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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Los inmortales (13 page)

BOOK: Los inmortales
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1. Invisibles.

2. Trabajadores explotados.

3. Nunca vieron ni verán la luz del sol en vida.

4. No han visto el mar.

5. Nadie los ha besado.

6. Son objeto de desprecio y humillación cuando aparecen después de muchos años de sostener a un ser vivo. Les dan patadas. Los tiran. Los trituran.

7. No son comestibles.

8. Dan asco.

9. Son un ejército de soldados minúsculos.

10. No contienen sangre.

Estuvo toda la tarde intentando comunicarse con sus propios huesos. Los sentía, podía sentirlos, al margen de que estuviesen dentro de él.

VILAS: ¿Qué hacéis allí dentro?

HUESOS: Fuimos condenados a sostenerte. Una condena; bueno, no exactamente eso, tal vez un trabajo arriesgado. Somos quienes mejor saben qué eres. Somos la CIA, el FBI, somos Asuntos Internos.

VILAS: ¿Me amáis?

HUESOS: Te queremos, te ayudamos y damos nuestra vida por ti. Jamás saldremos vivos de esta empresa, y esa empresa eres tú mismo. Estamos aquí desde siempre. Antes de que tú fueses tú, nosotros ya estábamos contigo. Te formamos a nuestra imagen y semejanza. Te hemos querido y te querremos. Tardaremos más en irnos que tú, a no ser que elijas la cremación. Por favor, no hagas eso. Por favor, no nos mandes quemar. Deja que nos disolvamos pacientemente entre la tierra y el aire, como siempre ha sido.

VILAS: Por supuesto, os prometo que no habrá cremación.

HUESOS: Gracias, gracias, gracias. Nos repugna el fuego. Preferimos la tierra, el sol y el aire.

VILAS: Nunca podremos vernos.

HUESOS: Jamás. Estamos montados dentro de ti, pero no podemos salir de ti. Somos energía amorosa que está en ti. Somos un pueblo que te ama.

VILAS: Me gustaría veros, me gustaría tocaros, daros un beso.

Vilas lee en voz alta los resultados de su resonancia magnética. Piensa en la energía de sus huesos, en el capitalismo que ha devorado sus huesos durante cuarenta y siete años.

VILAS: ¿Notáis la miseria del capitalismo entrando en vuestra grandeza?

HUESOS: Antes que tu pensamiento, nosotros hemos sido las víctimas de todas las guerras: tu primer trabajo, tu primer sueldo, tu primera nómina, tu primera esclavitud, tu primer insomnio, tu primera desolación y también tu primer amor. Pero, sobre todo, somos el testimonio de la decrepitud de tu mundo laboral.

VILAS: ¿Qué podría hacer?

HUESOS: Nada, nadie puede hacer nada. Acuérdate de esa célebre frase: «Te estás quedando en los huesos». Pero sí que existe una vida mejor en alguna parte. Una vida en donde no tengamos que cargar con esclavos, pero te queremos, porque lo has intentado y has pensado en nosotros, has pensado en el edificio por dentro.

VILAS: Quiero veros, quiero miraros a los ojos.

Vilas espera a que caiga la noche. Piensa en la muerte todo el rato. Se tumba en la cama. Ya está todo oscuro. Las persianas echadas. La puerta cerrada. La oscuridad es completa. Y comienza a notar movimientos abruptos en sus articulaciones. Una revolución interior, pero no es dolorosa. Se descoyunta la identidad de Vilas. Van dejando la carne como quien se quita un traje de neopreno muy ajustado. Se oyen capotazos como de gomas elásticas. Van saliendo los huesos, hasta formarse un esqueleto blanquecino a los pies de la cama en donde yace Vilas.

HUESOS: Aquí estamos. Notarás que tu pensamiento está como desparramado, al haber perdido las paredes del cráneo, no te muevas. Tienes que estarte completamente quieto, si no te estás quieto puedes desaparecer. Querías vernos y nosotros queríamos mostrarnos.

VILAS: Sois muy hermosos. Brilláis en la oscuridad. Me estoy enamorando de vosotros.

HUESOS: Somos amor, no lo olvides. Somos fruto de una concepción amorosa. Tus padres están aquí, a nuestro lado. Huesos de clase media baja española por toda una eternidad, huesos doloridos por el calor de los veranos, huesos esclavizados por las tinieblas de la Historia. Los huesos de los pobres españoles, como un gran ejército hacia la nada. Sin día de la liberación. Huesos del campesinado español, que es de donde vienen tus huesos, de donde venimos nosotros. Pero aun así levantamos la bandera del amor, dulce Vilas.

VILAS: ¿Moriremos juntos?

HUESOS: Así es. Moriremos juntos. Moriremos en una lengua, en esta lengua en que nos hablamos, en este español. Porque somos huesos españoles por toda una eternidad. Hubiéramos querido ser huesos norteamericanos o huesos alemanes o franceses, pero somos huesos españoles.

VILAS: ¿Habláis todos a la vez?

HUESOS: Sí, no obstante el fémur, como es el más alto, tiene demasiada vanidad y siempre quiere hablar él el primero, aunque no le dejamos. Todos a la vez. Todos juntos caminando hacia ti. Todos juntos hablamos, formando tu gran cuerpo. El cuerpo que te regaló el Universo. El cuerpo que temes perder. El cuerpo que se desgasta y desaparece. El cuerpo donde reside el regalo de la vida. Porque la vida es un regalo y nosotros sus custodios.

VILAS: ¿Moriréis conmigo?

HUESOS: Depende de ti. Hay una forma de salvarnos todos a la vez. Tú y nosotros. Consiste en que te enciendas por dentro, en que tomes la energía de la luz, de la tierra y del viento. Devora lo que tocas y lo que ves. Hay un camino. Hay un poder. Claro que no queremos morir contigo. Es más, si tú mueres, te dejaremos, porque es verdad que somos tú, pero no del todo. Nos iremos, dejaremos que te pudras. Será interesante: corrupción de la carne y huida de los huesos. Porque los huesos somos los árboles humanos. Hemos sostenido la carne. Millones de años sosteniendo la carne de la vida. Que quiénes somos, buen Vilas. Más te valdría no haber hecho esa pregunta. No hay edificio de vida terrenal que no se sostenga en nuestra infinita bondad y cariño, en nuestra rotunda y endemoniada invisibilidad. Y ahora nos vas a ver por separado.

En ese momento, ante Vilas desfilaron uno por uno todos los huesos de su cuerpo. Cada hueso se colocaba delante de los ojos y decía su nombre. Los nombres de los huesos no correspondían en absoluto con los nombres de la anatomía. Eran nombres de una sonoridad eufórica, legendaria. Se iluminaba el hueso al decir su nombre. Nombres que jamás había oído el buen Vilas, que estaba asistiendo a una representación casi cinematográfica de lo que era por dentro. Bailaban. Se encendían. Decían cómo se llamaban, parecía una espectral lección de anatomía. Nombres misteriosos, que transmitían un significado cabalístico capaz de descifrar la arquitectura simbólica del cuerpo humano. Vilas, al ver el desfile de los huesos, se acordó del desfile de fantasmas iluminados de la película
Poltergeist.

«Si fueseis reales, si fueseis la verdad», dijo Vilas mientras lloraba de impotencia, de terror y de amor.

Las señoritas de Avignon

Estábamos en París y Pablo dijo que París era el mejor sitio para comprar dos buenos disfraces de Elvis Presley. Miramos tiendas por Internet. Anotamos las tiendas en el GPS y, como era verano, alquilamos dos bicicletas y recorrimos París buscando esas tiendas, con el GPS en la mano. Fue divertido. Parábamos de vez en cuando a beber cervezas. Estuvimos en cinco tiendas de disfraces, pero Pablo no se decidía. Hasta que llegamos a la sexta tienda y allí vio un «Burning Love» que le gustó mucho. Valía cuatrocientos cincuenta euros. Compramos dos, uno para cada uno. Salimos de la tienda disfrazados de Elvis. Pablo no podía aguantarse.

Estábamos alojados en el Ritz, aunque no pensábamos pagar la cuenta, en el último momento ya se nos ocurriría algo. Aparecimos vestidos de Elvis. No nos dejaban entrar. Tuve que enseñar la documentación. Pablo se reía. Nos rogaron discreción, muy amablemente. En la habitación Pablo se negaba a quitarse el traje. Llamó a dirección y pidió que le dejaran vestir de Elvis; si no, se marchaba del hotel. Estábamos en una suite carísima. Accedieron, creyeron que éramos dos multimillonarios esnobs. Nos fuimos al bar del Ritz disfrazados de Elvis. Todo el mundo nos miraba y todo el mundo se reía. Pero Pablo estaba feliz. Luego nos fuimos a una discoteca que se llamaba Elvis, en las afueras de París. Allí ya estábamos más contextualizados. Había mucha gente disfrazada de Elvis. Nuestros disfraces eran de los mejores. Pablo estaba muy contento. Las mujeres también iban disfrazadas, algunas se habían disfrazado de Elvis, y otras, las más sensatas, de rockeras tipo la película
Grease
. En las televisiones de la discoteca se podían ver actuaciones de Elvis. Pablo se puso a bailar con una chica que iba disfrazada de rockera y que estaba muy gorda. Se llamaba Lucinda. Lucinda nos presentó a sus amigas, que estaban incluso más gordas que la propia Lucinda. Se llamaban Brigitte y Nico. La discoteca ardía de pasiones. Elvis sonaba a toda pastilla por los altavoces. Todo era Elvis y todo eran las tres chicas obesas. Lucinda llevaba tatuajes de cruces religiosas en la espalda y en los brazos. Brigitte llevaba tatuada una moto en las tetas. Nos enseñó la moto, allí delante de todo el mundo. Nico llevaba tatuado un rostro de Elvis en el vientre. Era el Elvis de la última época, el que pesaba ciento veinte kilos. Nos enseñó el rostro ensanchado de Elvis, y al hacerlo se bajó un poco la braga para que viéramos más cosas. En ese momento, Pablo me dijo al oído: «Bienvenido al reino de las mujeres gordas». Las tres mujeres gordas aprovechaban cualquier pretexto para enseñarnos algo. Pablo estaba exultante y de vez en cuando me decía cosas al oído, como «la grasa y la carne son conocimiento, estamos de suerte», o «tócalas, son el espíritu de la Navidad, de la provisión, de la abundancia, de la celebración, son el calor y la plenitud, la victoria sobre el hambre, son la izquierda política universal, la obesidad es el futuro». Ellas eran unas artistas en el destape progresivo. Nos enseñaban un pecho, el carnoso nacimiento de la nalga, una ingle, el vientre, abrían la boca. Iban muy pintadas. Nos pusimos a bailar los cinco. A las chicas les encantaba nuestro disfraz de Elvis. Nos besaban en la boca y aplastaban sus gigantescos pechos contra nuestro disfraz. Pablo decía: «Sois las mujeres más hermosas de la Tierra, os quiero pintar a todas, sois como mis señoritas de Avignon pero mejoradas, expandidas, dilatadas, en plena expansión por el espacio, mis señoritas sobrealimentadas, bulímicas y trágicas».

Salimos de la discoteca y las Tres Gracias nos propusieron ir a una fiesta muy especial. Montamos en el coche. No era un coche. Era una furgoneta Mercedes. Conducía Nico. Atravesamos remotas circunvalaciones de las afueras de París. Atravesamos una urbanización de lujo. Nico entró con la furgoneta en los jardines de una gran mansión iluminada. Allí había una fiesta. Salimos de la furgoneta Mercedes y nos encaminamos hacia la fiesta, hacia donde se oía la música. Enseguida salieron a recibirnos. Estábamos en el reino de las gordas. Era un clan de gordas. Lucinda nos lo aclaró: formaban una secta de gordas que se reunían una vez al año.

—Yo conocía la existencia de estos aquelarres de la carne sin límite —dijo Pablo—, son celebraciones excepcionales, se basan en la idea del delirio de lo que crece; crecimiento, estiramiento, ensanchamiento. El principio científico es la explosión inicial del Universo, el célebre Big Bang. Sólo lo que se expande o crece existe. Si verdaderamente existes, tienes que estar en expansión.

La fiesta tenía lugar al lado de la piscina. Bajo una carpa había mesas y bandejas. Había pollo, faisán, salmón, caviar, patatas fritas, hamburguesas, foie gras, croquetas, jamón de bellota, quesos, vinos, champán, y las gordas hundían sus manos en la comida y se la metían en la boca. La música, de manera obsesiva, era el Metal Machine Music de Lou Reed, con algunas canciones de The Velvet Underground, como
European Son
o
Sister Ray
y la clásica
Heroin
. Nuestros disfraces de Elvis empezaban a no tener mucho sentido con semejante música. Pero daba igual. Pablo se puso a comer. Lucinda le dijo que aquí no se comía solo, que se alimentaban los unos a los otros. Y era verdad. Las gordas se tiraban la comida a la boca, y tenían una puntería admirable. Abríamos la boca y las gordas nos tiraban la comida tratando de acertar.

—Pronto esto será una orgía —me dijo Pablo en privado—, y ya verás como faltarán preservativos.

Brigitte, Nico y Lucinda comenzaron a desnudarse y otras gordas estaban haciendo lo mismo. Brigitte se me acercó y me dijo: «Vincent, me encanta que seas pelirrojo y medio amarillo, ¿es que padeces del hígado, guapetón?». Les dije a Brigitte y a las otras que me llamaran Vin a secas.

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