Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Laura y Jaime pudieron oír una nueva explosión en otro lado del edificio, los Guardianes estarían ya volando la puerta sur de la escalera de seguridad y asaltando la planta superior.
Jaime notó que Gutierres y uno de los Pretorianos bajaban moviendo la mesa para dejar paso a los demás; otro pretoriano, Mike vistiéndose el chaleco de uno de los muertos, cogió una escopeta y se colocó al lado de Jaime.
Mientras, Gutierres daba instrucciones en la escalera:
—Inspector Ramsey, coja una escopeta y colóquese detrás de la chica.
Ramsey obedeció, colocándose junto a Laura, de forma que la puerta tenía dos defensores a cada lado. Mientras, arriba, a Davis le vestían el chaleco de uno de los cadáveres. El humo ya les afectaba y empezaban a toser.
—Dan, coloca a White frente a la puerta; que proteja el paso.
El hombretón quiso resistirse, pero Dan lo golpeó un par de veces con la empuñadura de su revólver. Al final quedó tambaleante frente al hueco de la puerta, con el pretoriano, revólver desenfundado, vigilando. White parecía a punto de derrumbarse y ya no ofreció más resistencia. Jaime casi no podía reconocer la cara hinchada y ensangrentada de su ex jefe y se sorprendió a sí mismo sintiendo lástima por él. Los guardaespaldas hicieron cruzar a Davis casi en volandas, con Gutierres cubriéndolo con su propio cuerpo, por delante de la peligrosa puerta pero por detrás de White. El viejo parecía más pequeño que nunca.
—Estoy en deuda con usted, Berenguer —le dijo a Jaime al cruzar a su altura.
Detrás de Davis bajaban Cooper y Andersen. Les seguía Ruth, la gobernanta de la planta, con dos pretorianos cerrando la comitiva, perseguidos por el humo que ya inundaba el piso superior. Justo habían logrado cerrar la puerta de arriba cuando los Guardianes intentaban un nuevo asalto, con una descarga cerrada.
Disparos, maldiciones y ayes se mezclaron con el siniestro ulular de la alarma del edificio, y al responder al fuego desde la escalera se estableció un intenso tiroteo. Varios de los asaltantes cayeron frente a la puerta, y los demás se retiraron sin dejar de disparar. Los lamentos continuaban dentro y fuera de la escalera. Jaime miró a Laura; no estaba herida y ella le hizo el signo de «esto va bien» con el pulgar hacia arriba; la extraña impresión que sentía con respecto a su secretaria continuaba.
Ramsey, sin chaleco antibalas, se había protegido detrás de Laura y se encontraba bien, pero Mike, el pretoriano, estaba tumbado en el suelo. Tenía una herida en la pierna izquierda que sangraba en abundancia. Pero no era él el que se quejaba. La andanada había dado de lleno a White, que se había derrumbado, y a Cooper, que tuvo la mala suerte de cruzar en aquel momento. Cooper, herido en el vientre, se retorcía aullando de dolor, y Ruth gritaba horrorizada mirando a los heridos. Con el pecho ensangrentado y tumbado de lado, White babeaba sangre; estaba moribundo. Jaime pensó que su muerte había sido una ejecución y al cruzar su mirada con la de Gutierres tuvo la seguridad. De no haber hablado ya, nunca lo haría.
—¡Bajad la mesa! —gritó Gutierres a los dos pretorianos de arriba.
Ramsey empujó a Ruth y a Andersen, haciéndoles pasar por encima de los cuerpos que yacían en el suelo, colocándolos escaleras abajo, lejos del peligro.
Los dos pretorianos colocaron la pequeña mesa de forma que les protegiera de los disparos desde la puerta y desde escaleras arriba. Ahora cubrían la puerta con sus armas, Laura cogió los fusiles de los muertos y se los lanzó. Uno de los caídos en el umbral movió un brazo, tratando de incorporarse con un débil lamento; desde atrás de la mesa un pretoriano le voló la cabeza de un disparo.
—Ya han entrado arriba —dijo Jaime a Gutierres—. Pronto descubrirán que han escapado por aquí y estaremos entre dos fuegos. Tienen que bajar.
—El peligro está en la salida al
hall
y a la calle —comentó Gutierres pensativo—. Moore, el jefe de seguridad del edificio, es enemigo, luego la mayoría de los guardas de seguridad lo serán. El corte de comunicaciones también les debe de afectar a ellos; debemos aprovecharlo y bajar antes de que se den cuenta. Intentaremos escapar en la limusina blindada.
—Esta escalera de emergencia termina en el
hall
, y las puertas de bajada al garaje están siempre cerradas —advirtió Jaime.
—Nosotros sabemos cómo abrirlas —repuso Gutierres—. ¡Vayámonos de aquí antes de que nos ataquen también desde arriba!
—¡Un momento, Gutierres! —Jaime le detuvo—. Tenemos dos heridos y no podemos dejarlos aquí para que los asesinen.
—Mi misión es proteger a Davis; lo siento, pero no voy a arriesgar su seguridad por los heridos. ¡Vamos!
—No; yo no voy —anunció Jaime—. Karen está también aquí arriba. No la dejo.
—No discutiré. ¡Quédese si quiere! Gracias por cubrirnos las espaldas. ¡Los demás, abajo! —dijo medio susurrando para no ser oído por el enemigo—. Bob y Charly, abrís la marcha; detrás el inspector Ramsey, luego Richy con Davis y el resto siguiéndoles.
El grupo empezó a bajar por las escaleras.
—Yo me quedo con Jaime —afirmó Laura.
—Yo también me quedo —dijo Ramsey.
—Usted no puede —objetó el guardaespaldas jefe—. Lo necesitamos abajo para coordinar con la policía tan pronto como podamos salir; tiene que acompañarnos.
—No dejaré a este par solos, defendiendo a los heridos —insistió Ramsey—. Usted sabrá arreglarse bien con la policía.
—No. Sin usted, la policía tardará en coordinar el asalto y esos individuos podrán escapar. Su lugar está fuera. No necesita usted probar aquí su valor; hay tanto peligro abajo como arriba.
—Lo siento, no los abandono.
—No podemos perder tiempo discutiendo; le propongo un cambio —negoció Gutierres—. Dejo aquí a uno de los míos y usted nos acompaña. Un hombre por otro. ¿Hace?
—De acuerdo —aceptó Ramsey.
—Dan, tú te quedas. ¡Buena suerte, chicos! —Y Gutierres siguió a Ramsey escaleras abajo.
Bajaron por las escaleras con rapidez pero sin correr. Bob y Charly, encabezando la marcha, portaban rifles y los chalecos antibalas de los cadáveres; les seguía Ramsey.
—Después de Davis, usted es el más importante para el éxito de la operación —insistió Gutierres cuando Ramsey se negó a vestir el chaleco—. Sin usted coordinando a la policía, esos individuos huirán.
Ramsey se lo puso a regañadientes y lanzó una maldición al mancharse con la sangre del anterior propietario.
El personal había desalojado el edificio por las escaleras de emergencia, así que encontraban las puertas de acceso a las plantas entreabiertas conforme bajaban. Bob y Charly se turnaban. El primero cerraba la puerta y mantenía su cuerpo contra ella para evitar que pudiera ser abierta de nuevo y que les sorprendieran cuando Davis pasara. Mientras, Charly ejecutaba la misma operación con la siguiente. Cuando Davis había pasado y la puerta quedaba bajo el control de Gutierres, Bob corría hacia abajo adelantando la comitiva y bloqueaba la siguiente puerta libre. Andersen marchaba delante de Davis, y justo al lado de éste se movía Richy, el tercer pretoriano, siempre intentando cubrir con su cuerpo al viejo, en caso de un posible ataque. Ruth y Gutierres cerraban la comitiva.
Así llegaron hasta el primer piso, donde Gutierres pasó a la vanguardia para organizar el siguiente paso. En el nivel cero había dos puertas, una hacia el interior del
hall
y otra que daba al jardín exterior que rodeaba el edificio, y entre ambas un amplio descansillo; luego, la escalera continuaba hasta los aparcamientos subterráneos.
Gutierres envió a Richy a cerrar la puerta del
hall
, que estaba entornada, mientras Bob y Charly corrían a controlar la puerta exterior del jardín, que no podían ver desde su posición en la escalera. Los temores de Gutierres se confirmaron cuando vieron a Nick Moore con cuatro guardas armados con escopetas vigilando la parte exterior. Por suerte no esperaban que el grupo apareciera por allí y sólo un par estaba en posición de ver la puerta.
—¡Adelante! —susurró Charly, y Gutierres se lanzó a la carrera hacia las escaleras de bajada, cargando literalmente con Davis; los demás los siguieron, mientras Bob intentaba cerrar la puerta del jardín sin conseguirlo, al estar sujeta al suelo de alguna forma. Los guardas dieron la voz de alarma a sus compañeros, que hicieron ademán de girarse con las armas.
—¡Quietos o disparamos! —gritó Charly.
Por unos segundos pareció que los guardas dudaban pero, cuando Moore se giró empuñando su pistola, Charly y Bob empezaron a disparar.
Ramsey y Andersen habían ya cruzado cuando sonaron los disparos, pero Ruth retrocedió hacia la escalera superior. Richy, que protegía la puerta del
hall
, no llevaba chaleco antibalas y fue alcanzado de lleno.
Moore, herido en una pierna, cayó junto con dos de los guardas, y los otros se echaron al suelo disparando por encima de los cuerpos de sus compañeros. Charly y Bob consiguieron salir del umbral de la puerta sin ser heridos y quedaron cubriendo la retaguardia del grupo.
Mientras, Gutierres había logrado abrir la entrada que daba acceso al nivel primero de los aparcamientos. Hizo pasar a los cinco supervivientes y cerró la puerta mientras se preguntaba angustiado si podrían alcanzar la limusina.
El grupo de arriba organizó su defensa. White parecía muerto, y lo dejaron en el rellano de la escalera junto a varios cadáveres de asaltantes. Jaime y Dan trasladaron a Bob Cooper, a pesar de su fea herida en el vientre, al descansillo inferior de la escalera; sangraba en abundancia y aulló de dolor. No dejaba de gemir ni un momento.
Laura ayudó a Mike, el pretoriano herido, también hasta el descansillo; le habían hecho un torniquete en la pierna y aguantó estoicamente el dolor, manteniendo sujeto con fuerza su revólver en la mano derecha. Aun perdiendo su posición de ventaja con respecto a la planta treinta y uno, decidieron instalar la destrozada mesita que les servía de barricada, un escalón por debajo del rellano del piso; la escalera casi no tenía hueco, y la nueva posición permitía una buena defensa tanto si el ataque llegaba del piso superior como desde la puerta que continuaba abierta.
Parapetados, hombro con hombro, y con Laura en el centro, se dispusieron a esperar el ataque.
—Yo también reviví mi vida del siglo XIII —oyó Jaime en un murmullo.
—¿Qué?
—Era una fiel convencida de los Guardianes, como lo fue mi padre. —Laura hablaba con suavidad, casi confesándose—. White influyó en ti para que me tomaras como tu secretaria y me convencieron de que me infiltrara en los cátaros. Fui a su centro de reuniones en Whilshire Boulevard, dije que había oído hablar de ellos y que quería conocerlos a fondo. Poco a poco me gané la confianza de Kepler; le interesaba la información que le ofrecía sobre la Corporación, Jaime Berenguer incluido. Y los Guardianes estaban también encantados con lo que les contaba tanto de los cátaros como de la Corporación.
—Coincide con lo que Beck dijo.
—En parte. Porque al principio los rechazaba, pero al final los sermones de Dubois me hicieron pensar. Un buen día me condujeron con los ojos vendados a Montsegur, estuve en la cueva frente al tapiz de la herradura y me encontré viviendo en el siglo XIII. Sufrí una tremenda impresión.
» Aquello ya no se lo conté a los Guardianes, y tampoco el resto de las experiencias que viví. Cuando cerré mi ciclo, y luego de un tiempo de introvertirme, decidí que creía en la certeza de las enseñanzas de los cátaros. Confesé a Dubois el trabajo que hacía para la secta y, desde entonces, pasé a informar a Kevin sobre los Guardianes.
—Entonces, Karen sabía que tú eras de los nuestros y que el agente del FBI era enemigo.
—Sí. Sabía de mí, pero no de Beck. Todo ha ido muy rápido; ayer por la noche, después de la fiesta, los Guardianes me advirtieron de que hoy ocurriría algo y que debía obedecer en todo a Beck. Antes no sabía que ese hombre era un guardián.
—Podrías haberme avisado.
—¿De qué? No sabía que se fueran a atrever a tanto. Y gracias a que actuasteis con naturalidad estáis ahora vivos.
—Es verdad. —Jaime se quedó rumiando lo oído con la mirada pegada al descansillo, por donde esperaba el nuevo asalto. De pronto, recordando lo primero que Laura había dicho, quiso saber más—. Pero, dime, ¿me reconociste en el siglo XIII?
—Sí.
—¿Y te conocía yo a ti?
—También.
Entonces la puerta del piso superior chirrió al abrirse. Dan le dio un codazo a Laura.
—Parad de cuchichear y estad atentos.
Gutierres comprobó que, en contra de las normas de evacuación por bomba o incendio, se había permitido a los empleados retirar sus vehículos. El grupo cruzó el desierto aparcamiento sin incidentes, y sacando un manojo de llaves Gutierres logró abrir la puerta metálica que daba acceso al área reservada para los coches de los presidentes. Vieron varios coches de gran cilindrada.
Sorprendieron a los dos guardas que custodiaban la limusina y que al verse encañonados se limitaron a levantar las manos. Allí, en el suelo, boca abajo, vieron el cuerpo del pretoriano que guardaba el garaje; Bob comprobó que estaba muerto.
Ramsey esposó a los guardas mientras Gutierres abría la puerta de la limusina. Davis y Andersen se instalaron en el asiento trasero, y Gutierres revisó cerraduras, bajos del coche, motor, maletero y exteriores en busca de algo extraño. Al sentirse satisfecho, se puso al volante, y Ramsey se sentó a su lado. Luego quiso abrir la puerta del garaje con el mando a distancia, sin éxito; la puerta parecía bloqueada. Dio instrucciones a Charly y Bob de que se apresuraran hacia el mecanismo de apertura manual.
Cuando la puerta llegaba a mitad de su camino de apertura, comprobaron que dos coches colocados horizontalmente bloqueaban la salida al final de la rampa. Gutierres dio marcha atrás hasta casi tocar la pared del garaje. Esperó a que la puerta estuviera abierta del todo y dijo:
—Aseguren sus cinturones y agárrense bien, la salida será violenta.
Aceleró el coche y, en el corto espacio de unos cincuenta metros y a pesar de la pendiente de la rampa, logró colocar la tercera marcha. La imponente masa de la limusina blindada golpeó contra el lugar donde los dos coches se tocaban y éstos se desplazaron un par de metros debido al impacto. Mostraban grandes abolladuras pero aún bloqueaban la salida. La limusina perdió el parachoques, aunque su estructura parecía no haberse visto afectada.