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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (34 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Ella le estaba esperando en el aparcamiento, apoyada en el coche, fumándose un cigarrillo. Parecía incómoda.

—Hola, señora Bustamonte —saludó Gordo Charlie.

Ella dio una última calada, lo tiró al suelo y lo pisó con su zapato plano. Iba vestida de negro. Parecía cansada.

—Hola, Charles.

—De haber esperado encontrarme con alguien aquí, habría sido con la señora Higgler. O con la señora Dunwiddy.

—Callyanne se ha marchado. La señora Dunwiddy me mandó a buscarte. Quiere verte.

«Son como la Mafia —pensó Gordo Charlie—. Una mafia posmenopáusica.»

—¿Me va a hacer una oferta que no podré rechazar?

—Lo dudo. No se encuentra demasiado bien.

—Oh.

Gordo Charlie se subió al coche que había alquilado y siguió al Camry de la señora Bustamonte por las calles de Florida. Venía tan seguro de lo de su padre... Seguro de que lo encontraría vivo; seguro de que le ayudaría a...

Aparcaron frente a la casa de la señora Dunwiddy. Gordo Charlie miró hacia el jardín delantero, allí estaban los desvaídos flamencos de plástico, los gnomos y la bola roja cromada sobre su pie de cemento, igual que una enorme bola de Navidad. Fue hacia la bola —era exactamente igual que la que él había roto de niño— y vio su reflejo distorsionado que le miraba a su vez.

—¿Para qué sirve? —preguntó.

—Para nada. Simplemente le gustó.

En el interior de la casa, el perfume de violetas era denso y empalagoso. La tía abuela de Gordo Charlie, Alanna, llevaba siempre caramelos de violeta en su bolso, pero a él no le gustaban demasiado, ni siquiera cuando aún era un niño rellenito y goloso, y sólo se los comía cuando no había ninguna otra golosina. La casa de la señora Dunwiddy olía como aquellos caramelos. Llevaba veinte años sin acordarse de los caramelos de violeta de la tía Alanna. ¿Seguirían fabricándolos? Es más, ¿a quién se le habría ocurrido fabricar una cosa así...?

—Está al fondo del pasillo —dijo la señora Bustamonte, señalando en esa dirección. Gordo Charlie fue al dormitorio de la señora Dunwiddy.

La cama no era demasiado grande, pero allí acostada, la señora Dunwiddy parecía una muñeca grande. Llevaba puestas sus gafas, y una cosa en la cabeza que resultó ser un gorro de dormir, el primero que Gordo Charlie veía en su vida. Era una cosa bordada, de color amarillento y aspecto un tanto victoriano y cursi. La señora Dunwiddy estaba recostada en una montaña de almohadas, con la boca abierta, y roncaba suavemente cuando entró Gordo Charlie.

Tosió para hacerle notar su presencia.

La señora Dunwiddy giró la cabeza, abrió los ojos y se le quedó mirando. Señaló con el dedo la mesilla de noche, y Gordo Charlie cogió el vaso de agua que estaba encima y se lo acercó. La anciana lo cogió con ambas manos, como si fuera una ardilla cogiendo una nuez, y bebió un largo trago antes de devolvérselo a Gordo Charlie.

—Se me seca mucho la boca —le explicó—.
¿
Sabes cuántos años tengo?

—Hum. —No había forma de acertar con aquella respuesta, pensó—. No.

—Ciento cuatro.

—Increíble. No los aparenta usted. Es decir, es fantástico que...

—Cierra el pico, Gordo Charlie.

—Perdón.

—Tampoco me digas «perdón» de esa manera, como un perro que acaba de ser abroncado por ensuciar el suelo de la cocina. Levanta la cabeza. Mira al mundo de igual a igual. ¿Me has oído?

—Sí, perdón. Digo, sólo sí.

La anciana suspiró.

—Quieren llevarme al hospital. Pero yo les digo que el que llega a los ciento cuatro, se ha ganado el derecho a morir en su cama. Hice bebés en esta misma cama, hace muchos años ya, y parí bebés en esta misma cama, y no pienso ir a morir a ningún otro sitio. Y otra cosa... —Dejó de hablar, cerró los ojos, y respiró honda y lentamente. Justo cuando Gordo Charlie pensaba que se había quedado dormida, abrió los ojos y continuó—: Gordo Charlie, si alguna vez te preguntan si quieres vivir ciento cuatro años, di que no. A uno le duele todo. Todo. Incluso tengo dolores en sitios que ni los médicos conocen.

—Lo tendré presente.

—No empieces otra vez.

Gordo Charlie miró a la menuda anciana en su cama de madera toda blanca.

—¿Digo «perdón», o no? —le preguntó.

La señora Dunwiddy desvió la mirada con aire de culpabilidad.

—Te jugué una mala pasada —dijo—. Hace muchos años, te hice una faena.

—Lo sé —respondió Gordo Charlie.

Puede que la señora Dunwiddy se estuviera muriendo, pero le echó aquella mirada que hacía que cualquier niño menor de cinco años saliera corriendo y se pusiera a llamar a gritos a su mamá.

—¿Qué quieres decir con eso de que ya lo sabes?

—Lo suponía. Seguramente no llegué a imaginarlo exactamente, pero sí de manera bastante aproximada. No soy idiota.

Ella le observó serenamente a través de sus cristales de culo de vaso y dijo:

—No, no lo eres. Ahí te voy a dar la razón.

La anciana alzó su mano sarmentosa.

—Alcánzame otra vez el vaso. Eso es. —Al beber, sacaba un poco la lengua, una lengua morada y pequeña—. Me alegro de que hayas podido venir hoy. Mañana, toda la casa estará llena de nietos y bisnietos, tristes, que intentarán convencerme para que vaya a morir al hospital y me harán toda clase de zalamerías para sacarme alguna cosa. No saben quién soy yo. He enterrado a todos mis hijos. A todos.

—¿No me iba a hablar usted de aquella mala pasada que me jugó? —preguntó Gordo Charlie.

—No deberías haberme roto la bola de cristal que tengo en el jardín.

—Lo sé, sé que no debería haberlo hecho.

Recordaba aquel episodio como se recuerdan las cosas que a uno le sucedieron de niño, mitad recuerdo y mitad recuerdo del recuerdo: había ido a recuperar su pelota de tenis, que había ido a parar al jardín de la anciana pero, al llegar allí, cogió la bola para ver su rostro reflejado en ella, distorsionado y enorme, notó que la bola resbalaba de sus manos y vio cómo se estrellaba en el caminito de piedra y se hacía añicos. Recordaba los fuertes dedos de la anciana cogiéndole de la oreja y arrastrándole por el jardín hasta la casa...

—Fue usted la que obligó a Araña a marcharse, ¿verdad?

La señora Dunwiddy apretaba las mandíbulas como un buldog mecánico. Asintió.

—Hice un conjuro para desterrarle —dijo—. No era mi intención que funcionara de aquella manera. En aquellos tiempos, todo el mundo tenía nociones de magia. Puede que no tuviéramos DVD, ni móviles, ni hornos microondas, pero sabíamos otras muchas cosas, aunque no te lo creas. Yo sólo quería darte una lección. Estabas tan seguro de ti mismo, siempre contestando, eras puro vinagre. Así que saqué a Araña de dentro de ti, para darte una lección.

Gordo Charlie había escuchado perfectamente aquello, pero las palabras no tenían el menor sentido para él.

—¿Usted lo sacó de dentro de mí?

—Lo separé de ti. Te separé de tu lado travieso. De tu lado malo. Te quité esa parte diabólica —suspiró—. Cometí un error. Nadie me avisó de que si vas por ahí utilizando la magia contra gente como los que llevan la sangre de tu padre, los efectos se magnifican. Todo se hace más grande. —Bebió otro sorbo de agua—. Tu madre nunca lo creyó. No del todo. Pero ese Araña... él era aún peor que tú. Tu padre nunca había mencionado aquello hasta que hice que Araña se marchara. Incluso entonces, no me dijo más que, si no podía arreglarlo, ya no volverías a ser su hijo.

Quiso discutir con ella, decirle que aquello no tenía sentido, que Araña no formaba parte de él, no más de lo que él, Gordo Charlie, formaba parte del océano o de la oscuridad. Sin embargo, cambió de tema.

—¿Dónde está la pluma?

—¿De qué pluma estás hablando?

—Cuando regresé de aquel lugar, el sitio ese de las rocas y las cuevas, traía una pluma en la mano. ¿Qué hizo usted con ella?

—No me acuerdo —respondió—. Soy una vieja. Tengo ciento cuatro años.

Gordo Charlie insistió.

—¿Dónde está?

—No me acuerdo.

—Por favor, dígamelo.

—No la tengo yo.

—¿Y quién la tiene?

—Callyanne.

—¿La señora Higgler?

La anciana se incorporó, y le dijo en tono confidencial:

—Las otras dos son sólo unas niñas. No se lo toman en serio.

—Llamé a la señora Higgler antes de venir a Florida. Pasé por su casa antes de ir al cementerio. La señora Bustamonte dice que se ha marchado.

La señora Dunwiddy se meció suavemente en la cama, como si quisiera acunarse para dormir.

—No voy a seguir aquí por mucho tiempo. No puedo comer nada sólido desde la última vez que te marchaste. Se acabó. Sólo tomo agua. Algunas dicen que están enamoradas de tu padre, pero yo le conocí mucho antes que cualquiera de ellas. Hace años, cuando yo aún estaba de buen ver, me llevaba a bailar. Venía a buscarme y me volvía loca. En aquel entonces, ya era un hombre mayor, pero sabía cómo hacer que una chica se sintiera muy especial. No sientes... —Se detuvo para beber un poco más de agua. Le temblaban las manos. Gordo Charlie le cogió el vaso vacío de las manos—. Ciento cuatro años —dijo la anciana—, y jamás me he metido en la cama durante el día, excepto para dar a luz. Y mírame ahora.

—Estoy seguro de que llegará a los ciento cinco —dijo, incómodo, Gordo Charlie.

—¡No digas eso! —replicó. Parecía asustada—. ¡Ni en broma! Tú y tu familia habéis causado ya suficientes problemas. Deja de ir por ahí haciendo que sucedan cosas.

—Yo no soy como mi padre —respondió Gordo Charlie—. No tengo poderes mágicos. Araña heredó toda esa parte, ¿lo recuerda?

No parecía estar escuchándole.

—Cuando salíamos a bailar, muchos años antes de que estallara la segunda guerra mundial, tu padre se acercaba a hablar con el director de la banda, y muchas veces le invitaban a subir al escenario para que cantara con ellos. Todos se reían y le aplaudían. Así era como hacía que sucedieran las cosas. Cantando.

—¿Dónde está la señora Higgler?

—Se ha ido a casa.

—En su casa no hay nadie. Y tampoco está su coche.

—Se ha ido a casa.

—Esto
... ¿
Quiere usted decir que ha muerto?

La anciana resolló entre las blancas sábanas y cogió aire. Parecía que ya no podía seguir hablando. Le hizo un gesto.

—¿Quiere que vaya a pedir ayuda? —le preguntó Gordo Charlie.

La anciana asintió, y siguió tratando de coger aire. La dejó allí, atragantándose y resollando, y salió a buscar a la señora Bustamonte. Estaba sentada en la cocina, viendo el programa de Oprah en un televisor portátil.

—Necesita que la atienda —le dijo.

La señora Bustamonte fue a ver. Volvió con la jarra de agua, ya vacía.

—Pero ¿qué es lo que le has dicho para que se ponga así?

—¿Ha sufrido un ataque o algo así?

La señora Bustamonte le miró.

—No, Charles. Se estaba riendo de ti. Dice que la pones de buen humor.

—Oh. Me dijo que la señora Higgler se había ido a casa. Yo le pregunté si era una manera de decir que estaba muerta.

La señora Bustamonte sonrió.

—Saint Andrews —le dijo—. Callyanne se ha ido a Saint Andrews.

La señora Bustamonte llenó la jarra en el fregadero.

—Cuando empezó toda esta historia —dijo Gordo Charlie—, pensaba que Araña y yo estábamos enfrentados, y que ustedes cuatro estaban de mi lado. Y ahora se han llevado a Araña y soy yo contra ustedes cuatro.

La señora Bustamonte cerró el grifo y le miró con antipatía.

—Yo ya no me creo nada —afirmó Gordo Charlie—. Seguramente, la señora Dunwiddy se está fingiendo enferma. Me apuesto lo que sea a que, en cuanto yo me marche, se levantará y se pondrá a bailar un charlestón alrededor de su cama.

—Ha dejado de comer. Dice que le sienta mal. Se niega en redondo a comer nada. Sólo bebe agua.

—¿En qué parte de Saint Andrews está la señora Higgler? —le preguntó Gordo Charlie.

—Lárgate de una vez —replicó ella—. Tú y tu familia ya nos habéis hecho suficiente daño.

Pareció que Gordo Charlie iba a decir algo más, pero no lo hizo, se marchó sin decir una sola palabra.

La señora Bustamonte fue a llevarle la jarra de agua a la señora Dunwiddy, que estaba en la cama, tranquila.

—El hijo de Nancy nos odia —dijo la señora Bustamonte—. ¿Qué le has dicho, si puede saberse?

La señora Dunwiddy no respondió. La señora Bustamonte escuchó y, una vez se hubo asegurado de que la anciana todavía respiraba, le quitó sus gafas de culo de vaso y las dejó en la mesilla. Luego, la arropó hasta los hombros.

Hecho esto, se limitó a esperar a que le llegara el fin.

Gordo Charlie cogió el coche, aunque no tenía muy claro adónde iba. Era la tercera vez que cruzaba el Atlántico en las últimas dos semanas, y prácticamente se le había acabado el dinero que Araña le había dado. Estaba solo en el coche, así que se puso a cantar en voz baja.

Estaba pasando por delante de un restaurante jamaicano cuando vio un cartel en un escaparate: Descuentos en viajes a las Islas. Frenó y entró en la tienda.

—En viajes A—One le encontraremos un viaje a la medida de sus necesidades —le dijo el agente de viajes. Hablaba en ese tono bajo y humilde que los médicos suelen utilizar cuando tienen que decirle a un paciente que su brazo no tiene solución y que hay que amputarlo.

—Eeh... Ya. Gracias. Eeh... ¿Cuál es la oferta más barata que tienen para Saint Andrews?

—¿Se va usted de vacaciones?

—La verdad es que no. Sólo estaré allí un día. Quizá dos.

—¿En qué fecha quiere salir?

—Esta misma tarde.

—Ya veo, me está gastando una broma.

—En absoluto.

El tipo echó un vistazo a la pantalla del ordenador con aire desolado. Tecleó algo.

—Me parece que no tenemos nada por debajo de mil doscientos dólares.

—Oh. —Gordo Charlie se desinfló.

El tipo hizo una nueva consulta.

—Esto tiene que ser un error —y, continuó—, espere un segundo. —Llamó por teléfono—. ¿Este precio sigue vigente? —Anotó unos números en una libreta. Levantó la vista para mirar a Gordo Charlie—. Si puede prolongar su estancia, y se aloja en el hotel Dolphin, podría conseguirle una semana de vacaciones por quinientos dólares, en régimen de pensión completa. El vuelo le sale gratis, sólo tiene que pagar las tasas de aeropuerto.

Gordo Charlie parpadeó, incrédulo.

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