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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (46 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Todavía Huevazos pudo proferir un grito de alarma desarticulado e inhumano, que puso en conmoción al campamento.

—¿Qué ha sido? —gritó Lucas mientras cogía la espada.

—En la espesura —le señaló Beaufort—. Huevazos, creo.

Beaufort clavó su espada en tierra y levantó los brazos para que Vergino le introdujera el jubón acolchado por la cabeza. Sin abrocharse las correas, retomó la espada y corrió, seguido de Lucas, hacia el lugar del que procedía el grito.

No fue menester indagar. A la luz cenicienta del alba, Lotario de Voss se erguía ante ellos. El guerrero vestido de negro aguardaba a su enemigo con una breve sonrisa en los labios agrietados y blanquecinos.

—Volvemos a encontrarnos, Roger de Beaufort —lo saludó.

Beaufort se detuvo a una distancia prudencial y extendió lateralmente el brazo para apartar a Lucas. El teutón era cosa suya.

—Así que has cruzado el desierto —dijo—. ¿Tanto odio arrastras que ni siquiera el infierno de arena puede disuadirte? Ya no tiene sentido la pelea: el papa ha suprimido el Temple y los templarios están en prisión.

—Yo no peleo ya por el Temple —respondió Lotario con voz enronquecida—. Ni siquiera peleo por el rey de Francia: peleo por mí. Tú y yo tenemos una deuda pendiente.

Beaufort sacudió la cabeza, conmovido.

—Hermano Lotario: consagraste tu vida a luchar por Cristo en Tierra Santa. Eres un héroe de ultramar. En nombre de Santa María te suplico que perdones las ofensas que te haya inferido. Ya no somos los dos jóvenes que un día se encontraron en Acre. La Torre Maldita cayó, Acre cayó, y nosotros tenemos la cabeza cana. Somos otros y el mundo también. No vale la pena recordar aquello.

Lotario esbozó una sonrisa amarga.

—Tú puedes ser otro —concedió escupiendo las palabras con desprecio—. Has viajado al corazón de las tinieblas en busca del Arca y la has conseguido. Siempre has coronado tus empresas con éxito, pero yo no puedo olvidar aquella tarde en que me encadenaste en un calabozo del Patriarcado. He venido a cobrar mi deuda.

—¿Qué deuda? ¿No estás vivo?

Lotario de Voss clavó solemnemente la espada en tierra, se desató el guante de cuero que le cubría la mano izquierda y exhibió la mano que ocultaba. Le faltaban los tres dedos menores y media palma. Era como una repulsiva pinza de cangrejo formada por el pulgar, el índice y una especie de muñón conector que arrancaba de la muñeca.

Beaufort comenzó a comprender.

—Teníais demasiada prisa por dejarle Acre a los sarracenos —acusó Lotario—. Me abandonasteis en una mazmorra infecta y tuve que liberarme yo mismo, utilizando los dientes, antes de que los sarracenos me encontraran encadenado al muro.

—No lo comprendo —objetó Beaufort, estupefacto—. Envié a uno de mis hombres a liberarte.

—Si tú lo dices… —concedió irónicamente Lotario—. El libertador nunca compareció. Estabais demasiado atareados salvando el culo.

Lotario arrojó el guante lejos y empuñó nuevamente la espada. Con la pinza de la mano izquierda tomó una daga de extraña empuñadura ortopédica en la que los dos dedos de la mano mutilada perchaban como las garras del halcón.

—¡Lo que ocurrió en Acre ya no tiene remedio, Lotario! —lo exhortó el templario—. Únete a nosotros y ayúdanos a llevar el Arca Santa a la cristiandad.

Lotario mostró los dientes menudos y brillantes en una mueca.

—No hay trato, Roger de Beaufort. Ese tesoro me pertenece, igual que vuestras vidas.

El teutónico dio unos pasos hacia Beaufort, que les hizo señas a sus acompañantes prohibiéndoles intervenir. Sería un combate singular entre dos campeones, a la antigua usanza, y el que prevaleciera quedaría dueño del campo. Beaufort, en guardia, echó mano de su daga francesa, grande y ancha.

Los pies se hundían en la arena, los guerreros giraban lentamente sin perderse de vista, a la distancia justa para que las espadas no se tocaran, los ojos alerta para prevenir cualquier avance del adversario. Cuando tuvo el sol naciente a la espalda, Lotario atacó: avanzó un paso y golpeó fuertemente la espada de su adversario, consiguiendo a medias su propósito de desequilibrarle la guardia. Luego, aprovechando la débil ventaja, avanzó dos pasos, amagó un tajo a la cabeza y lanzó una estocada a fondo. Beaufort trastabilló con el primer golpe, pero se mantuvo en pie y consiguió desviar la espada de su enemigo, aunque para ello dejó al descubierto todo su flanco derecho. Lotario, que lo había previsto, le asestó en el costado una puñalada que le traspasó el jubón reforzado sin hacer carne.

Pareció que, fracasado su intento, el teutón iba a retirarse, pero, lejos de hacerlo, redobló el ataque alterando la trayectoria del tajo, cuando aún estaba en el aire, una habilidad propia de los esgrimistas experimentados que exigía brazos musculosos y reflejos fulminantes. También ese tajo se estrelló contra la espada y la daga del templario convenientemente cruzadas en una defensa a la sarracena.

—No ha estado mal —comentó Lotario de Voss, y dejó oír su risa siniestra al tiempo que se apartaba unos pasos y bajaba los brazos para descansarlos mientras meditaba el próximo ataque.

—¡Hablemos, Lotario! —lo exhortó Beaufort—. Este duelo no tiene sentido.

Pero el teutón volvía nuevamente a la carga, rápido como el relámpago, con el acero en alto.

Esta vez descargó sobre Beaufort un golpe tal que lo hizo trastabillar y cuando intentaba equilibrarse le propinó la patada lateral en la rodilla, su treta favorita.

Se escuchó un chasquido de hueso tronzado y Beaufort se desplomó de espaldas con un gemido. Lotario se abatió sobre el caído y, antes de que los demás pudieran reaccionar, le puso la daga en la garganta.

—¡Que nadie ose acercarse o morirá también! —gritó a los compañeros.

Nadie se movió, aunque la angustia se reflejaba en todos los rostros.

—¡Roger de Beaufort, contempla ahora cómo mi mano mutilada te mata y te arranca el corazón!

Se disponía a degollar a su adversario cuando una sombra se abatió sobre él y una piedra de considerables proporciones le golpeó la espalda. Lotario de Voss se desplomó sobre Beaufort con la columna vertebral rota.

Era Huevazos, malherido, pálido como un espectro, cubierto hasta los pies por la sangre que le manaba de la tremenda herida. Dejó caer la piedra y, apartando la mano que le sostenía el vientre, permitió que el humeante paquete intestinal se le descolgara hasta el suelo. Cayó de rodillas, agonizante, miró a Lucas, le dirigió un guiño cómplice y una sonrisa mustia y se desplomó sobre el polvo.

Lucas acudió a socorrer a su amigo, pero ya había muerto. Se volvió hacia Vergino, que atendía a Beaufort.

—Estoy bien, estoy bien —repetía Beaufort—. Sólo es la pierna rota. Ved qué ha sido del teutónico.

Lotario de Voss, como una torre desplomada sobre la arena, estaba mortalmente pálido y no podía mover las extremidades. Intentó levantar la espada, que aún empuñaba, pero desistió con un amargo suspiro al comprobar lo inútil de su esfuerzo. Era como si el cuerpo que veía extendido ante sus ojos perteneciera a otro, o a un cadáver.

—¿Qué va a ser ahora de ti, Gunter? —murmuró. Y emitiendo un sollozo desgarrador reclinó la nuca sobre la fría arena.

Se iba elevando el sol y en el azul purísimo de la mañana flotaban lentas las gaviotas.

66

Beaufort, apoyándose en el hombro de Lucas Cardeña, se acercó cojeando al enemigo caído.

—Roger de Beaufort, ya me has vencido —murmuró Lotario—; pero antes de que me quites la vida, que me pesa insoportablemente, quisiera pedirte una merced.

—Pídeme lo que quieras —repuso Beaufort.

—Mi hermano, mi pobre hermano Gunter, está prisionero en Pugfort. Si el poder del Arca os permite rehabilitar a los templarios y volvéis a ser ricos y dominadores, quiero que lo rescates y lo devuelvas al mundo. Es un muchacho inocente que nunca le ha hecho mal a nadie y le prometí a mi madre que lo protegería. —Le vino un acceso de tos que le produjo un terrible dolor de espalda. Cuando se repuso prosiguió—: No sé si he sido un buen padre para él.

—Sin duda lo has sido —dijo Beaufort. Con ayuda de Lucas se sentó sobre la arena y tomó la mano mutilada del teutónico entre las suyas.

Lotario intentó decir algo, pero sólo emitió un ronco estertor. Lo intentó de nuevo sin resultado.

—He visto otros casos de hombres que se quedan mudos al rompérsele el espinazo —dijo Vergino—. Algunos recobran el habla y otros no.

Comenzaba a hacer calor, a pesar de la brisa marina.

—Creo que deberíamos partir —dijo Vergino—. Enterremos al pobre Roque y prosigamos nuestro camino.

Lucas cavó la tumba de su escudero y amigo y lo sepultó con su ballesta y su sartén. Encima del montón de tierra colocó una laja de piedra en la que rayó toscamente una cruz.

Tres días más tarde, en Kairuán, a la sombra del antiguo minarete, Aixa y Lucas se acercaron solemnes a los dos templarios.

—Lucas tiene algo que comunicaros —comenzó la muchacha sin disimular su ansiedad.

Lucas abrió la boca un par de veces y volvió a cerrarla, nervioso, sin decir nada. Ella le dirigió entonces una mirada entre tierna y reprobadora que le prestó el valor necesario. Se aclaró innecesariamente la garganta y dijo:

—Monseñores, creo que os he servido fielmente durante estos meses y que he sido obediente y me he conducido con diligencia y probidad. Ahora, debido a las circunstancias, quisiera licencia para dejaros y regresar a Castilla.

Los templarios intercambiaron una mirada.

—¿Por qué esa súbita prisa? —preguntó Beaufort.

—Monseñor… —titubeó Lucas—, Aixa y yo…, nosotros…, quiero decir que ella ha decidido no regresar a su casa. Si vuelve a Túnez con su familia, su padre la castigará y la encerrará de por vida o, lo que es peor, la enviará de nuevo a Zobar Teca, y eso sería matarla.

—Pues ¿adonde va a ir entonces la muchacha? —inquirió Vergino con la mayor candidez.

Los dos jóvenes se miraron.

—Bien —comenzó Lucas—, nosotros hemos pensado… ella y yo…, —tomó con decisión la mano de la muchacha—, hemos pensado regresar a Castilla y solicitar el permiso de mi hermano para casarnos. Ya tengo edad y ella también. Nos casará mi tío, el abad.

—Pero ella es musulmana… —objetó Vergino.

—Me haré cristiana —dijo la muchacha sin titubear un momento—. Dentro de la desgracia de ser mujer en un mundo donde mandan los hombres, creo que es preferible ser cristiana.

—Desde luego, esta criatura sabe lo que quiere —murmuró Vergino.

Beaufort, con el entrecejo fruncido, miró al anciano, que apenas podía reprimir una sonrisa.

—Así que pretendéis casaros…

—Eso es, monseñor, no queremos otra cosa —reconoció Lucas. —Hemos compartido muchos peligros y queremos seguir juntos toda la vida o, al menos, hasta que ella se quede viuda.

Aixa le sonrió con arrobo.

Vergino miró a Beaufort.

—¿Qué te parece, hermano? ¿Crees que este donado ha servido suficientemente al Temple? ¿Podemos dar por satisfecha la promesa de su padre?

Beaufort se encogió de hombros.

—Quizá podamos darla por pagada si él se compromete a cuidar de Aixa y a respetarla el resto de sus vidas.

—Que así sea —dijo el anciano. Y tomando a los novios de las manos, les preguntó—: ¿Dónde pensáis estableceros?

—Mi hermano me tiene prometidos un castillejo y unas hazas de tierra con higueras y olivos en Cotrufes. Es un sitio con algo de monte donde solía cazar con el pobre Huevazos. —Al recordarlo, los ojos se le humedecieron, pero se sobrepuso—. Un buen lugar para criar a nuestros hijos.

—¿Cuándo partiréis? —preguntó Beaufort.

—Lo antes posible. Si contamos con vuestra aprobación, ahora mismo. En lugar de continuar hasta Túnez podríamos dirigirnos a Susa, donde cargan trigo los navíos valencianos. Desde allí no nos será difícil llegar a Castilla.

Vergino se dirigió a uno de los camellos y tomó una alforja cargada de discos de oro en bruto, una parte de lo que habían encontrado en el equipaje de Lotario de Voss.

—Tomad este oro y administradlo sabiamente.

Lucas lo sopesó.

—Es mucho, monseñor. Y el oro es vuestro.

—Te equivocas —insistió Vergino—. No es más nuestro que tuyo. Gástalo con prudencia y dedica una parte a los pobres.

Aixa se desprendió del velo que había vuelto a llevar desde hacía unos días, para evitar que alguien la reconociera más que por obediencia a la costumbre del país, y estampó dos sonoros besos en las mejillas de los freires.

Lucas la ayudó a subir al camello y después se subió en el suyo. Los animales se enderezaron al impulso de las riendas.

—Espero que algún día nos visitéis —dijo Aixa.

Los animales se pusieron en movimiento y tomaron el camino de Hammamet.

—Algún día… —murmuró Beaufort levantando la mano en un último saludo, cuando los jóvenes enamorados estaban a punto de desaparecer tras un recodo del camino.

Los dos templarios se quedaron solos con la parihuela cubierta en la que transportaban al maltrecho Lotario.

—Vamonos —dijo Vergino—, o se nos hará de noche antes de alcanzar la próxima aldea.

67

En Túnez, los falsos peregrinos se presentaron como mercaderes francos del azafrán que habían sufrido un accidente en las gargantas de El Kef. Su carreta se había despeñado con dos de ellos a bordo. Uno se había roto el espinazo y no podía moverse ni hablar mientras que el otro, mejor librado, tenía entablillada una pierna y andaba con muletas.

La casa que alquilaron para convalecer era humilde: dos habitaciones y un corralillo como para criar dos gallinas, pero estaba situada en Sidi Bu Said y desde el porche emparrado se disfrutaba de una espléndida vista del mar con las dos montañas que llaman los Cuernos al otro lado de la bahía. Una criada vieja se ocupaba de las labores domésticas y un pilluelo llamado Muhammad de los mandados.

Llevaban una semana en Túnez cuando, una tarde, los dos templarios salieron a dar un paseo por la explanada que dominaba la bahía. No podían llegar muy lejos porque Beaufort andaba todavía con muletas.

—Esta mañana encontré al hermano Alois Beltran —dijo Vergino—. Se ha empleado con un almacenista genovés, al que lleva los números, y parece que ha mejorado su posición. Ha oído decir que algunos templarios escapados de Francia se han refugiado en las encomiendas de Escocia y están reorganizando la orden bajo el maestrazgo de un tal Larmenius.

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