—El doctor Willers dice... —comenzó Anthea pero Zellaby la interrumpió impaciente.
—Willers se ha comportado muy bien frente a las circunstancias, tan bien que no es sorprendente ver que ahora se ha dejado caer en una maldita actitud de avestruz. Su fe en la histeria se ha hecho absolutamente patológica. Espero que aproveche sus vacaciones.
—Pero Gordon, él intenta al menos explicar las cosas.
—Soy un hombre paciente, querida, pero no hasta ese extremo. Willers no ha intentado explicar nunca nada. Se ha resignado ante algunos hechos incuestionables, y ha intentado resolver los demás problemas con explicaciones aproximativas, lo cual es diferente.
—¡Pero debe existir una explicación!
—Por supuesto.
—¿Cuál es pues, según tú?
—Hay que esperar a que los niños crezcan para intentar verla.
—Pero tú quizá tengas alguna idea al respecto.
—Nada que pueda tranquilizarme.
—¿Pero qué?
Zellaby agitó la cabeza.
—No estoy seguro —dijo—, pero puesto que tú eres una mujer lista voy a hacerte una pregunta: Si tú tu vieras intención de derribar la supremacía de una sociedad bastante afianzada y convenientemente armada, ¿cómo actuarías? ¿La provocarías en su propio terreno, desencadenando un ataque probablemente muy costoso y ciertamente destructivo? ¿O, si el tiempo te presionara, preferirías acaso recurrir a una táctica más sutil? De hecho, ¿no intentarías introducir de alguna manera subrepticia una quinta columna que pudiera atacarla desde su mismo seno?
Los meses que siguieron trajeron consigo un gran número de cambios en Midwich.
Ferrelyn se fue con Alan, dejando a su bebé, al menos por el momento, al cuidado de los Zellaby. El doctor Willers dejó su consulta en manos de un sustituto, el joven que lo había ayudado en el momento de la crisis, y en un estado mezcla de agotamiento y de disgusto hacia las autoridades se fue de vacaciones con la señora Willers, para dar, según dijo, la vuelta al mundo.
En noviembre tuvimos una epidemia de gripe que se llevó consigo a tres viejos, así como a tres Niños. Uno de ellos era el hijo de Ferrelyn. La madre fue llamada, pero llegó demasiado tarde para verlo aún vivo. Los otros dos fueron dos niñas.
Mucho antes que eso hubo sin embargo la sensacional evacuación de la Granja. Un hermoso ejemplo de perfecta organización: los componentes de Investigación fueron avisados de ello un lunes, los encargados del traslado acudieron el miércoles, y antes del fin de semana el edificio y los costosos nuevos laboratorios estaban vacíos, con las ventanas desprovistas incluso de sus cortinas. Los habitantes de Midwich se quedaron enormemente sorprendidos, como si hubieran asistido a un espectacular juego de magia. Ya que incluso el señor Crimm y todo su personal se habían ido, y todo lo que quedaba eran cuatro bebés de ojos dorados en busca de padres nutricios.
Una semana más tarde, una pareja de resecos viejos que se hacían llamar Freeman alquiló la casa abandonada por el señor Crimm. Freeman se presentó como médico especialista en psicología social, y aparentemente su mujer era también titular de algún diploma médico. Se nos dio a entender, en una forma prudente, que su misión consistía en estudiar el desarrollo de los Niños por encargo de una organización oficial no determinada. A ello fue a lo que se dedicaron aparentemente, a su modo, ya que constantemente estaban espiando y observando todo lo que ocurría en el pueblo, deslizándose a menudo en las habitaciones. Se les hallaba a menudo sentados en un banco del Parque, con aire reflexivo y ojos atentos. Su agresiva discreción les daba actitud de conspiradores, y su táctica les valió, en menos de una semana, la desconfianza general del pueblo, que los apodó los Fisgones. Sin embargo, la tenacidad era una de sus características, y persistieron en sus manejos hasta obligarnos a esa especie de resignación que uno adopta frente a lo inevitable.
Pregunté a Bernard acerca de ellos. Me dijo que no tenían nada que ver con su ministerio, pero que actuaban por cuenta de un organismo oficial. Teníamos la sensación de que, si aquella era la única respuesta a la petición de Willers concerniente al estudio de los Niños, era mejor que se hubiera ido para no estar presente ante ella.
Zellaby, como todos los demás, intentó con ellos un acercamiento ofreciéndoles su colaboración, pero sin el menor resultado. Fuera cual fuese el ministerio que los empleaba, había escogido dos ases de la discreción, pero nuestra opinión era que, fuera cual fuese la importancia de su relación con las altas esferas, un poco mas de sociabilidad les hubiera valido muchos mejores resultados con mucho menos esfuerzos. Pero, de todos modos, quizá estaban proporcionando realmente a las altas esferas los informes que ellos deseaban. Todo lo que podíamos hacer era dejarles merodear a sus anchas. Y así lo hicimos.
Si bien, desde un punto de vista científico, el estudio de los Niños podía ser muy interesante, en el transcurso de su primer año de vida, no suscitaron ninguna otra aprensión. Dejando aparte su persistencia en rehusar ser alejados de Midwich, sus demás poderes de constricción habían disminuido y se manifestaban raramente. Como había dicho Zellaby, por muy bebés que fueran, eran notablemente sensatos, y se bastaban perfectamente a sí mismos en tanto no se les abandonara y no se les contrariaran sus deseos.
Hasta aquel momento, pocas cosas vinieron a confirmar los malos presagios del grupo de las brujas o los pronósticos de Zellaby, más sensatos pero no menos sombríos. Y, como había pasado el tiempo sin que se produjera el menor acontecimiento digno de mención, Janet y yo no fuimos los únicos en preguntarnos si todos nosotros nos habríamos alarmado infundadamente, y si las particularidades de los Niños no irían disminuyendo, quizá hasta la insignificancia, en el transcurso de los años.
Después, a principios del siguiente verano, Zellaby hizo un descubrimiento que aparentemente había pasado desapercibido a los Freeman, pese a sus concienzudas observaciones.
Zellaby apareció ante nuestra puerta una soleada tarde y nos arrastró afuera por la fuerza. Protesté, invocando mi trabajo, pero no conseguí nada.
—Lo sé, mi querido amigo, lo sé. Yo también me imagino a mi pobre editor con lágrimas en los ojos Pero es muy importante. Necesito testigos seguros.
—¿Testigos de qué? —preguntó Janet sin entusiasmo. Pero Zellaby agitó la cabeza.
—No estoy haciendo declaraciones sensacionales ni incubo ninguna enfermedad. Simplemente os pido que asistáis a una experiencia y saquéis de ella vuestras propias conclusiones. Y estos —rebuscó en sus bolsillos— son nuestros instrumentos.
Depositó sobre la mesa una cajita de madera labrada, un poco mayor que una caja de cerillas, y un rompecabezas compuesto por dos grandes haciendo deslizarse uno sobre el otro de una cierta manera. Cogió la caja y, sacudiéndola, nos dio a entender que contenía algo.
—Azúcar cande —explicó—. Es un producto de la desconcertante ingeniosidad nipona. Esta caja no tiene ninguna abertura visible, pero deslizando esa pieza de aquí se abre sin dificultad, y ahí está el azúcar cande. La razón por la que uno puede tomarse el trabajo de construir un tal objeto es conocida sólo de los japoneses, pero creo de todos modos que esta caja nos va a ser muy útil. Y ahora, ¿sobre qué Niño Varón comenzamos la experiencia?
—Ninguno de los bebés tiene aún un año —hizo notar fríamente Janet.
—Aparte su tiempo de vida real, ambos sabéis muy bien que esos Niños son desde todos los puntos de vista niños de dos años bien desarrollados explicó Zellaby—. De todos modos, no intento hacer exactamente un test de inteligencia... a menos que... —se detuvo, perplejo—. Debo confesar que no sé nada al respecto. Por otro lado no tiene mucha importancia. Os pido tan solo que me señaléis un Niño.
—Cualquiera —dijo Janet—. El de la señora Brant por ejemplo.
Nos dirigimos a su casa.
La señora Brant nos hizo atravesar la casa y nos llevó al jardín de atrás, donde el niño jugaba en un parque. Como decía Zellaby, tenía todo el aspecto de un niño de dos años cumplidos, y de un niño muy despierto. Zellaby le dio la cajita. El niño la tomó, la examinó, la agitó, oyó que contenía algo y su rostro se iluminó. Lo observamos atentamente. Dándose cuenta de que se trataba de una caja, intentó abrirla sin éxito. Zellaby le dejó jugar un rato con el objeto y luego, mostrando un pedazo de azúcar cande, se lo ofreció a cambio de la caja aún cerrada.
—No sé qué quieres probar con esto —dijo Janet, mientras nos íbamos.
—Paciencia, querida —dijo Zellaby con tono de reproche—. ¿Cuál es nuestro próximo sujeto, siempre masculino?
Janet sugirió el presbiterio. Zellaby negó con la cabeza.
—No, la cosa no funcionaría. Puede que la niña de Polly Rushton está también allí.
—¿Y eso puede significar algo? Todo el asunto me parece muy misterioso —dijo Janet.
—Quiero convencer plenamente a mis testigos —dijo Zellaby—. Proponme otro.
Nos pusimos de acuerdo sobre el de la mayor de las señoritas Dory. El niño se comportó del mismo modo que el otro, pero tras haber jugado un momento con la caja se la devolvi6 a Zellaby, con el aire de esperar algo. Sin embargo, en lugar de tomarla de nuevo, Zellaby, le mostró el modo de abrirla, y luego dejó al niño abrir la caja por sí mismo y tomar el azúcar cande. Luego puso otro trozo de azúcar cande en la caja, la cerró y se la volvió a dar.
—Inténtalo otra vez —sugirió. Y vimos al pequeño abrir de nuevo la caja para tomar el segundo trozo de azúcar cande.
—Y ahora —dijo Zellaby—, volvamos a nuestro primer sujeto, el niño de la señora Brant.
De vuelta al jardín, dio de nuevo la caja al niño sentado en el parque, al igual que la primera vez. El niño la tomó ávidamente. Sin la menor vacilación, encontró la pieza que había de accionar, la hizo deslizarse y tomó el dulce de la caja, como si ya hubiera hecho veinte veces aquella operación. Zellaby, con un brillo divertido en los ojos, miró nuestras aleladas expresiones. Tomó la caja y volvió a llenarla.
—Bien —dijo—, indicadme ahora otro.
Nos dirigimos así a la casa de tres de ellos, muy alejadas las una de las otras. Ninguno de ellos mostró la menor perplejidad ante la caja. La abrieron como si el procedimiento le fuera familiar, y se metieron inmediatamente el dulce en la boca.
—Interesante, ¿no? —observó Zellaby—. Y ahora, adelante con las chicas.
Empleamos la misma táctica, salvo que esta vez reveló el secreto de la caja a la tercera niña en lugar de a la segunda. Tras aquello las cosas se desarrollaron como con los niños.
—Como mínimo es sorprendente, ¿no creéis? —dijo Zellaby, divertido—. ¿Queréis que ensayemos con los clavos?
—Quizá más tarde —dijo Janet—. Por el momento, necesito una taza de té.
Fuimos a nuestra casa.
—La idea de la caja no es mala —exclamó Zellaby satisfecho, mientras engullía un bocadillo de pepinillos—. Sencilla, fácil de observar, y confesad que la experiencia se ha desarrollado sin el menor tropiezo.
—¿Quieres decir que has intentado otros trucos con ellos? —preguntó Janet.
—Oh, sí, he ensayado un montón de ellos. Pero unos eran demasiado complicados, y los otros no permitían sacar conclusiones claras; por otro lado, al principio no sabía hasta dónde me llevarían mis experiencias, que debo confesar que no veo absolutamente nada claras.
—Y ahora, ¿la conclusión es ya clara para tí? Por lo menos en este asunto —dijo Janet.
El giró hacia ella la mirada.
—Por el contrario, estoy persuadido de que has sacado de todo esto una conclusión muy clara, al igual que Richard. Tan solo que ninguno de los dos tenéis el valor de admitirla.
Echó mano a otro bocadillo, y luego me miró con aire interrogador.
—Supongo —dijo— que quieres hacerme decir que tu experiencia prueba que lo que sabe un niño lo saben instantáneamente todos los demás niños, pero no las niñas, y viceversa. Bueno, hay que confesar que eso es lo que prueban las apariencias, a menos que haya alguna clase de subterfugio.
—¡Vamos, vamos, querido amigo!
—Perdona, pero concédeme que las apariencias llevan a una conclusión que es difícil de admitir así, de entrada.
—Entiendo. Por supuesto. Evidentemente, yo mismo no he llegado a ella más que por etapas.
—Pero —dije—, ¿es eso exactamente lo que querías hacernos decir?
—Por supuesto, querido amigo. ¿Qué otra cosa podía ser? —sacó los clavos de su bolsillo y los dejó sobre la mesa—. Toma esto e inténtalo tú mismo; o mejor aún, inventa un procedimiento propio de soltarlos y aplícalo. Encontrarás que las conclusiones, o al menos las deducciones preliminares, son inevitables.
—Es más difícil de admitir que de comprender —dije—. Pero supongamos que tu hipótesis es cierta.
—Un momento —interrumpió Janet—. Zellaby, ¿pretendes que, si yo le digo algo a uno de esos niños, todos los demás estarán al corriente de lo que yo he dicho?
—Exactamente. Siempre que se trate de algo lo bastante simple como para hallarse al alcance de su edad.
Janet adoptó una expresión resueltamente escéptica.
Zellaby suspiró.
—Siempre lo mismo —dijo—. Linchad a Darwin, y habréis probado la imposibilidad de la teoría de la evolución. Pero, como ya he dicho, no tenéis más que aplicar vuestros propios tests. —Se giró hacia mí—. ¿Lo admites como hipótesis?
—Sí —acepté—. Pero tu me has respondido que esta era la deducción preliminar. ¿Cuál es la siguiente?
—Creo que como hipótesis contiene suficientes elementos como para trastocar todo nuestro sistema social.
—¿No se tratará acaso de un fenómeno comparable... quiero decir, no será una forma más desarrollada de esa estrecha comunión que se observa entre los gemelos? —preguntó Janet.
Zellaby agitó la cabeza.
—No lo creo, a menos que se haya desarrollado hasta tal punto que haya adquirido nuevas dimensiones. Por otro lado, aquí no nos hallamos frente a un solo grupo de ese tipo, sino dos, aparentemente sin interferencias. Dicho esto, admitiendo las cosas tal como las hemos probado, surge inmediatamente una pregunta: ¿hasta qué punto puede considerarse a cada uno de esos Niños como un individuo? Cada uno de ellos es físicamente un individuo, esto podemos constatarlo, pero ¿sigue siendo así desde otros puntos de vista? Si comparte la conciencia con el resto del grupo, en lugar de verse constreñido a una comunicación difícil como es nuestro caso, ¿puede decirse que tiene una individualidad mental propia, una personalidad distinta para ser más precisos? No veo cómo. Me resulta evidente que si A, B, y C comparten una consciencia colectiva, de ello se desprende que A expresa el pensamiento de B y C, y que toda acción iniciada por B es exactamente la misma que hubiera emprendido A o C, en las mismas circunstancias, sujeta únicamente a las modificaciones provenientes de las diferencias físicas entre ellos, diferencias que de hecho pueden ser considerables en la medida en que el comportamiento se ve sometido a la influencia de las glándulas y de otros factores estrictamente fisiológicos del individuo.