Los hermanos Majere (33 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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El mago, sin pronunciar ni una palabra, abandonó la habitación y encabezó la marcha hacia la calle. En el transcurso de la noche, se había convertido en un espíritu justiciero y vengador. ¿Qué sucedió?, se preguntó Caramon.

Las personas con las que se topaban en la avenida se apartaban a un lado y cruzaban a la otra acera para no encontrarse cara a cara con el hechicero. Los hermanos subieron a un carruaje público.

—A la calle de la Puerta del Oeste —ordenó Raistlin.

El cochero cabeceó en un gesto de asentimiento y azuzó los caballos con las riendas. A paso vivo y regular, el vehículo recorrió la calle de la Puerta del Sur. Caramon guardó silencio, si bien apretó los dientes para contener la avalancha de preguntas que le quemaban la lengua. Raistlin no lo había mirado directamente a la cara desde el momento en que lo había despertado; mantenía fijas las pupilas en los comercios por los que pasaban, ignorando de manera deliberada la presencia de su gemelo.

El guerrero, al evocar con un estremecimiento en la sangre dónde y cómo había pasado la noche, adivinó el motivo del mal humor de su hermano. «¿Por qué me lo recrimina?», protestó en silencio, aunque también se sintió culpable, con lo que creció su desazón. «Él escogió, él decidió. Tomó lo que quería y yo hice otro tanto, ni más ni menos.»

El carruaje giró a la derecha y entró en la calle de la Puerta del Oeste. Caramon advirtió que su hermano se ponía tenso; las delgadas manos se cerraron en torno al bastón con tanta fuerza que los nudillos se tornaron blancos. El guerrero no atisbó ni percibió ninguna señal de peligro, pero aun así empuñó la daga.

Al advertir su gesto, Raistlin resopló burlón.

—Guarda tu arma, Caramon. No corres peligro.

—¿Acaso tú sí? —instó el guerrero.

El mago lo miró de soslayo. Un rictus de angustia le contrajo las facciones doradas; no obstante, eludió el escrutinio de su hermano y apartó la vista con premura. La presión de las manos sobre la madera del cayado se hizo tan intensa que los dedos parecieron próximos a quebrarse.

—Alto —ordenó Raistlin al cochero.

El carruaje se detuvo. El mago bajó de un salto y marchó con pasos rápidos calle adelante. Caramon siguió la caminata veloz de su gemelo lo mejor que pudo.

—¿Adónde vamos? —preguntó por último.

—A tomar una copa de hyava —respondió Raistlin, escueto, sin volverse.

El hombretón lo contempló desconcertado, boquiabierto. Se preparó para provocar la cólera de su hermano con otra pregunta que el otro tildaría de estúpida, cuando sus ojos captaron una escena que le dejó mudo. La calle se había plagado de repente de una oleada inmensa de gatos y, en medio del aluvión de felinos, frente a la taberna, se sentaba una figura solitaria: un hombre de piel tan negra como los ropajes que vestía.

—¡Raist! Ése es el individuo que...

—Caramon, cállate —lo interrumpió su gemelo.

Al aproximarse los hermanos, los gatos se dispersaron a la carrera calle abajo, o treparon por las paredes. Raistlin se detuvo frente al hombre. Caramon se situó junto a su gemelo, con la mano en torno a la empuñadura de la espada.

—Sentaos, por favor —invitó el hombre de negro. El ligero timbre siseante de su voz estremeció a Caramon, que miró de reojo a Raistlin; éste asintió con la cabeza y el guerrero acercó una silla en la que se sentó. El mago hizo otro tanto.

Caramon estudió al hombre que tenía delante. Era muy atractivo; el cabello, oscuro y ondulado, le caía sobre los hombros. Los ojos azules —un contraste sorprendente con la brillante negrura de su tez—, y algo rasgados, se clavaban en los gemelos sin pestañear, con una mirada atenta. Las joyas cosidas en una banda en torno al cuello de las negras vestiduras emitían suaves destellos con los rayos del sol.

—Me llamo Bast —dijo inopinadamente—. Os invito a una copa.

Sin aguardar respuesta, Bast alzó la mano y llamó a una camarera.

—Catherine, por favor, dos tazas de hyava para mis invitados.

La joven los miró con fijeza durante un instante; luego, se dio la vuelta y entró corriendo en la taberna. Regresó casi de inmediato con dos tazas de licor.

—Gracias —dijo Caramon. La muchacha murmuró algo incomprensible y se retiró; no obstante, remoloneó por las mesas vecinas en tanto los observaba de reojo.

Raistlin permanecía tan silencioso e inmóvil como la propia ciudad, con los labios apretados en un rictus adusto y sombrío.

—Sí, adelante con las preguntas —dijo Bast, con los ojos azules dirigidos hacia el mago.

—¿Quién eres? —inquirió Raistlin.

—Tú lo sabes.

—¿Por qué has estado siguiéndonos?

—Tú lo sabes.

Una ira creciente tiñó de rojo las mejillas del hechicero. La expresión de Bast, por el contrario, era divertida. Caramon bebió de un trago la copa de hyava, y el líquido le quemó el paladar; por lo visto, su hermano había encontrado la horma de su zapato.

—¿Cuál es tu papel en todo este asunto? ¿Para qué estás aquí? —demandó Raistlin.

—También lo sabes —respondió el hombre; los dientes, blancos y afilados, brillaron al esbozar una lenta sonrisa.

Caramon se encogió sobre sí mismo y aguardó el inminente exabrupto colérico de su gemelo. Literalmente, el mago estaba a punto de estallar por la ira y la frustración contenidas. El hombre de negro le observó con detenimiento, con calma, y la furia abandonó a Raistlin como la sangre fluye de una herida.

—¿Lo sé? ¿Cómo estoy seguro de lo que he de creer y de lo que no?

—Es asunto tuyo. A mí me trae sin cuidado.

—Eso no es cierto —refutó Raistlin en voz baja—. Si no te importara, no te habrías entrevistado conmigo.

—No he venido para que me pusieras a prueba, sino para ponerte yo a ti.

El hombre de negro que se hacía llamar Bast se puso de pie con movimientos lentos, indolentes, y se desperezó sin recato; los músculos se marcaron nítidos en los fuertes brazos. Luego los saludó con una leve inclinación de cabeza y anduvo calle abajo.

—¿Quieres que lo detenga? —preguntó Caramon al tiempo que se levantaba de la silla.

—¡No! —Su hermano le aferró el brazo—. No tienes la menor posibilidad de sobrevivir en un enfrentamiento con él. Es un enemigo que está más allá de tu fuerza, más allá de tu comprensión. En un momento acabaría contigo.

El guerrero se sentó de nuevo con evidente alivio. Tenía la seguridad de que su hermano decía la verdad, aunque no sabía por qué. Lo único que era capaz de afirmar era que pocas veces en su vida había sentido miedo, y que se enfrentaba a una de ellas.

Entonces, advirtió la fría mirada del mago a través de las estrechas rendijas de los párpados entrecerrados.

—Una noche con esa mujer te ha vuelto muy arrojado, hermano. Ha de ser muy... especial.

—No hablaré sobre ello.

—¿Por qué no? Hasta ahora nunca te importó hacer alarde de tus conquistas.

—¡Tal vez lo hice, pero eso es debido a que yo tengo capacidad de experimentar esa clase de sentimientos!
¡Yo
sé lo que es amar a alguien!

Caramon lanzó las frases punzantes sin intención de herir, espoleado por el amargo sarcasmo de su gemelo. Mas, al advertir que alcanzaban el blanco, habría dado su alma por retractarse.

Como si las palabras fueran una lanza que lo hubiese traspasado, los hombros del mago se encorvaron, hundió la cabeza en el pecho y el frágil cuerpo se estremeció, encogido sobre sí mismo. Después se arrebujó en la capa con manos temblorosas.

—Lo siento, Raist —comenzó el guerrero.

—No, Caramon —lo interrumpió su gemelo—. Yo soy quien debe disculparse. Tus comentarios fueron muy... perspicaces.

—¿Qué te ocurrió anoche? —instó el hombretón, con la intuición propia de un gemelo.

El mago guardó silencio durante unos momentos. Bajó la vista hacia su taza de hyava, agitó el recipiente entre los delgados dedos y se concentró en los remolinos del licor.

—Anoche casi me destruyen —dijo finalmente, sin alzar la mirada.

—¿Una emboscada? —Caramon se incorporó de nuevo en la silla—. Fue ese hombre, ¿verdad? ¡Ese tal Bast! Le...

—No, hermano. Era una trampa..., una trampa mágica. Preparada en uno de los libros.

—¿Trampa? ¿Dónde? ¿En casa de Shavas? —El guerrero lo miró con incredulidad.

—Sí, en casa de Shavas.

—Crees que ella lo maquinó, ¿no es cierto? —instó Caramon, más furioso por momentos.

—Encontré tres libros mágicos en su biblioteca, hermano, y uno de ellos contenía una espiral rúnica que casi se apoderó de mi alma y me arrastró al Abismo. ¿Qué otra cosa puedo deducir? ¿Qué pensarías tú, en mi lugar?

—Un accidente, sin duda. ¡Ella no sabría que poseía algo tan peligroso!

—¿Cómo no iba a saberlo? ¡Ah, claro, ahora recuerdo! «No hay magos en Mereklar» —repitió imitando la voz de la mujer—. Una excusa perfecta.

—No sospecharás...
¡Crees
que lo hizo a propósito!

El mutismo de su gemelo espoleó aún más al guerrero.

»¿A santo de qué iba a hacer algo así? —gritó descompuesto—. ¡Ella nos contrató! ¡Se enfrentó a los consejeros por defendernos!

—Exacto. ¿Entonces por qué me...? —El hechicero enmudeció y estrechó los ojos.

—¡Mira, Raist! —interrumpió Caramon, que respiraba de manera agitada a intentaba con escaso éxito controlar la furia que lo embargaba—. Eres más inteligente que yo, lo admito. También, al parecer, sabes mucho más acerca de lo que ocurre aquí. Alguien trató de matarnos en el bosque. Luego intentaron acabar conmigo. Ahora, te han tendido una trampa a ti. Earwig ha desaparecido. Hoy has venido aquí con el propósito de encontrarte con ese hombre que nos ha estado siguiendo. ¿Cómo sabías dónde encontrarlo y que te estaría esperando? ¿Quién es? Es hora de que me expliques este galimatías.

Raistlin negó con la cabeza.

—Hay mucho que hacer. Y apenas queda tiempo. Esta noche, Caramon. El Gran Ojo brillará en el cielo esta noche. Y aún no estoy preparado... —Suspiró hondo—. Si te interesa, te diré que en uno de los libros vi un dibujo de ese hombre; estaba en un lugar que me resultó familiar. Esta mañana caí en la cuenta de que se trataba de esta avenida..., la calle de la Puerta del Oeste.

—¿Lo viste en un libro? ¿Hablaba de él?

—Sí. Según el texto, es una criatura maligna en extremo. Pero, después de conversar con el hombre, tengo mis dudas. No sé qué creer.

—Yo sí. —Caramon se estremeció—. Te arrancaría el corazón con la misma tranquila indiferencia con que te mira.

—Tal vez, pero...

—Disculpad, señores. —Era la camarera, Catherine, si no recordaba mal el guerrero—. Oí que mencionabais a Earwig. ¿Os referíais a Earwig Fuerzacerrojos, el kender?

—¿Lo has visto? ¿Sabes dónde está? —preguntó Raistlin con interés.

—No, lo ignoro. Es lo que vine a deciros. Sospecho que lo han raptado.

—¿Raptado? —Caramon resopló—. ¿Y quién en su sano juicio secuestraría a un kender?

—Veréis, charlábamos en la otra taberna donde trabajo y me marché un momento a la bodega para coger más cerveza. Cuando regresé, ¡había desaparecido!

Mientras hablaba, la joven no levantó la vista del suelo. Raistlin estrechó los ojos y la observó inquisitivo desde las sombras de la capucha.

—Lo más probable es que se marchara a recorrer las calles —dijo después.

—No, no lo hizo. —Catherine estaba tan nerviosa que estrujaba los bordes de su delantal.

El mago estudió a la joven con una mirada especulativa; de improviso, la mano dorada se disparó y se cerró como un cepo en torno a su muñeca.

—¿Adónde se lo han llevado?

—¡Ay! —Catherine lanzó un grito ahogado a la vez que retorcía el brazo para librarse de la garra del hechicero—. Señor, os lo ruego. Yo... ¡Me hacéis daño!

—¿Adónde se lo han llevado? —repitió Raistlin mientras aumentaba la presión de los dedos. El semblante de la camarera adquirió una palidez cadavérica.

—Raist... —intervino Caramon.

—¡Vamos, vamos, muchacha! —El mago ignoró la protesta de su hermano—. Tomaste parte en ello, ¿verdad? Serviste de señuelo para conducirlo a la trampa.

—Él me dijo que lo hiciese —confesó al cabo la joven, a la vez que se soltaba de un tirón.

—¿Quién?

—Ese hombre. Bast. Me dijo que vuestro amigo corría peligro porque llevaba aquel extraño colgante. Aseguró que él y sus hombres lo protegerían. Sólo tenía que ocuparme de que el kender los acompañara pacíficamente, sin organizar escándalo. —La muchacha apretó el delantal entre los dedos crispados—. ¡Mi intención no era mala! ¡Quería ayudarlo!

Unas lágrimas incontenibles se deslizaron por sus mejillas. Alzó el brazo y se limpió la nariz con la manga de la blusa.

—¿Adónde se lo han llevado? —reiteró una vez más Raistlin.

—A... a la cueva del hechicero muerto, creo.

—¿Dónde está esa cueva?

—En las montañas, a media jornada de camino. —Catherine señaló con el pulgar hacia el noreste—. Existe una antigua senda que conduce hasta allí; está marcada con flores negras.

—¡Flores negras! —Raistlin la miró con intensidad—. ¡No me mientas!

—¡Es cierto! —Catherine se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano—. Lamento lo que hice. Earwig fue muy amable conmigo. Os ruego que lo busquéis.

—Flores negras —musitó el mago.

—¿Qué ocurre, Raist?

—Las flores negras tienen un significado especial entre nosotros los hechiceros, hermano. Denotan el lugar donde acaeció la muerte de un perverso nigromante. —Raistlin se puso de pie—. Hemos de encontrar a Earwig.

—No imaginaba que te preocupara tanto la suerte del hombrecillo —dijo Caramon agradablemente sorprendido.

—¡Él no! ¡El anillo mágico que lleva en el dedo!

Raistlin echó a andar con paso vivo calle adelante. El guerrero sacudió la cabeza y se disponía a ir en pos de su hermano, cuando sintió un roce suave en el antebrazo. Al volverse, se encontró con la muchacha.

—¿Qué quieres ahora? —espetó con brusquedad—. ¿No es bastante lo que has hecho?

Catherine se sonrojó y bajó la vista.

—Sólo quería pediros que... Si veis a Earwig, decidle que... —se encogió de hombros, falta de palabras—. Decidle que lo siento.

—¡Seguro! —rezongó el guerrero, que de inmediato se alejó a grandes zancadas.

19

Earwig entró en un largo túnel. Suspiró con fastidio. Era el quinto pasadizo que encontraba desde que iniciara la huida y estaba harto de ellos. Inclusive las pinturas de las paredes, líneas doradas, blancas y negras entrelazadas, que en principio le resultaron fascinantes, habían perdido en gran parte su encanto. Le rugió el estómago.

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