Los círculos de Dante (34 page)

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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los círculos de Dante
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Zanjar el suplicio del falso fraile con un conciso «acabar en la hoguera» era resumir piadosamente un martirio difícil de describir. El desafío de Dolcino había sido demasiado fuerte como para que la Inquisición no decidiera aplicar un castigo ejemplar. Tras su derrota definitiva, en marzo de 1307, Dolcino fue conducido, junto con la bella Margherita y su lugarteniente Longino de Bergamo, a Biella, donde tuvo cumplimiento la terrible sentencia. Primero fue obligado a observar con mirada de impotencia cómo su amada era atada a una columna y quemada viva. Después de aquel tormento espiritual vendría el físico. Encadenado de pies y manos en lo alto de un carro descubierto, el hereje, rodeado de verdugos, recorrió las vías de la ciudad en un horrendo vía crucis, cuyo destino final era la hoguera, ante una multitud de hombres y mujeres. Los matarifes, provistos de afiladas tenazas que se ponían al rojo vivo al introducirlas en un caldero repleto de brasas ardientes, iban arrancando, con precisión quirúrgica, trozos de carne del condenado. Múltiples heridas que se cauterizaban parcialmente por el calor de los hierros; un dolor incalculable por la amputación de dedos, orejas, nariz o cualquier otra parte del cuerpo susceptible de ser cercenada. Cuando aquel amasijo sanguinolento, descarnada silueta de un hombre, llegó a la pira, había perdido todo su porte altivo y temible, su aureola de «demonio pestífero, hijo de Belial», como lo había calificado el Pontífice. Probablemente, también había perdido la vida. Sus cenizas dispersadas al viento fueron el último recuerdo físico de quien ya se había convertido en leyenda.

Los admiradores populares del visionario habían defendido que Dolcino no había mostrado señal alguna de queja durante el martirio. Si acaso, concedían un suspiro profundo, algo parecido a un mugido, en el momento mismo en que las tenazas de sus verdugos mordieron en su miembro viril, justo antes de ser pasto de las llamas. Incluso le atribuían un discurso orgulloso, probablemente falso, dicho cuando, al borde de la muerte, fue invitado a arrepentirse y con un hilo de voz murmuró que resucitaría en tres días. Un blasfemo paralelismo con la sagrada resignación del Hijo de Dios.

—¿Por qué no tienen lengua? —preguntó Dante, indicando con la cabeza hacia el fondo de la celda, allí donde se agazapaban entre claroscuros los otros dos reos.

La sonrisa desafiante del hombre se hizo más amplia y de nuevo se adornó con ese gesto de autocomplacencia criminal que repugnaba al poeta.

—Métodos aprendidos en Dolcino —contestó—. Sus mensajeros cortaban lengua por no decir nada si hay captura.

—Pero tú sí que la conservas, ¿verdad? —afirmó el poeta con desprecio.

—Alguien debe hablar para ellos —respondió el hombre sin abandonar su cinismo.

—De modo que tú eres su líder. Entonces, tú debiste decidir el destino del grupo. Te lo vuelvo a preguntar, ¿por qué vinisteis a Florencia? Y, ¿por qué estos crímenes? ¿Para qué imitar una obra literaria? —preguntó el poeta, sin hacer mención del autor de dicha obra.

El preso desvió por un momento la mirada, evasivo, como si no tuviera respuesta pensada ante tal requerimiento ni intención alguna de buscarla.

—Había que correr ya algo de sangre —respondió sonriente, como si hubiera encontrado una razón válida entre sus pensamientos—. En tu ciudad verás cosas de temblar. Los
ciompi
, esos sucios, miserables muertos de hambre, descalzos en trabajo por no tener ni sandalias. Odian todo. Odian gremios que esclavizan, odian asquerosos honorables de Florencia, odian putos curas y frailes pidiendo resignar… Cuando encuentren líder bueno os destripan… a todos —añadió con pasión y un brillo de inquietante placer en la mirada.

—Eso no tiene nada que ver con la cuestión —respondió Dante, rápido y contundente—. Hablo de sangre inocente y de un diabólico plan premeditado.

El otro calló. Un silencio denso que contrastaba con su locuacidad anterior.

—Lo que ocurre —continuó Dante, provocador— es que eres un mentiroso. Un asesino repugnante y mentiroso con aires de grandeza para los que no estás en absoluto preparado. Tú no eres ningún líder, ni tienes objetivos ni diriges a nadie —escupió el poeta con tanto desdén como fue capaz de expresar—. No eres como le Roi… Ni siquiera como ese equivocado Dolcino, aunque te guste tanto la sangre como a él. No eres más que un esbirro miserable que sigue instrucciones ajenas y responde a las órdenes de un criminal oculto…

Dante se había ido encendiendo con sus imprecaciones, tomando el valor de su indignación. Sin apenas darse cuenta, se había adelantado un par de pasos, como si ahora considerara más seguros aquellos roñosos barrotes. A pesar de estar más cercano, su interlocutor, que le miraba fijamente con una expresión neutra en la mirada, parecía empequeñecido, impotente. Se le veía al borde de su propio abismo y no quiso perder la ocasión de darle el empujón definitivo.

—Por dos veces me has confundido con alguien que traía noticias para vosotros; alguien que no forma parte de vuestra maligna confraternidad —prosiguió Dante con pasión—. Pensabas, incluso, en alguien que venía a sacarte de aquí, pobre loco… Aunque sólo sea por una mínima esperanza de salvación de tu alma condenada, ¿quién está detrás de todo esto? ¿Quién os encubre? ¿Quién os alienta?

El beguino no pareció inmutarse demasiado, aunque tampoco recuperó la insolencia derrochada durante la primera parte de la conversación.

—Mejor por vos y todos, meter en propios asuntos. Ya provocaste bastante turbación… —dijo, pues ignoraba hasta qué punto aquellos asuntos le interesaban; sus palabras sonaron a advertencia, lo que sublevó aún más a Dante.

—¡Maldito seas! —replicó el poeta con violencia—. Eres tan cobarde y miserable que aún piensas que tu misterioso protector va a venir aquí a rescatarte para que prosigas con tus fechorías. Estás tan loco que ni siquiera quieres admitir que éste es el fin. Piensas que si no te arrancan la confesión a golpes de látigo o con hierros candentes, podrás participar en otra fracasada rebelión. Para cuando te des cuenta de tu error y quieras gritar a los cuatro vientos su nombre, lo único que se oirá serán tus aullidos desde el interior de la hoguera.

El beguino no reaccionó. Sus ojos grises siguieron clavados en los de Dante. El poeta solamente pudo percibir su tensión y rabia al observar los dedos que se aferraban a los barrotes de su celda, tan rígidos y apretados que la piel se marcaba, tersa, y parecía fundirse con el hierro; tan blancos en su esfuerzo que la sangre parecía haberlos abandonado definitivamente. Estaban así, excepto las uñas, donde unas manchas oscuras indelebles se destacaban con claridad. Sus características «uñas azules».

Capítulo 50

T
iempo después, cuando Dante evocara con aprensión y estremecimiento todos estos acontecimientos, recordaría las escenas como si de unos de los frescos de su amigo Giotto se tratara. Una de esas capillas decoradas en Asís, Roma, Padua o Florencia. Escenas repletas de emoción y dramatismo, pedazos de vida cristalizados bajo la superficie del fresco, donde todo estaba ordenado y cada personaje cumplía su función impuesta por la mano del genio, en la que él mismo fuera uno de los personajes centrales. Una sucesión de momentos, a la luz temblorosa de las antorchas, encadenados como celdas, cuya unión recreaba una historia espeluznante.

Su conversación con el beguino había terminado bruscamente cuando habían irrumpido una serie de ruidos y voces en aquella ominosa sala. A su espalda, una luz grande creció con rapidez engullendo su propia luz. Antes de volver la vista le dedicó una última mirada al rostro. Estuvo seguro de ver en él un asomo de sonrisa satisfecha. Habían llegado varios soldados y, al frente de ellos, Dante distinguió el rostro barbudo y acuchillado del sargento. Con una brusquedad que no alcanzaba a ser irrespetuosa, dos de esos esbirros apartaron a Dante. Otro de ellos, cargado con una serie de llaves herrumbrosas, se afanaba en abrir la puerta de aquella celda. Dante notó clavada en sí la mirada irónica del sargento y no fue capaz de decir nada. Apenas abierta la jaula, dos soldados entraron con celeridad y se dirigieron directamente hacia el beguino, que no parecía demasiado asombrado o asustado. Pero su rostro cambió diametralmente cuando vio que a los dos primeros —que se lanzaron hacia él para inmovilizarle— los siguieron otros dos guardianes.

Uno de ellos llevaba entre sus manos un instrumento de metal, algo que se asemejaba vagamente a una ratonera. El prisionero se revolvió, intentó decir algo o protestar, pero antes de que pudiera hacerlo se encontró con aquel extraño objeto metálico incrustado en la boca. Resultaba ser una especie de cepo que, mediante su manipulación, mantenía desmesuradamente abierta la boca, las mandíbulas brutalmente separadas. Por dentro, un gancho con forma de anzuelo, manejado desde el exterior, acertó a enganchar la lengua del reo cerca de su parte central. Después, el manipulador del siniestro artefacto hizo girar el garfio y, a cada vuelta, la lengua atrapada iba siendo extraída hacia el exterior. El reo luchaba inútilmente por cerrar la boca, sus encías se desgarraban en el intento. Permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos y de ellos emanaban lágrimas de dolor. En un momento dado, la lengua estirada alcanzó una longitud inusitada provocando las risas de los esbirros. Fueron unos segundos eternos en los que nadie parecía dispuesto a poner fin a tan salvaje diversión. Finalmente, fue el maduro sargento el que intervino.

—¡Corta ya! —gritó imperioso, pero sin enfadarse, como si sus hombres solamente estuvieran haciendo una travesura.

Entonces, uno de los soldados del interior lució una daga afilada y brillante. De un solo tajo, seccionó la lengua que, como un colgajo de trapo, se quedó pendiente del gancho. Aunque parecía imposible, los ojos del beguino aún se dilataron más. Un grito grave, casi como un rugido, salió de su garganta en el momento mismo en que la sangre empezó a correr entre sus dientes y deslizarse por su barbilla. Después, extrajeron el instrumento y las mandíbulas se cerraron guardando un muñón sanguinolento. La lengua desprendida fue a caer al suelo y uno de los soldados la reventó con fuerza con su bota, como si aplastara un ratón o una cucaracha. Cuando le soltaron cayó al suelo de rodillas y ahora sí que parecía un hombre definitivamente derrotado.

—Ya estás tan mudo como tus amigos, cabronazo —completó el sargento.

Sus hombres volvieron a quebrar la atmósfera cargada con una carcajada.

—¿Qué habéis hecho? —dijo Dante, recuperando de nuevo la voz, tan impactado como indignado—. ¿Por qué habéis hecho eso?

—Ordenes —se limitó a responder el sargento, sin abandonar su sonrisa—. Aunque, si queréis, podemos ir a preguntarle al conde —afirmó, parafraseando irónicamente la artimaña de Dante para acceder a la prisión. Después, sin concederle tiempo de reacción o protesta, le dirigió una irrechazable invitación a salir de allí—. Ahora, debéis abandonar los calabozos.

Cuando lo hizo, dejando a su espalda tantas cuestiones sin responder, lanzó una ojeada postrera a aquella celda. El falso beguino, aquel flamenco sanguinario, violento secuaz del diabólico fray Dolcino, era un guiñapo postrado sobre el suelo manchado con su propia sangre que le miraba implorante. Dante dio media vuelta, con el mismo dolor y asco con que en su obra había abandonado a muchas almas condenadas, con la determinación de ascender desde aquellos infiernos, murmurando de manera apenas audible: «Que Dios te perdone…».

Capítulo 51

D
urante aquella noche una ira amarga sacudió el cuerpo de Dante. Apenas pudo pegar ojo, consumido en la impotencia, la indignada perplejidad. Suponía, con el escalofrío íntimo que siempre le movía frente al sufrimiento humano, que la noche de aquellos desgraciados expulsados del rebaño de Dios estaba siendo infinitamente peor. Imaginó ese miedo clavado en las pupilas que precede al suplicio cuando el torturado ve aproximarse al verdugo con sus horribles instrumentos de dolor y derrama sus lágrimas, condenadas a diluirse en su sangre. Esos segundos de angustia en los que el reo sueña con que el tiempo se detiene y es, mágicamente, capaz de esfumarse de allí; o en los que ruega y vocifera tratando de convencer a los otros a su causa o ganar su compasión. Aunque, en este caso, ni siquiera podía ser así. Una tortura estéril y baldía a personas que nada podían decir porque no tenían lengua con qué hacerlo. Pura crueldad, la maldad vestida de justicia, un ingrediente corrupto y superfluo en un proceso judicial inútil. Y eso soliviantaba especialmente al poeta. Había estado cerca, muy cerca de desentrañar por completo el misterio que azotaba Florencia. Y, justo entonces, la estúpida soberbia triunfalista de su anfitrión le había privado de tal resultado. Quizá si hubiera podido conversar con Battifolle aquella misma noche, la cólera le hubiera llevado a traspasar los límites de la cortesía y del respeto debido. Quizás era de la misma opinión y por eso dejó que el poeta se consumiera como una olla al fuego, mientras daba vueltas por su habitación.

Sólo a la mañana siguiente, cuando las horas y el cansancio habían aplacado un tanto su temperamento, aunque no hubieran disminuido en absoluto sus dudas, el vicario de Roberto accedió a recibirle. La estancia en la que lo hizo estaba oscura, apenas coloreada por un par de antorchas chispeantes ancladas en el muro. El día no era en exceso luminoso y ni siquiera se le había concedido la oportunidad al tímido sol de penetrar en la sala, pues los postigos estaban cerrados, lo cual parecía alimentar el misterio. Tal vez, pensó el poeta, Battifolle había pasado allí la velada y la claridad del alba se le había ido sin darse cuenta, como le sucede a quien duerme cubierto con un antifaz. Al contemplarle, el conde de Battifolle le pareció más imponente y marcial. Su mole, más erguida y esbelta, ya no recordaba tanto la acomodaticia silueta de un cortesano. Transpiraba suficiencia, satisfacción, la tranquila soberbia del político seguro de su posición. Distinto, menos comprensivo y cercano que en anteriores encuentros, el máximo representante del monarca napolitano en Florencia era otro. De su aparente impaciencia, Dante dedujo que su presencia era innecesaria y hasta molesta. Su porte distante reducía la ira de Dante a una impotente indignación. El vicario de Roberto era el reflejo de un hombre poderoso que disfrutaba al máximo de su triunfo. Era el hombre que había conseguido mantener entre sus manos las riendas de Florencia.

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