Los mundos perdidos (51 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Protesté diciendo que le entendía; pero, después de su explosión comunicativa, parecía extrañamente desinteresado en continuar con la conversación. Evidentemente, se había visto impulsado a dirigirse a mí; y, de una manera no menos evidente, lamentaba haberse expresado con tanta libertad. Se levantó, pero, antes de marcharse, me dijo:

—Soy Jean Averaud. Quizá usted haya oído hablar de mí. Usted es Philip Hastane, el novelista. He leído sus libros y los admiro. Venga usted a verme en algún momento... Puede que tengamos ciertos gustos e ideas en común.

La personalidad de Averaud, los conceptos que había expuesto, y el intenso interés y valor que había dado a estos conceptos, causaron una singular impresión en mi mente, y no pude olvidarle. Cuando, unos días más tarde, me lo encontré en la calle, y repitió su invitación con una cordialidad que era sincera y sin fingimientos, no pude por menos que aceptar. Estaba interesado, aunque no por completo atraído, por su extraña personalidad morbosa, e impulsado por un deseo de saber algo más concerniente a él. Parecía un misterio de un orden fuera de lo común..., un misterio con elementos de lo anormal y de lo sobrenatural.

Los contornos de la vieja mansión Larcom estaban tal y como los recordaba, aunque no había tenido ocasión recientemente para pasar cerca de ellos. Eran una verdadera jungla de rosales, madroños, lilas y enredaderas bajo la sombra de los grandes cipreses y los sombríos robles perennes. Había un salvaje encanto, medio siniestro en su torno..., el encanto del deterioro y de la ruina. Nada se había hecho para arreglar los viejos jardines, y no había señales de reparaciones externas de la casa, donde la pintura blanca de años anteriores estaba siendo reemplazada lentamente por musgos y líquenes que florecían debajo de la eterna sombra de los árboles. Había señales de deterioro en el techo y en las columnas del porche de la entrada; y me pregunté por qué el propietario, que tenía fama de ser tan rico, no había realizado ya las necesarias restauraciones.

Levanté la aldaba con forma de gárgola y la dejé caer con un sonido metálico lúgubre y apagado. La casa permaneció en silencio; y yo estaba a punto de levantar la aldaba de nuevo, cuando la puerta se abrió lentamente y vi, por primera vez, a la mulata sobre la que me habían llegado tantos rumores del pueblo.

La mujer era más exótica que hermosa, con finos ojos tristes y facciones de color de bronce de una irregularidad seminegroide. Su tipo era, sin embargo, verdaderamente perfecto, con las líneas curvadas de una lira y la gracia ágil de algún animal felino. Cuando pregunté por Jean Averaud, ella se limitó a sonreír y me hizo señales para que entrase. Supuse al instante que era muda.

Esperando en la tenebrosa biblioteca, no pude resistir la tentación de mirar los libros con los que estaban abarrotadas las estanterías. Eran un tremendo revoltijo de volúmenes que trataban sobre antropología, religiones, demonología, ciencias modernas, historia, psicoanálisis y ética. Salpicados entre éstos, había algunas novelas y libros de poesía, la monografía de Breau sobre el maniqueísmo estaba flanqueada con Poe y Byron, y “Las flores del mal” empujaba a un reciente tratado de química.

Averaud entró al cabo de unos minutos, disculpándose profusamente por su retraso. Me dijo que se había encontrado en medio de ciertos trabajos cuando yo había llegado; pero no especificó la naturaleza de los mismos. Parecía todavía más animado y con la mirada más ardiente que la última vez que le había visto. Estaba claramente alegre de verme y deseoso de hablar.

—Has estado mirando mis libros —comentó inmediatamente—, aunque puede que no lo pienses así a primera vista, a causa de su aparente diversidad. Lo he seleccionado con un único objetivo: el estudio del mal en todos los aspectos antiguo, medieval y moderno. Lo he estudiado en todas las religiones y en todas las demonologías de todos los pueblos; y, lo que es más, en la propia historia de la humanidad. Lo he encontrado en la inspiración de los poetas y de los novelistas que han tratado con los impulsos más oscuros del hombre, sus emociones y sus actos. Tus novelas me han interesado por este motivo: eres consciente de las fuertes influencias que nos rodean y que, tan a menudo, nos influyen o nos dominan He seguido la actuación de estos agentes, incluso en las reacciones químicas, en el crecimiento y en la decadencia de los árboles, flores y minerales. Siento que los procesos de descomposición, así como procesos mentales y morales análogos, son debidos por completo a éstos. En resumen, he postulado una maldad monística que es la única fuente de toda la muerte, el deterioro, el dolor, la pena, la locura y la enfermedad. Este mal, tan débilmente opuesto por las fuerzas del bien, me fascina sobre todas las cosas. Desde hace mucho tiempo, la obra de mi vida ha sido determinar su verdadera naturaleza, y retroceder hasta su fuente. Estoy seguro de que en algún lugar del espacio está un centro desde el que emana todo el mal.

Hablaba con un aire de salvaje emoción, de intensidad morbosa como de loco. Su obsesión me convenció de que estaba más o menos desequilibrado; pero había una lógica blasfema en el desarrollo de sus ideas; y no podía por menos que reconocer una cierta desordenada brillantez y profundidad intelectual.

Sin esperar mi respuesta, continuó con su monologo:

—He descubierto que ciertos lugares y edificios, ciertos arreglos de objetos naturales o artificiales, son más favorables para la recepción de influencias maléficas que otros. Las leyes que determinan el grado de receptividad aún me resultan oscuras; pero al menos he verificado el propio hecho en cuestión. Como tú sabes, hay casas y vecindarios que son famosos por una sucesión de crímenes y desgracias; y además hay objetos, como ciertas joyas, cuya posesión viene acompañada del desastre. Tales lugares y objetos son receptáculos del mal... Mantengo, sin embargo, una teoría: que hay siempre un grado, mayor o menor, de interferencia con la corriente de fuerza maligna; y que la maldad, pura y absoluta, está aún por manifestarse. Mediante el uso de un determinado artilugio que pudiese crear un campo adecuado o formar una estación receptora, debería ser posible invocar esta maldad absoluta. Bajo condiciones semejantes, estoy seguro de que la vibración oscura podría volverse visible y tangible, comparable a la luz o a la electricidad —me lanzó una mirada que resultaba desconcertantemente exigente. Entonces añadió:

—Debo confesar que adquirí esta vieja mansión principalmente por su siniestra historia. El lugar parece ser inusualmente susceptible a las influencias a las cuales me refiero. Estoy ahora trabajando en un aparato por medio del cual tengo la esperanza de que, cuando esté terminado, haré manifestarse en su esencial pureza las radiaciones de la fuerza maligna.

En ese momento, la mulata entró y atravesó el cuarto ocupada en alguna tarea doméstica. Pensé que lanzaba a Averaud una mirada llena de cariño maternal, vigilancia y ansiedad. Él, por su parte, apenas parecía darse cuenta de su presencia, tan concentrado estaba en sus extrañas ideas y en el extraño proyecto en que se había embarcado.

Sin embargo, cuando ella se hubo marchado, comentó:

—Ella es Fifine, el único ser humano que realmente está unido a mí. Es muda, pero muy inteligente y cariñosa. Todos mis parientes, una vieja familia de Louisiana, hace tiempo que han muerto..., y mi esposa está doblemente muerta para mí —un oscuro espasmo de dolor contrajo sus facciones y desapareció. Continuó con su monólogo; y en ningún momento futuro volvió a referirse a la historia, presumiblemente trágica, a la que había hecho alusión; una historia en la que sospecho estaba enterrada la semilla de la extraña perversión, mental y moral, que iría manifestando cada vez más.

Me marché, después de prometer retornar para otra charla. Por supuesto, consideré a Averaud un loco; pero su locura era de una variedad de lo más raro y pintoresco. Parecía significativo que me hubiese elegido como confidente. Todos los demás que le conocieron le encontraron taciturno y poco comunicativo en un grado extremo. Supongo que sentía la necesidad humana ordinaria de desahogarse con alguien; y me seleccionó a mí como la única persona en el vecindario que podría mostrarse potencialmente comprensiva.

Le vi varias veces durante el mes siguiente. Era en verdad un auténtico caso clínico en psicología; y le di ánimos para que hablase sin reservas, aunque tales ánimos apenas resultaban necesarios.

Me contó muchas cosas..., una extraña mezcla de lo científico y lo místico. Educadamente, le di la razón a todo lo que decía, pero me aventuré a llamarle la atención sobre los posibles peligros de su experimento en la invocación, si éste se viese coronado con el éxito. A lo que replicó, con la fe de un alquimista o de un devoto religioso, que no importaba..., que estaba preparado para aceptar cualquiera de las posibles consecuencias, o todas las que hubiese.

En más de una ocasión, me dio a entender que sus experimentos estaban progresando favorablemente. Y, un día, me dijo abruptamente:

—Si te apetece verlo, te mostraré mi mecanismo.

Contesté que estaba ansioso de verlo, y me condujo a un cuarto al que no me había admitido hasta aquel momento.

La habitación era grande, de forma triangular, y decorada con cortinajes de un apagado tejido negro. No tenía ventanas. Claramente, la estructura interna de la casa había sido alterada al construirla; y las extrañas historias del pueblo, comenzando por los carpinteros que habían sido contratados para hacer la obra, estaban ahora aclaradas. Exactamente en el centro del cuarto, se levantaba, sobre un trípode bajo de bronce, el aparato al que Averaud se había referido tan a menudo.

El artilugio era de aspecto fantástico y tenía la apariencia de un nuevo, y muy complicado, instrumento musical. Recuerdo que había muchos alambres de anchura variable, estirados sobre una serie de tableros cóncavos de un metal oscuro y sin brillo; y, por encima de éstos, colgaban, desde tres barras horizontales, cierto número de gongos, cuadrados y triangulares. Cada uno de éstos parecía estar hecho con un material diferente; algunos eran tan brillantes como el oro, otros eran negros y opacos como el carbón. Un pequeño instrumento con forma de martillo colgaba enfrente de cada gongo sujeto por un alambre de plata.

Averaud procedió a desarrollar la base científica de su mecanismo. Las propiedades vibracionales de los gongos estaban diseñadas para neutralizar, según dijo, con el tono de sus sonidos, todas las otras radiaciones cósmicas que no fuesen las del mal. Desarrolló bastante su extravagante teorema, de una manera extrañamente lúcida. Terminó su perorata:

—Necesito otro gongo para terminar mi mecanismo, y éste espero inventarlo muy pronto. El cuarto triangular, forrado de negro y sin ventanas, constituye el entorno ideal para mi experimento. Aparte de este cuarto, no me he atrevido a hacer ningún otro cambio en la casa ni en sus jardines, por miedo de hacer peligrar algún elemento propicio o algún arreglo de objetos.

Consideré, más que nunca, que se trataba de un demente. Y, pese a haber manifestado en múltiples ocasiones aborrecer la maldad que planeaba invocar, noté una especie de fanatismo inverso en su postura, que en alguna época menos científica le habría convertido en un adorador del diablo, un participante en las abominaciones de la misa negra; o se habría entregado al estudio, y a la práctica, de la hechicería. Era un alma religiosa que había fracasado a la hora de encontrar el bien en el esquema de las cosas; y, a falta de éste, se había visto obligado a tomar el mal como un objeto de secreta reverencia.

—Me temo que piensas que soy un desequilibrado —comentó con un fogonazo de repentina clarividencia—. ¿Te gustaría ver un experimento? Aunque mi invento no esté acabado, puede que te convenza de que mi idea no es por completo la fantasía de una mente desequilibrada.

Yo accedí. Apagó las luces del cuarto oscuro. Entonces, se dirigió a una esquina de la pared y apretó un mecanismo o un interruptor oculto. Los alambres de los que estaban colgados los pequeños martillos comenzaron a oscilar, hasta que cada uno de los martillos tocó ligeramente el gongo que le acompañaba. El sonido que produjeron resultaba disonante e inquietante en grado sumo..., una percusión diabólica completamente distinta a nada que yo hubiese escuchado hasta aquel momento, y que resultaba exquisitamente dolorosa para los nervios. Me sentí como si un torrente de cristal, finamente machacado, estuviese siendo vertido por mis oídos.

El golpear de los martillos se volvió más rápido y más fuerte; pero, para mi sorpresa, no hubo un incremento correspondiente en el volumen del sonido. Por el contrario, el clamor se fue apagando lentamente, hasta que fue un tono sumergido que parecía emanar de una inmensa profundidad o distancia..., un tono sumergido lleno de inquietud y de tormento, como el llanto de un lejano viento del Infierno, o el murmullo de fuegos demoníacos en las costas de un hielo eterno.

Dijo Averaud a mi costado:

—Hasta cierto punto, las notas combinadas de los gongos quedan fuera del campo auditivo humano en su tono. Con la audición de la campana final, incluso menos sonido resultará audible. Cuando estaba intentando digerir esta difícil idea, noté una disminución parcial de la luz encima de los trípodes y de sus extraños aparatos. Un rayo vertical de débil sombra, rodeado de una penumbra aún más débil, se estaba formando en el aire. El propio trípode, y los cables, los gongos y los martillos, estaban ahora un poco desdibujados, como vistos por un oscuro velo. El rayo central y la penumbra parecieron ensancharse; y, bajando la vista al suelo, donde la otra penumbra, ajustándose a las siluetas del cuarto, se arrastraba hasta las paredes, vi cómo Averaud y yo estábamos ahora dentro de su fantasmal triángulo.

Al mismo tiempo, sentí una tristeza insoportable, junto con una multiplicidad de sensaciones que desesperaban a la hora de transmitir por medio del lenguaje. Mi propio sentido del espacio se vio deformado y distorsionado, como si alguna dimensión desconocida se hubiese visto mezclada con la que nos es familiar a nosotros. Había una sensación de terrible caída sin fondo, como si el suelo se estuviese hundiendo por debajo de mí en un foso exterior; y me pareció ir más allá del cuarto en un torrente de revueltas imágenes alucinógenas, visibles pero invisibles, sentidas pero intangibles, y más terribles y más malditas que aquel huracán de almas réprobas que Dante contemplara.

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