Los mundos perdidos (26 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Al fondo de los altos y difíciles escalones, encontramos una cripta larga y amplia, como un salón subterráneo. Su suelo tenía una profunda capa de polvo de antigüedad inmemorial. El aire estaba singularmente cargado, como si los restos de una antigua atmósfera, menos tenue que la del Marte de hoy, se hubiesen acomodado y quedado en aquella oscuridad estancada. Era más difícil de respirar que el aire exterior; estaba lleno de efluvios desconocidos, y el ligero polvo se levantaba ante nosotros a cada paso, difundiendo un leve olor de corrupción pasada, como el polvo de momias maceradas.

Al fondo de la cripta, ante un tramo de escaleras que se levantaban, nuestras linternas mostraron una inmensa urna o cuenco hueco, apoyado en unas piernas cortas con forma de cubo, y hecho con un material apagado de color verde negruzco. En su fondo descubrimos un depósito de fragmentos oscuros parecidos a cenizas, que daban un leve pero desagradable olor pungente, como el fantasma de otro olor más poderoso. Octave, inclinándose sobre el borde, empezó a toser y estornudar al inhalarlo.

—Ese material, lo que quiera que fuese, debió ser un fumigante bastante fuerte —comentó—. La gente de Yoh-Vombis debió usarlo para desinfectar estas criptas.

El umbral detrás de la urna hueca nos admitió a una habitación más grande cuyo suelo estaba relativamente libre de polvo. Encontramos que la oscura piedra debajo de nuestros pies estaba marcada con dibujos geométricos multiformes, dibujados con piedra ocre, entre los cuales, como en las cartelas egipcias, había incluidos jeroglíficos y dibujos altamente formalizados. Poco podíamos interpretar de la mayoría de ellos, pero las figuras que muchos contenían estaban sin duda diseñadas para representar a los propios yorhis. Como los aihais, eran altos y angulosos, con grandes pechos como fuelles. Las orejas y las fosas nasales no eran tan enormes como las de los marcianos modernos, hasta el punto que podíamos juzgar.

Todos estos yorhis estaban representados desnudos; pero en una de las cartelas, realizada con un estilo más apresurado que las demás, nos fijamos en dos figuras cuyos cráneos, altos y cónicos, estaban envueltos en una especie de turbantes, los cuales parecían estar a punto de quitarse o de ajustar. El artista había dado un especial énfasis al gesto con el que los sinuosos dedos, de cuatro articulaciones, estaban tirando de estos tocados; y toda la postura parecía extrañamente contorsionada.

Naciendo de la segunda cripta, había pasadizos que se ramificaban por todas direcciones, conduciendo a un verdadero dédalo de catacumbas. Aquí enormes urnas panzudas del mismo material que el cuenco de fumigar, pero más altas que la cabeza de un hombre y equipadas con tapaderas de asas angulares, estaban alineadas en filas solemnes a lo largo de las paredes, dejando escaso espacio para que dos de nosotros pasásemos andando juntos. Cuando conseguimos quitar una de las enormes tapas, vimos que la jarra estaba llena hasta el borde con cenizas y fragmentos de hueso incinerado. Indubitablemente, como es todavía la costumbre marciana, los yorhis habían guardado los restos incinerados de familias enteras en una única urna.

Incluso Octave guardó silencio mientras continuábamos, y una especie de pasmo meditativo pareció sustituir su anterior nerviosismo. El resto de nosotros, creo, nos sentíamos aplastados como un solo hombre por la sólida oscuridad y la antigüedad que desafiaba la imaginación, en la cual parecía que nos introducíamos más a cada paso.

Las sombras temblaban a nuestro alrededor como las alas, monstruosas y deformes, de murciélagos fantasmas. Por todas partes no había nada más que el polvo atomizado de las edades, y las jarras que contenían las cenizas de un pueblo largo tiempo extinto. Pero, pegada al techo alto en una de las criptas siguientes, vi una mancha, oscura y arrugada, de forma circular, como un hongo marchito. Era imposible alcanzar la cosa, y continuamos, después de mirarla, haciendo muchas conjeturas inútiles. Por extraño que parezca, no conseguí recordar en aquel momento el oscuro objeto que había visto, o con el que había soñado, la noche antes.

No tengo ni idea de la distancia que habíamos recorrido cuando llegamos a la última cripta; pero parecía que habíamos estado vagabundeando durante años por aquel olvidado mundo subterráneo. El aire se estaba volviendo más asqueroso e irrespirable, con una cualidad densa, empapada, como procedente de un sedimento de podredumbre material; y casi habíamos decidido dar la vuelta. Entonces, sin previo aviso, al final de una larga catacumba, con urnas alineadas, nos encontramos frente a frente con una pared lisa.

Aquí nos topamos con uno de nuestros descubrimientos más extraños y el más desconcertante..., una figura momificada, e increíblemente desecada, de pie junto a la pared. Tenía más de siete pies de estatura, era de un color marrón bituminoso y estaba completamente desnuda a no ser por una especie de capucha negra que cubría la parte superior de su cabeza y caía en pliegues arrugados a los lados. Por su tamaño y contorno generales, era claramente uno de los antiguos yorhis..., quizá el único miembro de su raza cuyo cuerpo había permanecido intacto.

Todos sentimos un estremecimiento inexplicable ante la increíble antigüedad de esta cosa encogida, que, en el aire seco de las criptas, había aguantado todas las vicisitudes históricas y geológicas del planeta, para proporcionar un lazo visible con ciclos perdidos.

Entonces, mientras mirábamos más de cerca con nuestras linternas, vimos por qué la momia había conservado una posición vertical.

En los tobillos, rodillas, cintura, hombros y cuello estaba sujeta a la pared por pesadas bandas de metal, tan profundamente gastadas y oscurecidas por una especie de herrumbre, que no habíamos conseguido distinguirlas a primera vista de las sombras.

La extraña capucha sobre la cabeza, al examinarla más de cerca, seguía confundiéndonos. Estaba cubierta de una pelusa, como moho, tan sucia y polvorienta como antiguas telarañas. Algo respecto a ella, no sabría decir qué, resultaba repugnante y vomitivo.

—¡Vive Dios! ¡Este es un auténtico hallazgo! —exclamó Octave mientras acercaba su linterna al rostro momificado, donde las sombras se movían como seres vivientes en las cuencas de los ojos profundas como la brea, y en las enormes fosas nasales triples y anchas orejas de soplillo que se despegaban por debajo de la capucha.

Sujetando aún la linterna, levantó la mano libre y tocó el cuerpo con mucha delicadeza. A pesar de lo delicado que fue su tacto, la parte inferior del tronco de barril, las piernas, las manos y los antebrazos, todos comenzaron a pulverizarse dejando la cabeza, la parte superior del tronco y los brazos colgando aún de las argollas de metal. El proceso de deterioro había sido extrañamente desigual, porque las porciones restantes no daban señal alguna de desintegración.

Octave gritó desalentado, y entonces comenzó a toser y a estornudar, mientras la nube de polvo marrón, flotando liviana como el aire, le envolvía. Los demás retrocedimos para evitar el polvo. Entonces, por encima de la nube que se extendía, vi algo increíble. La capucha negra sobre la cabeza de la momia empezó a encogerse y a hacer movimientos nerviosos hacia arriba en las esquinas, se retorcía con un movimiento verminoso, cayó del cráneo encogido, pareciendo doblarse y desdoblarse de manera convulsiva en mitad del aire mientras caía.

Entonces, descendió sobre la cabeza desnuda de Octave, quien, en su desconcierto ante la desintegración de la momia, se había quedado de pie cerca de la pared. En ese instante, con un espasmo de repentino terror, recordé la cosa que se había arrastrado desde las sombras de Yoh-Vombis a la luz de las lunas gemelas, y que había retrocedido como un fragmento de mis sueños ante los primeros movimientos de mi despertar.

Agarrándose fuertemente como una tela ceñida, la cosa envolvió el pelo, la frente y los ojos de Octave, y él gritó salvajemente, con incoherentes peticiones de ayuda, y tiró con dedos frenéticos de la capucha, pero no consiguió aflojarla. Entonces, sus gritos empezaron a ascender en un loco crescendo de agonía, como si estuviese bajo el instrumento de alguna tortura infernal; y bailaba y daba saltos ciegamente por la cripta, evitándonos con extraña rapidez cuando saltábamos adelante en un esfuerzo para alcanzarle y liberarle de su extraño estorbo.

Todo el acontecimiento resultaba tan misterioso como una pesadilla; pero la cosa que había caído sobre su cabeza era claramente una forma de vida marciana sin clasificar que, contrariamente a todas las leyes de la ciencia, había sobrevivido en aquellas catacumbas de antigüedad primordial. Debíamos, si podíamos, rescatarle de sus garras.

Intentamos aproximarnos a la figura frenética de nuestro jefe..., que en el espacio, lejos de amplio, entre las últimas urnas y la pared, debería haber sido un asunto fácil. Pero, alejándose, de una manera doblemente incomprensible a causa de su situación de tener los ojos tapados, nos rodeó y se alejó, desapareciendo entre las urnas hacia la parte exterior del laberinto de catacumbas entrecruzadas.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha sucedido? —exclamó Harper—. Este hombre actúa como si estuviese poseído.

No había tiempo, evidentemente, para ponerse a discutir el enigma, y todos perseguimos a Octave tan deprisa como nuestra sorpresa nos lo permitió. Le habíamos perdido de vista en medio de la oscuridad; y, cuando llegamos a la primera división de las criptas, estábamos dudando qué pasadizo habría tomado, hasta que escuchamos un grito agudo, repetido varias veces, en una catacumba que estaba muy a la izquierda. Había una extraña cualidad ultraterrena en aquellos gritos, que podría haber sido producida por el aire largamente estancado, o por las peculiares condiciones acústicas de las cavernas que se ramificaban. Pero, de alguna manera, no podía imaginármelos partiendo de labios humanos..., por lo menos, no los de un hombre viviente. Tenían una cualidad agónica, mecánica y sin alma, como si hubiesen sido arrancados de un cadáver empujado por los demonios.

Precedidos por las luces de nuestras linternas en las sombras agazapadas, fugitivas, corrimos entre las filas de grandes urnas. Los gritos se habían apagado en el silencio sepulcral; pero en la distancia escuchamos el sonido ligero y apagado de pies que corrían. Continuamos en una precipitada persecución; pero, jadeando dolorosamente en el aire viciado, infecto, pronto nos vimos obligados a aflojar el paso sin tener a nuestra vista a Octave. Muy débilmente, más lejos que nunca, escuchamos, como los pasos de un fantasma que se hubiese tragado la tumba, sus pasos, que desaparecían. Entonces, se detuvieron; y no escuchamos nada que no fuese nuestro aliento convulso, y la sangre que latía en nuestras sienes como tambores de alarma continuamente resonantes.

Continuamos, dividiendo nuestro grupo en tres contingentes, cuando llegamos a una triple división de las cavernas. Harper, Halgren y yo tomamos el pasaje del medio, y, después de que hubiésemos recorrido un intervalo infinito sin encontrar señal de Octave, y nos hubiésemos abierto camino por cavidades enormes repletas hasta el techo de urnas colosales que deben haber contenido las cenizas de cien generaciones, llegamos a una cámara enorme con dibujos geométricos en el suelo. Aquí, tras un breve rato, se reunieron con nosotros los demás, que, igualmente, habían fracasado en encontrar a nuestro desaparecido líder.

Sería inútil relatar nuestra renovada búsqueda de una hora de duración a lo largo de la miríada de criptas, muchas de las cuales no habíamos explorado hasta ese momento. Todas estaban vacías, en lo que respecta a vida. Recuerdo haber pasado una vez más por la cripta en la que había visto la mancha redonda en el techo, y haber notado con un escalofrío que la mancha había desaparecido. Fue un milagro que no nos perdiésemos en aquel laberinto subterráneo; pero al cabo alcanzamos de nuevo la cripta final en la que habíamos encontrado la momia encadenada.

Escuchamos un estrépito recurrente a intervalos regulares mientras nos aproximábamos a aquel lugar..., un sonido de lo más alarmante y desconcertante considerando las circunstancias. Era como el martilleo de los duendes en un olvidado mausoleo. Cuando nos aproximamos, los rayos de nuestras antorchas pusieron al descubierto una visión que no era menos inesperada que sorprendente. Una figura humana, con su espalda vuelta hacia nosotros, y la cabeza oculta por un objeto negro hinchado que había adquirido el tamaño y la forma de un almohadón de sofá, estaba de pie, junto a los restos de la momia, golpeando la pared con una barra de hierro puntiaguda. Cuánto tiempo había estado allí Octave y dónde había encontrado la barra, no podíamos saberlo. Pero la pared lisa se había deshecho bajo sus furiosos golpes, dejando en el suelo un montón de fragmentos parecido al cemento; y una pequeña y estrecha puerta, del mismo material ambiguo que las urnas funerarias y el cuenco de fumigación, había quedado al descubierto.

Sorprendidos, inciertos, confusos de una manera inexpresable, todos éramos incapaces de acción y voluntad en aquel momento. Todo el asunto resultaba demasiado fantástico y horripilante, y estaba claro que Octave había sido dominado por alguna especie de locura. Por lo menos yo, sentí un violento espasmo de repentina náusea cuando identifiqué la cosa, repugnantemente hinchada, que se pegaba a la cabeza de Octave y se reclinaba en obscena tumescencia sobre su cuello. No me atrevo a hacer suposiciones sobre la causa de su hinchazón.

Antes de que ninguno de nosotros pudiese recobrar sus facultades, Octave arrojó a un lado la barra de metal y empezó a tantear buscando algo en la pared. Debía ser algún muelle oculto; aunque cómo podía haber conocido su situación y su existencia queda más allá de cualquier conjetura legítima. Con un apagado, y terrible, sonido chirriante, la puerta descubierta se abrió hacia adentro, ancha y pesada como la puerta de un mausoleo, descubriendo una apertura desde la cual la más profunda medianoche parecía manar como un torrente de podredumbre enterrada durante evos.

De alguna manera, en aquel instante, nuestras linternas eléctricas temblaron y se volvieron más débiles; y todos respiramos un hedor sofocante, como procedente de mundos de inmemorial putrescencia.

Ahora, Octave se había dado la vuelta hacia nosotros, y permanecía de pie sin hacer nada junto a la puerta abierta, como alguien que hubiese terminado una tarea prescrita. Fui el primero de nuestro grupo en librarse del hechizo paralizante, y, sacando mi navaja: lo único parecido a un arma que transportaba, corrí hacia él. Retrocedió, pero no lo bastante deprisa como para evitarme, cuando hundí la hoja de cuatro pulgadas en la negra masa tumescente que había envuelto la parte superior de su cabeza y colgaba sobre sus ojos.

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