Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
Porque arriba estaba el Dios bueno. Tranquilo, majestuoso, imponente dentro de su círculo azul celestial y con su corona de rey del todo. Los ángeles le servían. En una mano la bendición; el perdón de los errores. En la otra el libro de la sabiduría; la enseñanza espiritual. El símbolo griego omega sobre su corona indicaba el fin del camino para el hombre; la perfección, la renuncia al cuerpo y el triunfo del espíritu. El Dios bueno triunfaría al final de los tiempos sobre el malo y el espíritu sobre la carne.
Y entre ambos Dioses la herradura; el símbolo de la reencarnación según la antigua tradición cátara. Representaba la dureza del camino que conduce al hombre a la vida eterna. Reencarnación tras reencarnación en duro aprendizaje y muerte física para pasar a la siguiente vida y siguiente lección.
Dubois terminó de rezar, abrió los ojos y dirigiéndoles un gesto de bendición les dijo:
—Bienvenidos, hermanos.
—Gracias, Buen Hombre —contestaron Karen y Kevin.
—Jaime Berenguer, tus padrinos me dicen que deseas profundizar en la experiencia espiritual que viviste durante tu bautizo. ¿Es eso cierto?
—Sí, Buen Hombre.
—Karen, Kevin, ¿consideráis al hermano Jaime digno de progresar más en nuestra fe?
—Sí, es digno.
—Jaime, ¿estás dispuesto a renovar tu juramento de no revelar nada de lo que veas o vivas aquí? ¿También a obedecer a tus hermanos mayores si en alguna ocasión, por el bien de la comunidad, te ordenan algo?
—Sí, Buen Hombre.
—Entonces apura el contenido del cáliz y no lo dejes en la mesa hasta terminarlo.
Jaime levantó la pesada copa y experimentó el sabor picante y dulzón de especias del extraño vino.
—Recemos —propuso Dubois, y empezó a rezar su extraño padrenuestro.
Jaime rezaba mecánicamente mientras su vista volvía al tapiz, que empezaba a cobrar vida; tuvo la seguridad de que la fascinante experiencia regresaba. Pasó al otro lado de la mesa y, al tumbarse en el diván, Dubois le impuso las manos en la cabeza. Cerró los ojos y notando el calor de las manos se dejó llevar a su viaje espiritual. Hacia el misterio. Hacia el pasado.
—Decidme, Miguel —preguntaba Hug con curiosidad profesional—, ¿cómo conseguisteis hacer tal corte y sólo superficial? Parecía que habíais degollado a Huggonet.
En la tienda de campaña del rey don Pedro II de Aragón, Jaime yacía medio incorporado sobre unos ricos cojines árabes. Al otro lado, tras una mesita octogonal de complicados dibujos geométricos en nácar y maderas preciosas, descansaban sobre almohadones Hug y Miguel.
Bromeaban. Sus dientes, rodeados de frondosas barbas, brillaban a la luz de los candelabros; nadie diría que apenas una hora antes, daga en mano, habían estado a punto de matarse.
—Cortar y tajar es el único oficio que mi nobleza permite.
—También es el mío —repuso Hug—, pero cuando más hondo tajo y corto, mejor lo hago; eso de quedarse a medias es una mariconada.
—El maldito merecía una lección por su osadía y descaro. La próxima vez lo mato.
—No pretendía insultar al rey nuestro señor, sólo transmitía lo que sus enemigos hacen y dicen.
—¡Voto a Dios que no! —Miguel elevó la voz—. Lo que pretende Huggonet es que el rey entre en batalla contra los franceses Para proteger a esos herejes cátaros. Y vos, Hug, conocéis también su intención. Con la excusa de cantar lo que otros dictan y de contar lo que los franceses hablan, insulta y provoca. La tropa pide ir a la guerra y los nobles están ofendidos y exaltados. Con ese aspecto frágil, el maldito trovador hereje tiene más fuerza en su laúd que cien caballeros aragoneses en sus espadas —continuaba Miguel—. Al cantar contra la Cruzada, engañando la simpleza e inocencia de la tropa y de muchos nobles, pretende obligar al rey nuestro señor. ¿No los habéis oído? Hoy pedían ya la guerra contra los cruzados de Simón de Montfort. Prácticamente la guerra contra el Papa. ¡Que cante canciones de caballeros y damiselas tristes historias de héroes antiguos! Ese es el trabajo de un juglar; hacer llorar a las damas. ¡Si vuelve a hacer política con sus canciones, le corto el cuello de un tajo! ¡Mariquita de calzones ajustados! ¿No visteis cómo se meó de miedo cuando le pinché el cuello?
—Huggonet canta los hechos, Miguel —argumentó Hug—.
Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses están asesinando a los vasallos de nuestro señor don Pedro en Occitania y toman por las armas las haciendas de los que le son fieles.
» No les importa asesinar a católicos o a cátaros, lo que pretenden es robar sus propiedades. A nuestros hermanos occitanos les han caído encima todos los aventureros y la chusma sedienta de oro y títulos de Francia, Borgoña y Alemania. Y el Papa les da su bendición, les perdona asesinatos y violaciones, regalándoles tierras y propiedades que no son suyas. Les da igual si queman en la hoguera a un católico o un cátaro con tal de aterrorizar a quienes se les opongan. —Ahora Hug se dirigió a Jaime—. Cuando termine la Cruzada, Occitania será del rey francés y os habrán despojado, señor, de vuestros derechos. Debemos intervenir en contra de los cruzados.
—Sería un gran error, Hug —protestó Miguel—. Si nos oponemos al Papa, éste podría excomulgar al rey y a todos los que le somos fieles. La excomunión representará la rebeldía de muchos de nuestros nobles y quizá la guerra civil. —Hablando a Jaime, Miguel continuó—: En Roma hay quien os acusa de hereje, a pesar del título de El Católico que vuestra majestad ostenta. Vuestra esposa, María de Montpelier, está allí con el Papa, despechada por vuestro intento de divorcio, por el poco uso que habéis hecho de ella y por el mucho que hacéis de otras mujeres. Dice que una cátara occitana os ha embrujado y que con sus artes diabólicas os arrastra a la herejía.
—Vamos, Miguel —interrumpió Hug—. Es suficiente con que el rey nuestro señor lleve el sobrenombre de El Católico. Sería demasiado que ostentara también el de El Casto como su noble padre, que Dios tenga en su gloria. Hay que disfrutar de las mujeres cuando se puede, y no hay quien pueda más que el rey.
—A nuestro padre, el rey —Jaime se oyó hablar a sí mismo—, no le llamaron El Casto porque lo fuera, sino porque no quiso reconocer a sus bastardos. —Los demás sonrieron. Conocían las historias sobre las aventuras eróticas del viejo rey Alfonso, y también que las que se contaban sobre el hijo superaban a las del padre.
—Vuestro problema, Miguel, es que sois tan papista que sólo jodéis con católicas. —Hug había decidido incordiar al aragonés y se dirigía ahora a éste con una sonrisa cínica en su semblante—. ¿Teméis, noble señor, que el coño de las moritas, judías, cátaras u otras os llene el pene de ideas? Juro por mi espada que os convendría. Seguro que vuestro pene piensa mejor y más variado que vuestros sesos, siempre llenos de ideas fijas.
Jaime no pudo evitar reírse, y Miguel soltó una falsa carcajada antes de contraatacar.
—Vuestro problema, Hug, es que sois un hereje pervertido que sólo piensa en fornicar; por eso os fingís trovador, para embaucar a las ingenuas. He oído decir que cuando no tenéis una hembra cerca le jodéis el culo a vuestro propio caballo. Y como vos sí pensáis con la polla, por eso tenéis las ideas de noble bruto que tenéis.
Jaime rió ahora a carcajadas mientras Hug resoplaba.
—¡Servicio, señor! —gritó el escudero real, responsable de la guardia, desde la entrada de la tienda.
—Adelante —concedió Jaime.
La conversación se interrumpió cuando, portando bandejas de plata, entraron dos bailarinas con un contoneo insinuante; sin velo, lucían una atractiva sonrisa en sus labios carnosos. Se arrodillaron al lado de la mesita inclinándose y, cuando Jaime les concedió permiso, empezaron a servir, en unos vasos de plata de complicado y bello trabajo moruno, un té combinado de hierbas aromáticas.
—Tengo una prima que sin duda os complacerá, Miguel. —Hug devolvía el golpe—. Es una ferviente católica y anda loca por una buena verga, pero que sea católica con toda seguridad, como la vuestra. Su único problema es que, siendo tan fea, no ha encontrado católico con el suficiente valor como para complacerla y se hizo monja. Estoy seguro de que vuestro Papa consideraría un acto de caridad y valor que solucionarais el problema a mi prima y os premiaría con una bula especial. —Hug terminó su Parlamento y sin esperar respuesta de Miguel, tendiéndose hacia la bailarina más cercana, le acarició el trasero para luego dejar su mano entre las piernas de la chica. Ésta se sobresaltó y soltó unas risita—. ¡Oh, bella! ¡Concédele otra noche oriental a este pobre guerrero! —dijo Hug a la chica en un aceptable sarraceno. Ella sonrió afirmativamente, y Hug le besó la mano con gran ceremonia—. ¿Me concedéis el privilegio, mi señor?
Jaime rió y dijo:
—Hug, habéis luchado con bravura por mi causa, pero bien que os lo cobráis con ese tipo de privilegios pero, ya que os voy a necesitar pronto para nuevas batallas, a vos y a vuestro caballo, y ambos en buena salud, os lo concedo; pero sólo por el bien de vuestro caballo.
Los tres estallaron en una carcajada y empezaron a tomar el té mientras Hug hacía sentar a la bailarina de ojos azules a su lado. La otra muchacha se sentó junto a Jaime.
—Señor —continuó Hug después de unos instantes de silencio—, os habéis distinguido como príncipe tolerante y compasivo con vuestros súbditos y con los refugiados de otros lugares. Permitisteis a sarracenos y judíos permanecer en las nuevas tierras conquistadas manteniendo su religión. Al Papa no le gusta eso, como tampoco le gustó que no actuarais con fiereza y crueldad contra los cátaros en Occitania. Yo no veo delito en que cada uno vea a Dios como Dios le da a entender, y sospecho que vos tampoco veis delito en ello. ¿Quién es el Papa para privar al hombre de tal libertad?
» ¿Os acordáis de la polémica teológica que presidisteis en Carcasona en 1204? El obispo cátaro de Carcassès, Bernard de Simorre, demostró con todo tipo de pruebas y textos del Antiguo y Nuevo Testamento que la Iglesia católica ha acomodado a su conveniencia la palabra de Dios.
» Lo único que el Papa pretende es eliminar a su competencia cátara para mantener el poder terrenal que ostenta sobre gentes y riquezas. Fomenta los ataques contra vos porque os tiene miedo. Pactad con él, pero sólo para ganar tiempo, porque va a continuar apoyando a Simón de Montfort y a los que os despojan.
» Lleguemos a Barcelona y luego a Huesca; crucemos los Pirineos por Andorra y Foix, y ataquemos a los cruzados. Mientras, vuestro tío Sancho, con las tropas del norte de Cataluña y Provenza, entrará por el este, y vuestro cuñado Ramón, desde Tolosa, hará el resto. Una vez que derrotéis a los cruzados, el Papa negociará con mayor generosidad, ya que vuestros dominios llegan hasta Niza, que no está tan lejos de Roma. Si hace falta se le podría presionar hasta con las armas.
—Estáis loco, Hug —terció Miguel—. El demonio de la lujuria os tiene comido el seso. Lo que le aconsejáis a don Pedro nos llevaría a la ruina a todos. El Papa es el único representante de la única religión válida, pues es línea directa del apóstol Pedro, a quien Nuestro Señor Jesucristo confió su Iglesia, y los enviados del Papa lo demostraron en la polémica de Carcasona. Además así lo reconocen todos los grandes príncipes cristianos.
» En nuestro siglo la religión es política, y un príncipe debe apoyar su autoridad en la gracia que Dios le ha concedido y tener el apoyo de los eclesiásticos que, predicando en las iglesias, comunican las ideas al pueblo. —Ahora Miguel se dirigía a Jaime—. Vos apoyáis a la Iglesia católica, y el Papa y la Iglesia reciben bienes y poder. La Iglesia os ofrece el mejor apoyo publicitario posible, el perdón de los pecados y el cielo cuando muráis. Es un buen trato.»Fue una gran idea presentar vuestro vasallaje al Papa y que se os llame El Católico. Es una imagen necesaria para un rey que tiene en sus dominios a vasallos de cuatro religiones y cuyo catolicismo puede ser cuestionado en cualquier momento. Esa diversidad religiosa es un peligro, necesitáis vuestros estados unidos políticamente, y no lo conseguiréis si tenéis grupos de distintas religiones.
» ¿Creéis que sarracenos, judíos y cátaros os juran sinceramente lealtad? ¿Por qué Dios juran?
—¿Y qué más da el Dios? —intervino Hug—. Lo importante es que crean lo que juren. Actuemos según nuestra conciencia; no podemos consentir que se masacre a nuestros hermanos occitanos, hablamos casi la misma lengua, cantamos las mismas canciones, pensamos las mismas ideas. Señor don Pedro, no sólo les despojan a ellos. Os despojan a vos, os roban lo que es vuestro y asesinan a los que defienden vuestros derechos. Tomemos las armas y destrocemos a esos malditos asesinos que se hacen llamar cruzados. Jaime se debatía entre ambas alternativas, que él mismo había repasado mil veces. Su impulso y su corazón iban con Hug, pero Miguel de Luisián —que ostentaba el título de alférez real no sólo por su valor en el combate, sino por su buen criterio político— articulaba lo que su razón decía. Ninguna alternativa era buena.
Pero había mucho más. Detrás de la decisión estaba su propio debate religioso interno.
Dios y la verdad. ¿Cuál era el camino correcto? ¿Qué era lo que el buen Dios quería que él hiciera? ¿Con qué finalidad le había dado Dios a él la gracia de ser rey? ¡Qué tortura la incertidumbre!
La bailarina cercana a Jaime le besó la mano derecha, luego la mejilla y finalmente se acurrucó contra él. Era una bella mujer de pelo negro y ojos almendrados, que olía a jazmín. Habían pasado las noches anteriores juntos, era una dulce amante, y él agradeció el contacto cálido, que relajaba un poco su angustia.
—Olvidaros de Occitania, señor —continuó Miguel—. Si el Papa no quiere que sea vuestra, dejadla a los franceses. Tenéis muchas glorias que obtener haciendo cristianas y vuestras las tierras de Hispania. Echemos de las islas Baleares y de Valencia a los sarracenos y hagamos el comercio marítimo de nuestra parte del Mediterráneo seguro.
» Podemos negociar con el Papa para que, a cambio de no participar en contra de la Cruzada, favorezca nuestros intereses marítimos frente a los de Génova.
—No podemos abandonar Occitania —dijo Hug—. ¡El derecho de nuestro rey es ultrajado, y sus vasallos, torturados y asesinados!
—Bien —continuó Miguel—, si queréis conservar Occitania, llevemos nuestro ejército a Tolosa. El conde Ramón VI creerá que vais en su ayuda y seremos bien recibidos. Tomemos el control de la ciudad y entreguemos al conde, a su hijo y a unos cuantos cientos de cátaros a los frailes del Císter. Que los quemen o hagan lo que quieran con ellos.