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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (28 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—Somos las Panteras del Mediodía —susurró Karnac con voz ronca—. Sabemos protegernos solos. Además, confiamos en que la reina-faraón extienda su mano para amparar a quienes tanta gloria brindaron a su casa.

El juez reconoció la amenaza.

—La divina —repuso— tiene puesto el corazón en este caso. Hoy he de reunirme con mi señor Valu. Ambos interrogaremos a la dama Neshratta para ver qué sabe acerca de Ipúmer, pues fue con él con quien comenzó toda esta matanza. Pero antes de que os vayáis —dijo al ver que Karnac hacía ademán de levantarse—, dejad que os pregunte dónde estaba cada uno de vosotros esta mañana.

—Yo me acosté tarde —respondió el cabecilla en tono descortés—, igual que mi sirviente, Nebámum. Fue él quien me despertó con la noticia del asesinato del general Ruah.

Amerotke miró al aludido: su magro rostro estaba sin afeitar y sin ungir, y aún tenía rojos los ojos a causa del accidentado viaje que habían hecho a través del desierto la noche anterior.

—Mi amo ha respondido por mí —declaró Nebámum con una sonrisa: no había hecho sino remedar las palabras de Amerotke con respecto a Shufoy—. Mi dormitorio está cerca del suyo: puedes interrogar al servicio de la casa. Esta mañana me ha despertado un mensajero de la casa del general Ruah, y he llamado a mi señor.

Los otros dos presentaron coartadas similares y señalaron que sus mansiones se hallaban a tan sólo un paseo de aquélla. Al magistrado no le costó darse cuenta de que ninguno de ellos estaba dispuesto a aceptar que uno de sus compañeros fuese el asesino.

—Mi señor Amerotke —señaló Karnac al tiempo que se levantaba y ceñía alrededor de su cintura la colorida faja del regimiento—, ya veo que tienes todo tu interés puesto en nosotros. —Se dio la vuelta y tomó del brazo a su criado—. Después de lo sucedido ayer, resolví que Nebámum te pusiese al corriente de todo lo que tiene que ver con nosotros. Te referirá toda la historia de nuestro regimiento, el de las Panteras del Mediodía. Te llevará a la Capilla Roja y te mostrará las pinturas que representan nuestras gestas. Cualquier otra pregunta que tengas, formúlasela a él.

Y, tras girar sobre sus talones, Karnac y sus dos camaradas se alejaron por la hierba en dirección a la mansión.

—¿Es siempre tan difícil de tratar? —preguntó Amerotke.

Al rostro de Nebámum asomó una sonrisa lánguida.

—Ladra más que muerde.

—Y tú has sido su criado…

—Desde hace muchos años, mi señor.

Amerotke estudió a su interlocutor. Vestía de un modo muy similar a su maestro, a excepción de las botas de cuero. Tampoco la faja era igual.

—Yo era poco más que un mozuelo —prosiguió mientras atravesaban el jardín en dirección a la entrada principal—, un paje de la casa de Karnac. Crecimos como hermanos, y esta relación no cesó cuando él se alistó en el Ejército.

—Pero tú eres un hombre libre, ¿no es así?

—¿Que hombre puede decir que es libre, mi señor Amerotke?

—¿Y nunca has estado casado?

—Nunca he sentido el deseo de estarlo. —Nebámum se detuvo para proteger sus ojos del sol mientras observaba un ave de alegre plumaje descender sobre los macizos del jardín.

—Sin embargo, tu señor te paga bien, ¿no es así?

—Me da todo lo que quiero. En realidad, mis necesidades no son muchas. —Señaló a Shufoy, que los seguía sumido en sus propios pensamientos—. ¿Puede decirse lo mismo de tu criado? Los sirvientes fieles son un lujo muy poco común. Ven, mi señor: deja que te cuente todo acerca del regimiento.

Abandonaron el vergel para introducirse en una calle muy concurrida que los llevaría a la ciudad. Nebámum tenía buena memoria y era buen conversador. Según refirió a Amerotke, tras la gran victoria contra los hicsos, Karnac y sus compañeros no habían tardado en ser ascendidos. Habían luchado con denuedo contra los invasores y los habían aplastado sin compasión. Después habían hecho otro tanto con los libios, los nubios e incluso con los extraños pueblos del mar que llegaron del Gran Verde para atacar las ciudades del Delta.

—Nunca había visto nada parecido —aseguró Nebámum—. Algunos de los prisioneros que hicimos tenían el cabello claro y los ojos azules.

—Yo he oído hablar de ellos —terció Shufoy. No se había perdido una palabra del relato de Nebámum, y en secreto había jurado que, si algún día había de ejercer de narrador profesional, no olvidaría aquella historia.

—En cierta ocasión —prosiguió el veterano—, el faraón nos envió al Gran Verde para atacar a los piratas, encontrar sus guaridas y prenderles fuego. Durante una de las misiones, un fuerte viento arrastró nuestra galera hasta las islas situadas al norte. Unas gentes muy extrañas… —meneó la cabeza tras sumirse en sus meditaciones.

—¿Es posible —lo interrumpió el magistrado— que las Panteras del Mediodía estén siendo perseguidas por algunos supervivientes de los clanes y las tribus que destruyeron?

Nebámum hizo un movimiento negativo con la cabeza. A esas alturas habían llegado a la puerta de entrada a Tebas.

—Éramos soldados, mi señor Amerotke —respondió con calma—; luchábamos en nombre del faraón y ejecutábamos sus órdenes. Por decirlo sin rodeos, aparte del de la hechicera Merseguer, no se me ocurre incidente alguno que pueda haber provocado un rencor tan enconado como éste.

—¿Crees que el Adorador de Set pueda ser alguno de tus compañeros? —preguntó el juez.

—No. —La respuesta del criado fue rápida y contundente, y su rostro adoptó la misma expresión terca que el de su señor—. Olvidas, mi señor Amerotke, que hemos vivido como un grupo unido durante décadas. ¿Por qué ahora habría de cambiar esto?

El juez hubo de confesarse que no tenía respuesta para esta pregunta. Cruzaron la entrada y se introdujeron en la ciudad, un hervidero de actividad. Decidieron huir del gentío y caminar por callejones. De cuando en cuando se veían asaltados por pordioseros o habían de detenerse y refugiarse en un portal para dejar pasar una carreta tirada por rechonchos bueyes que avanzaba lentamente. Eran los vehículos de los basureros, que limpiaban las calles todas las semanas y eliminaban los montones de desperdicios malolientes. Iban de negro de los pies a la cabeza, tenían el rostro cubierto por máscaras y llevaban mangostas encerradas en jaulas para que cazasen las ratas que infestaban aquellos estrechos callejones.

Amerotke observó el paso de aquel estruendoso desfile: la carreta iba cargada hasta los topes de basura y estaba coronada por una ruidosa nube negra de moscas.

—¿Qué sucede, mi señor? —quiso saber Nebámum.

El magistrado señaló un perro muerto que podía verse en la parte trasera de la carreta.

—La muerte —apuntó— puede presentar múltiples formas: un perro que ha sucumbido al hambre o ha acabado sus días aplastado bajo unas ruedas —indicó a un vagabundo que dormía en las sombras—; enfermedades, infecciones…

Salieron del callejón y se introdujeron en la avenida de los Carneros. Amerotke se detuvo a la sombra de una de las grandes estatuas.

—¿Mi señor? —El veterano comenzaba a irritarse.

—Hay algo que nunca he preguntado a mi señor Karnac —señaló meditabundo el juez—. Ese Adorador de Set, el asesino, está resuelto a mataros a todos. Sin embargo, igual que la muerte adopta múltiples formas en Tebas, el asesinato no es menos variado.

Shufoy, exasperado, cargaba todo su peso en un pie y después en el otro.

—Lo que quiero decir —prosiguió Amerotke reemprendiendo la marcha— es que los generales Balet y Ruah pudieron haber sido asesinados de un modo menos dramático: una copa de veneno, una flecha o tal vez un ataque en la oscuridad. Sin embargo, no ha sido así. —Se paró para llevarse los dedos a los labios—. El asesino ha corrido riesgos tremendos. Atacó a Balet y a Ruah de un modo rápido y despiadado; no obstante, el más mínimo error, un simple desliz, habría cambiado considerablemente los hechos. Existían posibilidades de que lo vieran en la Capilla Roja o en la isla y lo hicieran preso. Por lo tanto, ¿qué sentido tenía para él exponerse tanto? Ni Balet ni Ruah ni ningún otro miembro de las Panteras del Mediodía son chivos expiatorios.

Nebámum meneó la cabeza con aire perplejo.

—Mi señor, me temo que no tengo una explicación para eso.

Atravesaron la entrada del templo, flanqueada de pilones, y tras cruzar el patio principal accedieron a la entrada porticada. Amerotke seguía sumido en sus pensamientos. A despecho de las protestas de Karnac, estaba seguro de que conocía al Adorador. Tal vez fuera Peshedu. ¿Era cierto que había ido a navegar por el Nilo? ¿No se habría dirigido primero a casa de su amigo para esperarlo en aquella islilla solitaria?

Recorrieron pasillos y galerías, y se cruzaron con sacerdotes que pasaban a la carrera y multitud de adoradores. El aire hedía a incienso, comida y sangre de animales sacrificados. El juez se detenía de cuando en cuando con el objeto de observar las pinturas que cubrían los muros y que narraban las maravillosas proezas del gran dios Set. Shufoy estaba fascinado, absorto en aquellas representaciones, y se prometió que, cuando tuviese más tiempo, iba a encargar a un amigo fabricante de amuletos que crease estatuas especiales para venderlas a los devotos de aquella deidad impresionante e iracunda.

Llegaron al corredor que rodeaba la capilla. Amerotke se paró y elevó la vista a las ventanas. Tras subirse en un banco y ponerse de puntillas, miró al jardincito cuadrado del exterior, un lugar solitario y tranquilo. Cuando volvió a bajar, dio unas palmaditas en el hombro a Shufoy.

—Tu amigo, la Mangosta —murmuró—, tiene razón: el asesino de mi señor Balet pudo haberse escondido aquí detrás. —Tocó el muro—. Aquí debió de esperar a que llegara su víctima y a que entrara y volviera a salir el sacerdote antes de atacar.

—¿Puedo ser de alguna ayuda?

El magistrado se dio la vuelta para encontrarse con la sonrisa servil de Shishnak, que caminaba hacia él dando saltitos por la galería. Se detuvo con las manos unidas e hizo una reverencia.

—Mi señor Amerotke, sé bienvenido. ¿Puedo ayudarte en algo?

El juez señaló la ventana.

—El día de la muerte de Balet, el asesino entró por aquí. ¿Dónde estabas tú?

El religioso, sin dejar de parpadear, señaló la dirección por la que había llegado.

—Mi esposa y yo disponemos de una estancia propia, y una vez que hemos acabado con nuestros quehaceres…

—¿Estabais durmiendo? —preguntó Amerotke con severidad—. Estabais durmiendo, ¿no es así? Mi señor Balet no os necesitaba, así que tú y tu esposa bebisteis vino y os acostasteis como cada día.

Shishnak abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo lo…?

—Es una cuestión de lógica y rutina —respondió el magistrado—. Estoy seguro de que si estudiase vuestros movimientos podría descubrir que ésas son vuestras costumbres, así que al asesino no le debió de resultar muy difícil averiguarlo. No te necesito —declaró a secas—, pero no te alejes mucho por si acaso.

Amerotke abrió la puerta de la Capilla Roja. Nebámum lo siguió al interior dejando escapar una risotada.

—Lo siento, mi señor juez. —El criado de Karnac cerró la puerta tras de sí—. Nunca he visto a un sacerdote tan asustado. Lo más seguro es que piense que puedes leer la mente. ¡El ojo del faraón, que todo lo ve!

Amerotke recorrió la capilla con la mirada. Las puertas de la
naos
estaban cerradas, y ya habían retirado el sacrificio matinal de pan, vino y demás alimentos.

—Antes he dicho —manifestó el juez mientras se acercaba a las pinturas de los muros— que Balet y Ruah no eran víctimas fáciles. Sin embargo, lo cierto es que, al mismo tiempo, sí lo eran. En tanto que soldados, seguían unas pautas establecidas, y el asesino no hubo de hacer otra cosa que estudiarlas.

Nebámum los condujo a la pared más alejada. Amerotke no prestó atención alguna a las leyendas de Set, pero oyó con atención las descripciones que hacía el veterano soldado del ataque al campamento de los hicsos y de las otras grandes proezas de las Panteras del Mediodía. Shufoy acabó por aburrirse y se sentó en un cojín a dormitar. Nebámum, embargado por las glorias del regimiento, fue recordando acontecimientos y fechas. El magistrado analizaba las pinturas con detenimiento. El realismo de aquellas representaciones era mínimo: los miembros del regimiento aparecían con la peluca roja de Set, los rostros de todos eran iguales y todos iban vestidos del mismo modo a excepción de Karnac, que llevaba un cayado imperial. Cuanto más oía Amerotke, más convencido estaba de tener razón.

—¿Lo ves? —Interrumpió la descripción de Nebámum—. El asesino está imitando vuestras ilustres hazañas a la hora de llevar a cabo su propia campaña criminal. ¡Mira!

Regresó a la pintura en la que se representaba el ataque al campamento de los hicsos.

—Según esto, Karnac se coló en el campamento de Merseguer para apoderarse de su cabeza, y eso es lo que hizo el asesino: entró en vuestro lugar sagrado para matar a Balet con una maza y, en lugar de cercenar su cabeza, arrancarle los ojos. Y aquí —dijo señalando otro punto del muro— se representa la campaña contra los pueblos del mar. Las Panteras del Mediodía se dirigieron a una de las islas del Delta, exterminaron al enemigo y arrasaron con fuego su campamento. ¿No es cierto? Y aquí… Mira: ése es el Nilo, y aquí aparecen las embarcaciones enemigas. ¿Cuál es la historia de esta pintura?

—Sucedió tras nuestra gran victoria contra los hicsos —refirió Nebámum—. Los expulsamos de Avaris. Algunos huyeron a través del desierto, mientras que otros se refugiaron en sus galeras de guerra y trataron de escapar río arriba.

—¿Y los seguisteis?

—Sí. Karnac dirigió la lucha. Matamos al almirante y capturamos a la mayoría de sus capitanes. Fue una gran victoria. En aquel entonces los hicsos habían perdido ya cualquier voluntad de luchar contra los carros del faraón, y estaban resueltos a poner tanta tierra de por medio como les fuera posible. Pero, si estás en lo cierto…

Amerotke dio un paso al frente y abarcó con un gesto todas las pinturas que cubrían los muros desde el suelo hasta el techo.

—Si estoy en lo cierto, y puedes decírselo a mi señor Karnac, él y sus compañeros tienen sus propios asesinatos descritos aquí, en pleno corazón de su capilla sagrada.

El magistrado regresó a la pared y señaló la representación de una casa. En sus escalones habían pintado de modo tosco a un guerrero hicso con barba, bigote y una larga cabellera recogida a la espalda. En una mano llevaba una jarra de vino, y en la otra, una copa. La siguiente pintura lo presentaba tumbado en los escalones, en tanto que la copa había caído al suelo. En lugar de vino, lo que salía de ella era un líquido de color verde oscuro que representaba algún veneno.

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