta que expuso su plan.

—Vamos a entrar en el campamento. —Sacó una cuerda y pidió a Nebámum, su sirviente, que se diese media vuelta.

—¿Vamos a hacernos pasar por hicsos? —quiso saber Balet.

—Sí, halcón sagaz de Egipto. He estado observando el campamento: los centinelas no parecen muy cuidadosos; no nos costará que crean que somos un grupo de mercenarios fanfarrones que vuelven con un prisionero.

—Pero ¿y si piden el santo y seña o nos exigen que mostremos alguna prueba?

—Con esto bastará —aseguró mientras daba unas palmaditas en el hombro a Nebámum—. ¿Estás listo?

El sirviente, un joven flaco y nervudo a quien superaban en edad todos los del grupo, asintió con una sonrisa. Antes de dejar el campamento del faraón, su señor lo había puesto al corriente de lo que estaba a punto de suceder. Karnac echó el brazo hacia atrás para tomar impulso y golpeó a su criado en las mejillas y la boca. La escasa luz bastó para que Balet pudiese ver partirse y romper a sangrar el labio inferior de Nebámum.

—Lo siento —musitó Karnac. Entonces sacó una daga y le hizo un corte en el hombro para hacer brotar más sangre.

Nebámum hizo un gesto de dolor, aunque ni siquiera protestó.

—A partir de ahora, ya sabéis cuál es el papel que tenemos que representar —ordenó el caudillo—. Que nadie hable. Sé algo de hitita, y los guardias están cansados y medio ebrios de cerveza y vino.

Cuando abandonaron su escondite, Karnac ató a Nebámum del cuello como si fuera un perro. El resto los rodeó. Balet tenía la sensación de estar caminando entre el cielo y la tierra. No tenía conciencia de otra cosa que no fuesen los guijarros de la superficie sobre la que caminaban, los gruñidos de sus compañeros y las luces y el hedor cada vez más cercanos del campamento de los hicsos. Los
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tomaron uno de los senderos que llevaban hacia éste. Pasaron al lado de una serie de prisioneros clavados a sendos postes. En las palmeras situadas a poca distancia de ellos pudieron distinguir cadáveres que colgaban de una soga atada al cuello y se balanceaban y giraban lentamente con el aire de la noche, convertidos en poco más que bultos negros recortados sobre el cielo nocturno.

Balet agarró con fuerza sus armas. Los hicsos habían dispuesto una línea defensiva de carros de todo tipo, y en los huecos que quedaban entre uno y otro se arracimaban los soldados en torno a la luz de las antorchas. Al acercarse, vieron a uno de ellos que, con el cuchillo en la garganta de una mujer, la obligaba a arrodillarse para llevar a cabo un acto obsceno ante las risas y los silbidos de sus compañeros. Apenas se detuvieron cuando pasaron a su lado Karnac y los suyos con Nebámum a rastras. Balet no podría olvidar jamás la visión de aquellos hicsos, con el pelo hasta los hombros, el rostro cruel embadurnado de pintura de guerra y una colección variopinta de piezas de armadura arrebatadas a los caídos o fruto del pillaje en los puertos y ciudades en los que habían entrado a saco; la joven egipcia, que no debía de contar más de quince primaveras, desnuda y de hinojos; el oficial hitita, con el faldellín levantado y arremetiendo contra su rostro con el pene erecto. Uno de los guardias los llamó, y se echó a reír ante la respuesta que le dio Karnac, a voces, en un idioma gutural.

Los egipcios se introdujeron en el campamento, donde el hedor de las letrinas se mezclaba con los densos olores que salían de las ol as. Por todos lados había soldados hicsos, ora en unidades más o menos disciplinadas, ora repantigados en el suelo al lado de odres y copas de vino. Los egipcios se hicieron a un lado al ver un carro correr hacia ellos con gran estruendo. Detrás, atados, llevaba a rastras a dos prisioneros indefensos, incapaces siquiera de gritar a causa del cansancio y las heridas. Aún tuvieron oportunidad de contemplar más muestras de la brutalidad de los hicsos, como un caldero lleno hasta el borde de cabezas de decapitados cuya sangre corría en un hilo por el exterior, o un prisionero atado a un poste y con una cuerda en derredor de su cuello que lo iba estrangulando lentamente al son de macabros gruñidos y gritos sofocados. A medida que aumentaba la presión de la soga, se acortaba la vida de aquel desdichado. Aquí y al á se levantaban los pabellones y tiendas de los oficiales y los nobles hicsos. Balet aún no podía creer que hubiesen entrado allí sin encontrar oposición alguna.

Siguieron adentrándose en el campamento. Karnac no se había equivocado: todos habían dado por hecho que eran mercenarios hicsos con un prisionero. Llegaron a una cerca improvisada custodiada por un oficial de aspecto más tranquilo y sobrio, si bien se veía que el sueño pesaba en sus párpados. Dio un paso hacia ellos con la mano en alto. Karnac le dio una respuesta en hitita, y el oficial, satisfecho, se hizo a un lado. Balet sólo pudo entender el nombre de la hechicera, a quien el cabecilla fingía querer llevar directamente al prisionero.

Por fin llegaron al centro del campamento de los hicsos, que Karnac había alcanzado a ver desde el escondite: el círculo real, bordeado de antorchas atadas a sendos postes. Sus llamas, alimentadas por pez y brea, agitaban insolentes sus lenguas contra el viento. Allí había más guardias, y algunos vestían la armadura ceremonial. A la derecha se erigía el pabellón del príncipe de los hicsos; a la izquierda, una tienda de aspecto extraño, cuya lona se había colocado cubriendo los mástiles de tal manera que semejase un templo. En el exterior descansaba una carreta de grandes dimensiones que llevaba encima un altar. A la luz de las antorchas, Balet pudo distinguir las manchas de sangre que impregnaban uno de sus lados y que indicaban que era allí donde hacía Merseguer sus sacrificios. Karnac se detuvo. Balet bajó la mirada y pudo observar que el suelo estaba blando y húmedo por la sangre que salía del carro.

Los soldados iban de un lado a otro a su alrededor, y entre ellos había oficiales de onerosas capas y vainas y cinturones empedrados de joyas que brillaban a la luz de las antorchas. Balet estaba persuadido de que los dioses los acompañaban aquel a noche, pues nadie los había abordado.

Tirando de Nebámum, Karnac se dirigió a grandes zancadas hacia la tienda que hacía las veces de templo y abrió la puerta seguido de sus hombres. Como movido por un resorte, se puso en pie de un salto el soldado que había en el interior, miembro tal vez de la guardia personal de Merseguer. Con la rapidez propia de una cobra que ataca a su presa, el cabecilla de los intrusos hundió su espada en la garganta del custodio, lo tomó por los hombros y lo depositó con suavidad en el suelo. Otro de los integrantes de su grupo le tapó la boca con la mano con objeto de acallar sus últimos estertores.

La hechicera se hal aba sobre un montón de cojines en el extremo más alejado de la tienda. Balet pudo ver su rostro curtido por el sol, las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca, el cabello gris plomizo que caía en cascada hasta sus hombros. Los ojos de Merseguer eran dos espantosos pozos de odio y malicia, aunque a sus labios pálidos pareció asomar una leve sonrisa.

—Tenía yo razón —afirmó al tiempo que levantaba la cabeza—. Sabía que la muerte iba a visitarme esta noche: estaba escrito. Pero, al menos, voy a morir en buena compañía, pues vosotros, escoria del desierto, vais a venir conmigo.

Dicho esto, tomó un cuerno de guerra para dar la voz de alarma. Karnac, sin embargo, fue más rápido: apartó a Nebámum y saltó sobre la bruja. Ella le lanzó el cuerno y él lo rechazó de un golpe antes de colocarse en posición, asir la espada con ambas manos y asestarle un mandoble certero. La cabeza de la hechicera salió despedida como una flor cortada, y la sangre brotó como el agua de un manantial. El tronco quedó quieto, en tanto que la cabeza rodaba hasta el rincón más alejado. Karnac parecía ajeno a todo peligro, y ni siquiera se paró a pensar o aun a dar órdenes. De una patada apartó el cuerpo, que seguía echando sangre, y tras agarrar la cabeza por los cabellos, la introdujo en un saco de cuero.

En la penumbra que se extendía tras los cojines había una mesa en la que descansaba la bandeja que contenía los diez cálices de alacrán. Como haría un sirviente que recoge la habitación en la que se ha celebrado un banquete, lo cogió todo y lo arrojó al saco sanguinolento.

Del exterior comenzaron a llegar ruidos, y Karnac indicó a sus compañeros con un gesto que se colocaran a uno y otro lado de la puerta. Entonces entraron dos soldados, y Balet y los demás se echaron sobre ellos. Tras una lucha tan breve como brutal, cayeron las armas de éstos y fueron apartados sus cadáveres. Karnac asió con fuerza el saco, que seguía chorreando sangre, y corrió hacia la entrada de la tienda. Su rostro salpicado de rojo se transformó por la aparición de una sonrisa.

—Si somos capaces de salir con la rapidez y la tranquilidad con que hemos entrado, podemos considerarnos bendecidos por los cielos.

Y así regresaron, tras atravesar el círculo de luz, al sendero que los llevaba al exterior del campamento. El cabecilla avanzaba a grandes pasos y con aire resuelto, sosteniendo con una mano aquel horrible saco y apoyando la otra en la empuñadura de su espada. En cierta ocasión los hizo detenerse un centinela que quería comprobar qué había en la bolsa. Karnac bromeó con él y el soldado se apartó. Casi habían llegado al lugar en que se custodiaban las monturas y los carros cuando desgarró el aire de la noche el sonido de los cuernos y el bramar de las trompetas. Habían dado la alarma. Frente a ellos, los egipcios vieron cerrarse las barreras de espinos que obstruían las puertas del campamento. A su alrededor, los soldados despertaban a sus compañeros. Cerca de ellos pasó corriendo un mensajero en dirección a las líneas de piquetes.

—¡Sólo podemos hacer una cosa! —gritó Karnac—. ¡Correr!

Apiñados, los egipcios emprendieron una frenética carrera hacia la salida que había elegido su caudillo y en la que los soldados de guardia no habían actuado, por el alcohol o el aturdimiento, con la celeridad necesaria, de manera que la puerta seguía sin cerrar. En un primer momento, los hombres de Karnac pasaron por un grupo de hicsos a los que había despertado la alarma. Sin embargo, un oficial más avispado que el resto sospechó de ellos y, a voces, ordenó a sus hombres que los persiguieran para tratar así de acorralarlos y formar algo semejante a una barrera ante la salida. Unos y otros sacaron las espadas y las dagas. Karnac, Balet y los demás arremetieron contra el enemigo y empezó una lucha sangrienta.

Balet nunca olvidaría los destellos que desprendían las armas iluminadas por la débil luz, los gruñidos y reniegos de los combatientes, los dedos que se clavaban en su piel. Una daga lo alcanzó en el hombro derecho. Nebámum recibió un golpe brutal en la pierna izquierda y cayó al suelo. El ronzal que llevaba al cuello lo salvó, pues permitió a Karnac apartarlo del peligro.

Por fin lograron zafarse de sus atacantes, sin que nadie, a excepción de Nebámum, hubiese recibido heridas de consideración, aparte de algún que otro corte. El cabecilla les ordenó a voz en cuello que se movieran con toda la rapidez que les fuese posible, con lo que no tardaron en hal arse lejos del campamento, arropados por la oscuridad. Los hicsos, en pie por fin en su totalidad, andaban pisándoles los talones, pero Karnac conocía bien los barrancos y los senderos de la zona. Con todo, de cuando en cuando el enemigo se acercaba mucho y entablaba con ellos sangrientas refriegas. El suelo irregular y la oscuridad de la noche impedían a los hicsos enviar tras de ellos escuadrones de carros de guerra.

La negrura del desierto y el horrísono chillido de los predadores nocturnos que se acercaban atraídos por el olor de la sangre hacían que Balet creyese estar viajando a través del mundo de los muertos. De vez en cuando un grupo de exploradores hicsos ganaba terreno. Entonces, a una señal de Karnac, la expedición egipcia se detenía y daba media vuelta. Tras un nuevo derramamiento de sangre que proporcionaba a las hienas carne fresca del enemigo, la partida proseguía su huida buscando con desesperación los puestos avanzados de sus compatriotas y rezando para que no los sorprendiese el amanecer, que los convertiría en presas vulnerables. Habían tenido mucha suerte: sólo Nebámum, cada vez más consciente de su herida, gemía en su empeño por reprimir un grito de dolor.

Su señor cogió un trozo de tela y lo introdujo entre los labios de su criado.

—¡Silencio! —exclamó entre dientes.

Reanudaron su precipitada marcha, seguidos de cerca por el eco de sus perseguidores. Con todo, la libertad se hallaba a pocos pasos. El faraón había enviado a sus exploradores para que cubriesen su retirada, de modo que no hubo de pasar mucho tiempo antes de que alcanzasen el campamento egipcio, donde los recibió su soberano como si fuesen emisarios del mismísimo Ra. Se organizó un banquete en su honor, y los médicos de su majestad cuidaron de sus cortes y de la pierna de Nebámum. Las noticias se extendieron a gran velocidad, de manera que, para cuando el sol empezaba a salir, el pueblo los había elevado a la dignidad de héroes.

El faraón hizo desfilar a todo su ejército y le otorgó el honor de contemplar su rostro. Sentado en su trono y rodeado del aire que aventaban perfumados abanicos de plumas de avestruz, Amosis ordenó que se incluyesen en el Libro de la Vida los nombres de los
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Además, decretó que sé inscribiesen sus títulos en los pilones y las puertas de su palacio, la Casa del Millón de Años.

Recibieron condecoraciones, amén del título de «amigos del faraón». La cabeza de Merseguer se paseó por todo el campamento, junto con la bandeja de los cálices de alacrán, al son de las trompetas.

Tres días más tarde se enfrentaron los egipcios y los hicsos en una cruenta batalla. El faraón obtuvo una victoria decisiva y acabo para siempre con los escuadrones de guerra de su contrincante. Los prisioneros, que se contaban por miles, fueron enviados a las minas del Sinaí. Dos años después, los príncipes hicsos pidieron la paz incondicional y fueron desterrados de los dominios egipcios.

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