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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (26 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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—Sí, sire, he oído —balbuceó la reina.

—¿Iréis a ese baile?

—Sí.

—¿Con vuestros herretes?

La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.

—Entonces, convenido —dijo el rey—. Eso era todo lo que tenía que deciros.

—Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? —preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.

—Muy pronto, señora —dijo—; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal.

—¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? —exclamó la reina.

—Sí, señora —respondió el rey asombrado—. Pero ¿por qué?

—¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?

—Es decir, señora…

—¡Ha sido él, sire, ha sido él!

—¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?

—No, sire.

—Entonces, ¿os presentaréis?

—Sí, sire.

—Está bien —dijo el rey, retirándose—. Está bien, cuento con ello.

La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.

El rey partió encantado.

—Estoy perdida —murmuró la reina—. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien empuja al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios mío, Dios mío Dios mío!

Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.

En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el mundo en quien fiarse.

Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo, estalló en sollozos.

—¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? —dijo de pronto una voz llena de dulzura y de piedad.

La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien así hablaba.

En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado; no había podido salir, y había oído todo.

La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al principio a la joven que le había sido dada por La Porte.

—¡Oh, no temáis nada, señora! —dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las angustias de la reina—. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.

—¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! —exclamó la reina—. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por todas partes, ¿puedo fiarme de vos?

—¡Oh, señora! —exclamó la joven cayendo de rodillas—. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra Majestad!

Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía engañar.

—Sí —continuó la señora Bonacieux—. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre de la Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No es así?

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.

—Pues bien, esos herretes —prosiguió la señora Bonacieux— hay que recuperarlos.

—Sí, sin duda, hay que hacerlo —exclamó la reina—. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?

—Hay que enviar a alguien al duque.

—Pero ¿quién…? ¿Quién…? ¿De quién fiarme?

—Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.

—¡Pero será preciso escribir!

—¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestad y vuestro sello particular.

—Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!

—¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo que esas dos palabras sean remitidas a su destinatario.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras manos!

—¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!

—Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.

—Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera; partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.

La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.

—¡Haz eso —exclamó—, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!

—¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.

—Es cierto, es cierto, hija mía —dijo la reina—. Y tienes razón.

—Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.

La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.

—Y ahora —dijo la reina—, nos olvidamos de una cosa muy necesaria…

—¿Cuál?

—El dinero.

La señora Bonacieux se ruborizó.

—Sí, es cierto —dijo—. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido…

—Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.

—Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no se inquiete, encontraremos el medio…

—Es que yo tampoco tengo —dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville
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no se extrañarán de esta respuesta)—. Pero espera.

Ana de Austria corrió a su escriño.

—Toma —dijo—. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el rey de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido parta.

—Dentro de una hora seréis obedecida.

—Ya ves el destinatario —añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.

—La carta le será entregada personalmente.

—¡Muchacha generosa! —exclamó Ana de Austria.

La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un pájaro.

Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.

Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto a la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la pobre muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde París hasta Bourgogne, su país natal.

El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.

Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.

Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.

Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero, en esa época sobre todo, el título de gentilhombre tenía gran influencia sobre la burguesía y D’Artagnan era gentilhombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso, joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años
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y la señora Bonacieux había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.

Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin embargo, el señor Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.

La señora Bonacieux le presentó la frente.

—Hablemos un poco —dijo ella.

—¿Cómo? —dijo Bonacieux, extrañado.

—Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.

—Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme un poco vuestro rapto, por favor.

—Por el momento no se trata de eso —dijo la señora Bonacieux.

—¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?

—Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.

—¡Habláis muy a vuestro gusto señora! —prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le testimoniaba su mujer—. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la Bastilla?

—Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a lo que me ha traído a vuestro lado.

—¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho días? —pregunto el mercero picado en lo más vivo.

—Es eso en primer lugar, y además otra cosa.

—¡Hablad!

—Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.

—Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.

—Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.

—¿A mí?

—Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.

La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.

Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.

—¡Mucho dinero que ganar! —dijo Bonacieux estirando los labios.

—Sí, mucho.

—¿Cuánto, más o menos?

—Quizá mil pistolas.

—¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?

—Sí.

—¿Qué hay que hacer?

—Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.

—¿Y adónde tengo que ir?

—A Londres.

—¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.

—Pero otros necesitan que vos vayáis.

—¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.

—Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.

—¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido sobre eso.

—¡El cardenal! —exclamó la señora Bonacieux—. ¡Habéis visto al cardenal!

—El me hizo llamar —respondió orgullosamente el mercero.

—Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!

—Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.

—¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?

—Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo del gran cardenal!

—¡Del gran cardenal!

—¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?

—Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes es de los que hay que burlarse.

—Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de servir.

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