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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los piratas de los asteroides (3 page)

BOOK: Los piratas de los asteroides
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Y luego, Lawrence Starr había sido ascendido y asignado a un alto cargo en Venus. El, su mujer y su hijo de cuatro años recorrían la trayectoria hacia Venus, cuando la nave pirata los atacó.

Por años, lleno de amargura, Lucky se había preguntado cómo transcurrió esa hora final en la nave destinada a la muerte. Primero, los controles principales de la nave averiados en la popa, cuando aún pirata y víctima estaban separadas. Luego, la voladura de las puertas exteriores de las cámaras de aire y el abordaje. Tripulación y pasajeros se vestían con trajes espaciales, por precaución ante la pérdida de aire cuando las cámaras fueron destruidas. Los tripulantes armados y a la expectativa. Los pasajeros apiñados en los compartimentos interiores, sin mucha esperanza.

Mujeres llorando; niños gimiendo de terror.

Su padre no estaba entre los que se escondían. Su padre era miembro del Consejo. Se había armado para luchar; Lucky estaba seguro de ello. Tenía un recuerdo, muy breve, grabado a fuego en su mente. Su padre, un hombre alto y robusto, estaba de pie con un desintegrador apuntando y, en el rostro, la expresión de lo que debió ser uno de los pocos instantes de fría ira en su vida, en el momento en que la puerta del cuarto de controles caía dentro entre una nube de negro humo.

Y su madre, con el rostro húmedo y sucio, pero visible a través de la mascarilla del traje espacial, lo colocaba en un cohete salvavidas muy

pequeño.

«No llores, David, nada ocurrirá.»

Esas eran las únicas palabras que recordaba que su madre hubiese dicho alguna vez.

Luego hubo un trueno a sus espaldas y él se sintió comprimido contra una pared.

Lo hallaron en el cohete salvavidas dos días después, al recibir sus mensajes automáticos de auxilio.

El gobierno organizó inmediatamente una terrible campaña contra los piratas de los asteroides y el Consejo facilitó, en ese sentido, cada uno de los mínimos datos obtenidos en años de trabajo silencioso. Para los piratas resultó evidente que atacar y matar hombres clave del Consejo de Ciencias era un mal negocio. Tan pronto como se localizaba un escondite en los asteroides, se lo reducía a cenizas y la amenaza de los piratas se redujo a revoloteos vacilantes por un período de veinte años.

Pero más de una vez Lucky se había preguntado si se habría asesinos de logrado localizar la especifica nave pirata que llevaba a los sus padres. No había modo de saberlo.

Y ahora la amenaza revivía, en forma menos espectacular, pero mucho más peligrosa. La piratería ya no era tarea de individuos aislados. Había adquirido la apariencia de un ataque organizado al comercio terrestre. Más aún: a partir de la naturaleza de la estrategia seguida, Lucky estaba convencido de que una mente, una única mano directiva táctica estaba por detrás de todo ello. Y sabía que él tendría que enfrentarse con esa única mente.

Una vez más arrojó una mirada al ergómetro. El registro de energía mostraba ahora marcas elevadas. La otra nave estaba dentro de la distancia en la que la cortesía espacial exige mensajes rutinarios de mutua identificación. Es decir, que se hallaba a la distancia en la que, habitualmente una nave pirata haría sus primeros movimientos hostiles.

El piso retembló bajo los pies de Lucky.

No era una bala desintegradora proveniente de la nave enemiga, sino la conmoción que producía la partida de un cohete salvavidas. Las pulsaciones de energía se habían vuelto tan fuertes como para activar los controles automáticos en ellos instalados.

Otra sacudida. Y otra. Cinco en total.

Observó la nave que se acercaba. A menudo los piratas atacaban a los salvavidas, en parte por la macabra diversión que ello les ocasionaba, en parte para evitar testigos que describiesen la nave atacante, suponiendo que

no lo hubiesen hecho ya, a través de las ondas sub-etéricas.

Sin embargo, esta vez la nave pirata ignoró los salvavidas. Se aproximó hasta la distancia de abordaje. Sus garfios magnéticos se desplegaron y se adhirieron a la estructura exterior del Atlas y las dos naves, ahora, estrechamente unidas, iniciaron una marcha común en el espacio.

Lucky aguardó.

Oyó que la cámara de aire se abría y luego se cerraba. Oyó pasos y el sonido de los cierres de los cascos que luego dio paso al sonido de voces.

No se movió.

Una figura apareció en la puerta. Se había quitado el casco y los guantes, pero aún llevaba el traje espacial cubierto de hielo. Es común que esto ocurra con los trajes espaciales, cuando el portador pasa de una temperatura de cero absoluto, o cercana a él, en el espacio, al aire tibio y húmedo del interior de una nave. El hielo comenzaba a fundirse.

El pirata advirtió la presencia de Lucky sólo después de haber avanzado un metro dentro del cuarto de control. Y se detuvo, con la cara paralizada en una mueca casi cómica de sorpresa. Lucky tuvo tiempo de notar el ralo cabello negro, la nariz grande, y la cicatriz blanca que iba de la fosa nasal al incisivo, dividiendo el labio superior en dos partes desiguales.

Con absoluta calma Lucky soportó el escrutinio perplejo del pirata. No temía ser reconocido. Los hombres del Consejo en actividad siempre operaban en forma casi anónima, con la idea de que una cara muy conocida disminuiría su capacidad de acción. El propio rostro de su padre había aparecido en las pantallas sub-etéricas sólo después de su muerte. Con fugaz amargura Lucky pensó que tal vez una publicidad mayor podría haber prevenido el ataque pirata. Pero, por supuesto, era una tontería y él no lo ignoraba. En el momento en que los piratas habían visto a Lawrence Starr el ataque había avanzado lo suficiente como para no poder ser detenido.

Lucky dijo:

—Tengo un desintegrador. Lo utilizaré solamente si tú echas mano al tuyo. No te muevas.

El pirata abrió la boca y luego volvió a cerrarla. .

Lucky habló una vez más:

—Si quieres llamar a tus compañeros, puedes hacerlo.

El pirata le miró lleno de sospechas, pero con los ojos bien fijos en el desintegrador de su interlocutor, vociferó:

— ¡Por el espacio centelleante! Aquí hay un tipo con un juguete encima.

Se oyó una carcajada de respuesta y una voz que gritaba:

— ¡Calla!

Otro hombre penetró en la sala de control.

—Hazte a un lado, Dingo.

El individuo se había quitado todo el traje espacial y su aspecto producía una sensación de incongruencia a bordo de la nave. Sus ropas debían provenir del sastre más a la moda en Ciudad Internacional y, sin duda, eran más adecuadas para una fiesta elegante en la Tierra que para el abordaje de una nave en el espacio. Su camisa tenía la textura de la mejor seda, la que sólo se consigue con el hilado más caro de plastex; la iridiscencia del tejido era sutil y de ningún modo ostentosa; de no ser por el cinturón ricamente ornamentado, los pantalones ceñidos al tobillo y la camisa habrían pasado por una única prenda, pues su color combinaba a la perfección. Los puños de la camisa hacían juego con el cinturón y, al cuello, llevaba una banda de tejido ligero, azul cielo. Su cabello castaño y abundante se veía rizado y con el aspecto de recibir frecuentes cuidados.

El individuo era media cabeza más bajo que Lucky, pero teniendo en cuenta su porte y su actitud, el joven miembro del Consejo de Ciencias comprendió que estaría errado si juzgaba por la vestimenta de petimetre que se trataba de un hombre blando.

Tras acercarse, el nuevo personaje se presentó:

—Mi nombre es Antón. ¿Querrás bajar tu arma?

—¿Y que me maten?

—Puede que te matemos, pero no en este mismo momento. Antes necesito hacerte algunas preguntas.

Lucky no dejó de apuntar con su desintegrador.

Antón intentó nuevamente:

—Te doy mi palabra —un leve rubor tiñó sus mejillas—. Es mi única virtud, tal como los hombres la entienden, pero siempre mantengo mi palabra.

Lucky bajó su arma; Antón cogió el desintegrador y se lo tendió al otro pirata.

—Llévatelo, Dingo, y no regreses por aquí —se giró hacia Lucky—. Los demás pasajeros se habían marchado en los cohetes salvavidas, ¿verdad?

—Es una trampa evidente, Antón... —respondió Lucky, pero su interlocutor le interrumpió:

—Capitán Antón, por favor —y sonrió, pero sus fosas nasales se dilataron.

—De acuerdo, es una trampa, capitán Antón. Es evidente que tú sabías que esta nave no llevaba pasajeros ni tripulación. Lo sabías mucho antes de abordarla.

—¿De verdad? ¿Cómo lo has sabido tú?

—Te has aproximado a la nave sin hacer señales ni disparos de advertencia; no has desarrollado demasiada velocidad; has ignorado los cohetes salvavidas cuando se alejaron; tus hombres han abordado la nave sin precauciones, como si no pensaran en la posibilidad de que alguien les opusiera resistencia; el hombre que me halló traspuso la puerta con el desintegrador enfundado. Las conclusiones son claras.

—Estupendo. ¿Y qué haces tú en una nave sin tripulación ni pasajeros?

Con aire torvo, Lucky respondió:

—He venido a verte a ti, capitán Antón.

3. DUELO DE PALABRAS

La cara de Antón no se alteró.

—Ahora me estás viendo.

—Pero no en privado, capitán —los labios de Lucky se cerraron con fuerza.

Antón echó una veloz mirada a su alrededor. Una docena de sus hombres, todos interrumpidos en mitad de su tarea de quitarse los trajes espaciales, se había reunido en el compartimiento y observaban y oían con gran interés.

Antón enrojeció apenas y alzó la voz:

—Cada uno a lo suyo, basuras. Quiero un informe completo acerca de la nave. Y tened las armas preparadas. Puede que haya más hombres a bordo, y si algún otro es sorprendido como Dingo, lo arrojaré por una de las puertas exteriores.

Hubo un movimiento mínimo.

De pronto la voz de Antón se dejó oír, convertida en un grito:

— ¡De prisa! ¡De prisa! —con un gesto veloz y reptante desenfundó su desintegrador—. Contaré hasta tres antes de disparar. Uno..., dos...

Y ya se habían marchado.

El pirata se enfrentó a Lucky nuevamente. Sus ojos relampagueaban y sus fosas nasales contraídas dejaban escapar el aire y aspiraban con movimientos bruscos.

—La disciplina es muy importante —resolló—. Deben temerme. Deben temerme más que a ser capturados por la Policía Espacial Terrestre. Y así una nave es un único cerebro y un único brazo. Mi cerebro y mi brazo.

Sí, pensó Lucky, un cerebro y un brazo, ¿pero cuál? ¿El tuyo?

Casi infantil, amistosa y franca, la sonrisa de Antón relucía otra vez.

—Ahora dime qué quieres.

Lucky proyectó su pulgar un par de veces hacia el desintegrador, aún listo para dispararse. Sonrió también él y dijo:

—¿Estás por disparar? Si es así, adelante.

Antón se alteró.

— ¡Espacio! Sí que tienes nervios de acero. Dispararé cuando me venga en gana. ¿Cómo te llamas?

—Williams, capitán.

—Eres un hombre alto, Williams; se te ve fuerte. Y, sin embargo, yo con la presión de mi dedo puedo matarte. Creo que es muy instructivo. Dos hombres y un desintegrador es todo el secreto del poder. ¿Has pensado alguna vez acerca del poder, Williams?

—Algunas veces.

—Es lo único que le da significación a la vida. ¿No crees?

—Quizá.

—Veo que estás ansioso por entrar en materia. Comencemos, pues. ¿Por qué estás aquí?

—He oído hablar de los piratas.

—Nosotros somos hombres de los asteroides, Williams. No nos corresponde ninguna otra palabra.

—Estoy de acuerdo con ello. He venido a unirme a los hombres de los asteroides.

—Nos halagas, pero mi dedo está aún sobre el contacto del desintegrador. ¿Por qué?

—La vida es muy limitada en la Tierra, capitán. Un hombre como yo puede ser contable o ingeniero. Hasta podría dirigir una factoría o sentarse tras un escritorio y votar en las reuniones de directorio. Y eso no significa nada. Sea lo que fuere, será rutina. Yo podría llegar a descubrir mi vida del principio al fin. No habría aventura, ni ninguna incertidumbre.

—Eres un filósofo, Williams. Prosigue.

—Y están las colonias, pero no me atrae la vida de horticultor en Marte o de centinela de tanques en Venus. Lo que me subyuga es la vida en los asteroides. Allí vives entre la dureza y el peligro. Un hombre puede elevarse hasta la posición de poder que tú tienes. Y como has dicho, el poder da sentido a la vida.

—¿Y te has embarcado en una nave espacial vacía?

—Ignoraba que estuviese vacía. Debía embarcarme de algún modo y en cualquier cosa. Los pasajes espaciales legítimos son muy caros y un pasaporte a los asteroides, en estos días, no se obtiene con facilidad. Me había enterado de que esta nave integraba una expedición cartográfica, así se decía, y que se dirigía a los asteroides. De modo que he estado aguardando hasta el instante de la partida. Ese ha sido el momento en que todos estaban ocupados en los preparativos y las puertas exteriores aún abiertas. Un amigo mío ha puesto al centinela fuera de circulación.

»He supuesto que descenderíamos en Ceres. Para cualquier expedición a los asteroides ésa es la base principal. Llegado allí, me parecía simple esfumarme sin problemas. La tripulación estaría compuesta por astrónomos y matemáticos. Les quitas las gafas y los dejas ciegos; les apuntas con un desintegrador y se te mueren de terror. Una vez en Ceres, me conectaría con los pi..., los hombres de los asteroides de una u otra manera. Simple.

—Sólo que has tenido la gran sorpresa al recorrer la nave ¿No es eso? —preguntó Antón.

—Te lo diré. Nadie a bordo, y antes de que lograra comprenderlo, antes de que comprobase que realmente no había nadie a bordo, ya partía la nave.

—¿Y cómo ha sido, Williams? ¿Cómo ha sido que has deducido tu situación?

—No la he deducido; la he comprobado por mí mismo.

—Bien, veremos qué se puede averiguar. Tú y yo juntos —hizo un gesto con el desintegrador y ordenó, secamente—: Ven.

El jefe pirata se encaminó hacia el corredor central de la nave. Un grupo de hombres emergió de una de las puertas. Comentaban con breves palabras lo que habían visto, pero callaron al ver los ojos de Antón, quien les dijo:

—Acercaos.

Los hombres obedecieron. Uno de ellos se atusó el bigote entrecano con el dorso de la mano y dijo:

—Nadie más a bordo de la nave, capitán.

—Bien. ¿Qué me dices de la nave?

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