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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (8 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Me parece bien, pero no os fiéis, y llevad vuestro pañuelo, os pertenezca o no; quizá tengáis ocasión de serviros de él.

—¿El señor es gascón? —preguntó Aramis.

—Sí. El señor no pospone una cita por prudencia.

—La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé, pero indispensable a las gentes de Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente, tengo que ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Tréville. Allí os indicaré los buenos lugares.

Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al Luxemburgo, mientras D’Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los Carmelitas Descalzos, diciendo para sí:

—Decididamente, no puedo librarme; pero por lo menos, si soy muerto, seré muerto por un mosquetero.

Capítulo V
Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal

D’
Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia.

Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D’Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso.

Además había en D’Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville». Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.

Cuando D’Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto puntual como la Samaritana
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y el más riguroso casuista en duelos no podría decir nada.

Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca. Al ver a D’Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Éste, por su parte, no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.

—Señor —dijo Athos—, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en ellos.

—Yo no tengo padrinos, señor —dijo D’Artagnan—, porque, llegado ayer mismo a París, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.

Athos reflexionó un instante.

—¿No conocéis más que al señor de Tréville? —preguntó.

—No, señor, no conozco a nadie más que a él…

—¡Vaya…, pero… —prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para D’Artagnan—, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!

—No demasiado, señor —respondió D’Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad—; no demasiado, pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí con una herida que debe molestaros mucho.

—Mucho me molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos los diablos, debo decirlo; pero lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias. No creáis por ello que os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será incluso desventaja para vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están prevenidas. Lamento no haberos participado antes esta circunstancia.

—Señor —dijo D’Artagnan inclinándose de nuevo—, sois realmente de una cortesía por la que no os puedo quedar más reconocido.

—Me dejáis confuso —respondió Athos con su aire de gentilhombre—; hablemos pues de otra cosa, os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los diablos! ¡Qué daño me habéis hecho! El hombro me arde…

—Si permitierais… —dijo D’Artagnan con timidez.

—¿Qué, señor?

—Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que yo mismo he probado.

—¿Y?

—Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de los tres días, cuando estéis curado, señor, será para mí siempre un gran honor ser vuestro hombre.

D’Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar en modo alguno contra su valor.

—¡Pardiez, señor! —dijo Athos—. Es esa una propuesta que me place, no que la acepte, pero huele a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos valientes del tiempo de Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgraciadamente, no estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del señor cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a nuestro combate… Vaya, esos trotacalles ¿no acabarán de venir?

—Si tenéis prisa, señor —dijo D’Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un instante antes le había propuesto posponer el duelo tres días—, si tenéis prisa y os place despacharme en seguida, no os preocupéis, os lo ruego.

—Es esa una frase que me agrada —dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a D’Artagnan—, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente. Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro, tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación. Esperemos a esos señores, os lo ruego, tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí está uno según creo!

En efecto, por la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco Porthos.

—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan—. ¿Vuestro primer testigo es el señor Porthos?

—Sí. ¿Os contraría?

—No, de ningún modo.

—Y ahí está el segundo.

D’Artagnan se volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció a Aramis.

—¡Qué! —exclamó con un acento más asombrado que la primera vez—. ¿Vuestro segundo testigo es el señor Aramis?

—Claro, ¿no sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los otros, y que entre los mosqueteros y entre los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y Aramis o los tres inseparables? Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau…

—De Tarbes —dijo D’Artagnan.

—…os está permitido ignorar este detalle —dijo Athos.

—A fe mía —dijo D’Artagnan—, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna resonancia, probará al menos que vuestra unión no está fundada en el contraste.

Entre tanto Porthos se había acercado, había saludado a Athos con la mano; luego, al volverse hacia D’Artagnan, había quedado estupefacto.

Digamos de pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.

—¡Ah, ah! —exclamó—. ¿Qué es esto?

—Este es el señor con quien me bato —dijo Athos señalando con la mano a D’Artagnan, y saludándole con el mismo gesto.

—Con él me bato también yo —dijo Porthos.

—Pero a la una —respondió D’Artagnan.

—Y también yo me bato con este señor —dijo Aramis llegando a su vez al lugar.

—Pero a las dos —dijo D’Artagnan con la misma calma.

—Pero ¿por qué te bates tú, Athos? —preguntó Aramis.

—A fe que no lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y tú, Porthos?

—A fe que me bato porque me bato —respondió Porthos enrojeciendo.

Athos, que no se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios del gascón.

—Hemos tenido una discusión sobre indumentaria —dijo el joven.

—¿Y tú, Aramis? —preguntó Athos.

—Yo me bato por causa de teología —respondió Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D’Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.

Athos vio pasar una segunda sonrisa por los labios de D’Artagnan.

—¿De verdad? —dijo Athos.

—Sí, un punto de San Agustín sobre el que no estamos de acuerdo —dijo el gascón.

—Decididamente es un hombre de ingenio —murmuró Athos.

—Y ahora que estáis juntos, señores —dijo D’Artagnan—, permitidme que os presente mis excusas.

A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.

—No me comprendéis, señores —dijo D’Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel momento jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas—: os pido excusas en caso de que no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor Aramis. Y ahora, señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de eso, ¡y en guardia!

A estas palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D’Artagnan sacó su espada.

La sangre había subido a la cabeza de D’Artagnan, y en aquel momento habría sacado su espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y Aramis.

Eran las doce y cuarto. El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.

—Hace mucho calor —dijo Athos sacando a su vez la espada—, y sin embargo no podría quitarme mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.

—Cierto, señor —dijo D’Artagnan—, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con pesar la sangre de un caballero tan valiente; por eso me batiré yo también con jubón como vos.

—Vamos, vamos —dijo Porthos—, basta de cumplidos, y pensad que nosotros esperamos nuestro turno.

—Hablad por vos solo, Porthos, cuando digáis semejantes incongruencias —interrumpió Aramis—. Por lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a todas luces dignas de dos gentileshombres.

—Cuando queráis, señor —dijo Athos poniéndose en guardia.

—Esperaba vuestras órdenes —dijo D’Artagnan cruzando el hierro.

Pero apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su Eminencia, mandada por el señor de Jussac
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, apareció por la esquina del convento.

—¡Los guardias del cardenal! —gritaron a la vez Porthos y Aramis—. ¡Envainad las espadas, señores, envainad las espadas!

Pero era demasiado tarde. Los dos combatientes habían sido vistos en una postura que no permitía dudar de sus intenciones.

—¡Hola! —gritó Jussac avanzando hacia ellos y haciendo una señal a sus hombres de hacer otro tanto—. ¡Hola, mosqueteros! ¿Nos estamos batiendo? ¿Para qué queremos entonces los edictos?

—Sois muy generosos, señores guardias —dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de los agresores de la antevíspera—. Si os viésemos batiros, os respondo que nos guardaríamos mucho de impedíroslo. Dejadnos pues hacerlo, y podréis tener un rato de placer sin ningún gasto.

—Señores —dijo Jussac—, con gran pesar os declaro que es imposible. Nuestro deber ante todo. Envainad, pues, por favor, y seguidnos.

—Señor —dijo Aramis parodiando a Jussac—, con gran placer obedeceríamos vuestra graciosa invitación, si ello dependiese de nosotros; pero desgraciadamente es imposible: el señor de Tréville nos lo ha prohibido. Pasad, pues, de largo, es lo mejor que podéis hacer.

Aquella broma exasperó a Jussac.

—Cargaremos contra vosotros si desobedecéis.

—Son cinco —dijo Athos a media voz—, y nosotros sólo somos tres; seremos batidos y tendremos que morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.

Entonces Porthos y Aramis se acercaron inmediatamente uno a otro, mientras Jussac alineaba a sus hombres.

Este solo momento bastó a D’Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos momentos que deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal; hecha la elección, había que perseverar en ella. Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir, arriesgar la cabeza, es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey mismo, eso es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo. Volviéndose, pues, hacia Athos y sus amigos dijo:

—Señores, añadiré, si os place, algo a vuestras palabras. Habéis dicho que no sois más que tres, pero a mí me parece que somos cuatro.

—Pero vos no sois de los nuestros —dijo Porthos.

—Es cierto —respondió D’Artagnan—; no tengo el hábito, pero sí el alma. Mi corazón es mosquetero, lo siento de sobra, señor, y eso me entusiasma.

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