—No toma sino polvo… Está más viejo que la Bula… Yo no sé cómo no ha reventado ya —exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo severamente:
—Mire usted que este señor puede oír lo que usted dice de él.
—¡Ca! Más sordo que una tapia —gritó Trampeta, como para probar su aserto—. Aunque le dispare un cañón junto a la oreja, ni esto. Siempre fue algo teniente; pero ahora, ¡María Santísima! La sordera, como usted me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos a ver: ¿dirá usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fue un remeje que te remejerás de elecciones, que nos dejaba a todos tamañitos? Hoy no es ni su sombra… En sus tiempos era un demonio con sotana: no había quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez dio un puntapié a la urna… Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, la gloriosa, ¿usté me entiende?, que andaban los carlistas muy alterados, como usté me enseña, por poco entre ese condenado y otros de su laya me hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al Marqués de Ulloa contra el candidato del gobierno.
Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como quien oye llover, y sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun intentó volverse; pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados, porque el Arcipreste, reclinando la cabeza en la esquina, y cubriéndose la cara con un pañuelo blanco, adoptaba postura más cómoda, y ocupaba todavía más sitio.
—¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?…
—Sí señor, sí señor… —repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida—. Por cierto que después…
—El Marqués de Ulloa —interrumpió el viajero—es don Pedro Moscoso, ¿verdad?
—El mismo que viste y calza. Por cierto que…
—¿El yerno del señor de la Lage?
No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante del enguantado, y no pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el hombro, clavando en Trampeta sus ojos garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen mucho o viven aprisa.
—Aajá —articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de cuerpo que consentía la apretura—: ¡aajá! El mismito. ¿Al parecer usted lo conoce?
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas: —Siga usted —. Trampeta, aunque tan observador y ladino, no era capaz de darse un punto a la lengua cuando esta le picaba.
—¡Aquellas fueron unas elecciones… de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para veinte años… Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del mayordomo del marqués, que fue una cosa atroz…
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El cacique se tranquilizó y prosiguió:
—Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído… ¡Un balazo limpio, de esos que dejan sequito a un hombre!
—Ese mayordomo… —murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era hombre de dejar cojo el cuento.
—Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y demoniuras… ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía… mal arreglado, o enredado, o embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que mataron… ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués determinó de casarse con la hija del señor de la Lage…
El enguantado hizo un movimiento.
—¿También lo conoció, eh? —preguntó Trampeta.
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:
—Pues, ¿usted me entiende? La boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán del mayordomo, que tenía más conchas que un galápago, y como no pudo vengarse de otro modo, fue y, ¿qué hizo? Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba cerca de triunfar, no sé cómo judas lo amañó…
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.
—En fin, que vendió completamente a su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado, con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos… Y como usted me enseña… al vengativo de
Barbacana
, que es más malo que la quina…
Pausa breve.
—¿Usted no sabrá quién es
Barbacana
? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del país; uno de esos tiranones terribles, como usted me enseña… Ahora ya va de capa caída… los años le pesan… le tenemos metido el resuello en el cuerpo… vaya si se lo tenemos… ¿Usted irá a Orense?, ¡pues pregúntele usted al gobernador qué apunte es
Barbacana
…!
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, a ver si la referencia al gobernador le producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo: —No debe de ser diputado, ni cosa así —. Y añadió:
—En fin, que se cree… ¿Usted me entiende?, que fue
Barbacana
quien… (Ademán muy expresivo de despabilar una luz con los dedos).
—¿Dice usted que mataron a ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa? —preguntó por fin el viajero de los guantes—. ¿Y dónde, y quién y por qué?
—¿Quién? Un satélite de
Barbacana
, un facineroso malhechor relajado que se llama el Tuerto… Así que
Barbacana
tiene una rachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo miedos a todo dios… ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un monte, propiedad del marqués… por el día y por el sol ¿Por qué? Pues como dije, en venganza de que le hizo al marqués perder las elecciones.
—Y la hija de ese hombre… ¿qué ha sido de ella? —interrogó el viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.
—Ese es otro cantar… ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí a poco?
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta a la sazón encendía dificultosamente el cigarro.
—Enviudó, porque la señorita se puso tisis… Parece que le dio muy mala vida por causa de la raída de la moza, y que andaba San Benito de Palermo… Ella era poquita cosa; de poco estuche… Pss…
Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus ojos, que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y por su frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres o cuatro arrugas bastante profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta, volviéndose, le miró con mayor curiosidad aún.
—Parece que la historia le toca a este señor de cerca… Tate… Hay que ver lo que se habla… ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.
Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte a la carretera, los cristales de las casitas que de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su emparrado de vid, su meda de centeno junto al hórreo. A aquella hora, en que el calor no hostigaba todavía a jacos ni a viajeros, y la tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el sol se bebía la ligera brétema, no molestaría ir en la berlina, a no ser por los ronquidos del Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su estorboso volumen, por las blasfemias del mayoral, por el olor desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las facciones del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida, bien recortada y no muy recia, unos cuantos hilos de plata; en su dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas, de piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora incrustados bajo el cutis. A un lado y a otro de la nariz, los quevedos de acero que solía gastar le habían labrado una especie de surco, rojo o amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros, inclinadas a la reflexión y aun al ensueño.
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo; suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.
—¡Borrico de mí! —pensó—. Dice que conoce al marqués… Será su amigo, y no querrá más chismes… Aunque don Pedro Moscoso, ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así… tan decente!
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.
—¿Gusta usted un trago de vermut? —dijo al cacique.
—No señor… Se aprecia… Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato estando en ayunas… Pero ya maté el gusano antes de salir.
Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió como unas veinte o treinta sirviéndose de un cortaplumas, mirando a Trampeta como en espera de que terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada. Vacilaba y deseaba hablar. Se decidió por fin.
—La hija del mayordomo… —articuló.
¡Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.
—Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con ella… porque la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le había dado por tomarle un cariño atroz, de repente… así como a la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso… Y por cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Ángel, el gaitero de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero dichoso… No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza… y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito. Y unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá. Las lenguas, como usted me enseña, no hay quien las ate, ¿eh?, y usted, un suponer, no va a ponerle un tapón en la boca a todos.
Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:
—Con permiso de usted.
Y tomando a sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso a leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía, ¡a la cumbre, a la cumbre!
Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad e interés del viajero prometían plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos íntimos a los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme aquí que ahora el compañero se ponía a leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no conocía ni aun para servirlo.
¿Hay hablador curioso que se resigne a no chistar, dejando en paz a los que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer a su vecino y llamarle la atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por cortesía o porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.
Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban a crucificar a los viajeros, cuando Trampeta tiró repentinamente de la manga al enguantado.
—A bajarse tocan —le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.
—¿Decía usted? —exclamó el viajero sorprendido.
—¿No va a la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. ¡Mayoral! ¡Para, mayoraal!
—No señor. Si no voy allí.
—¡Ah! Pensé. Ha de dispensar.
La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino que conduce a la soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al enguantado: —«¿A dónde judas va entonces?»—pero con toda su petulante grosería de cacique mimado por personajes muy conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio gallego, y por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años juveniles, supo, a fuer de listo, notar en el semblante, modales y trazas del viajero misterioso cierto no sé qué sumamente difícil de describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que sin violencia rechazaba la excesiva curiosidad dejándola burlada.
Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver —desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos —cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.