Francesco apartó de una certera patada a una de las aves, que salió revoloteando. Se dirigía al fondo del patio, donde había un pozo casi pegado a la tapia. A su altura, levantado en el extremo final de los corrales, se alzaba un cobertizo. Hecho también de mampostería, tal vez habría servido como almacén de grano. Se distinguían en él un par de puertas con cerradura. Frente a ellas se pararon. Entonces, el tabernero, con una llave grande y herrumbrosa, abrió una de ellas, que respondió chillando sobre sus goznes. Dante observó que el hombrecillo portaba también una lámpara encendida en la mano. El pequeño fanal de aceite iluminó de inmediato un espacio no mayor de dos brazas y media de largo y otro tanto de ancho. Colgó la lámpara de un clavo en una de las paredes e invitó a sus huéspedes a pasar. Una mesa y cuatro banquetas se bastaban para casi abarrotar la estancia. La pared y el techo, abovedado y cruzado por un par de viguetas de madera, rezumaban humedad y olor a salitre. Telarañas y polvo sucio e incrustado tapizaban las esquinas allá donde la luz mortecina apenas permitía distinguirlo.
—¿Será lo habitual? —preguntó el tabernero tímidamente.
—Para dos —respondió secamente Francesco, mientras tomaba asiento en uno de aquellos bancos.
El hombre del mandil desapareció de inmediato cerrando la puerta a sus espaldas. Dante también se sentó, frente a Francesco, y se arrebujó en su capa, temblando por efecto de la humedad. A esta media luz de la lámpara observó cómo, sin embargo, su acompañante se despojaba de su capa y de su arma, que dejó sobre la mesa, siempre al alcance de su mano. Francesco conservaba, en todo momento, el porte altanero de un guerrero. Dante se preguntó si alguna vez habría estado verdaderamente en una batalla.
—¿Sorprendido? —preguntó Francesco, que miró fijamente a Dante.
—No —respondió—. En verdad, más bien admirado por esa capacidad que muestras de moverte por igual en palacios que en tugurios.
Francesco desvió la mirada y Dante tuvo la impresión de que su joven acompañante no se sentía especialmente cómodo cuando se hacía alguna alusión, aunque fuera velada, a la aventura inicial de su secuestro.
—No siempre las reuniones más confidenciales se celebran en palacios —afirmó Francesco—. Ni esos palacios son garantía de que lo que se trata en ellos quede en secreto.
—Lo sé —dijo Dante.
—En cualquier caso —insistió—, si no es de vuestro agrado…
—No hay problema —le tranquilizó Dante con una sonrisa conciliadora—. Ya lo dice el refrán: «En la iglesia con los beatos y en la taberna con los borrachos». No soy hombre que se adapte solamente a los palacios…
Un estrépito llamó la atención de Dante. El jaleo de voces amortiguadas que los acompañaba de continuo alcanzó mayores proporciones y algún que otro grito extemporáneo destacó sobre el resto.
—No os sobresaltéis —apuntó Francesco, tranquilo y burlón—. No se trata de una de esas rebeliones que tanto teméis. Todo lo más, algún borracho salido de tono.
—¿Cómo puede mantener el orden entre esa chusma un hombre solo, sin poder recurrir a las autoridades? —dijo Dante, en una pregunta que en realidad era una reflexión en voz alta.
—La mitad de esos borrachos comen y beben a cuenta del tabernero, a cambio de que le partan la cabeza a la otra mitad si fuera necesario —respondió Francesco despreocupadamente.
Volvió a abrirse de nuevo la puerta, y aparecieron dos de aquellas doncellas sudorosas. Con premura dejaron sobre la mesa lo demandado, colgaron otra de aquellas lámparas en un clavo de la pared contraria y desaparecieron dejándoles la puerta tan cerrada como a su llegada. El escándalo exterior parecía haber remitido, o al menos alcanzado las proporciones normales. En su reducida estancia, a la nueva luz de las dos lámparas, Dante fue capaz de distinguir las grandes manchas blanquecinas de salitre y las verdes negruzcas de moho que decoraban a partes iguales el interior. Sobre la mesa habían dejado dos vasos de barro y una jarra grande de vino, así como una fuente con trozos de pan moreno, cortado como si fueran las sobras de un banquete. Otro par de fuentes y un cuenco repleto de castañas asadas completaban el menú. En una de esas fuentes se alineaban unos pedazos de queso elaborado con leche de oveja, seco y de aspecto terroso; el filo irregular de las porciones daba a entender las dificultades del corte por su dureza. La otra fuente estaba dividida, a partes casi iguales, en dos montones de color y aspecto diferente: uno estaba formado por tajadas de carne en salazón, probablemente de cerdo, y el otro por algún tipo de pescado ahumado. Nada de fruta. Ése era un lujo impensable en semejante establecimiento. No se sorprendió de ver las castañas, porque su consumo estaba muy difundido entre las clases populares. Fáciles de encontrar y de conservar, baratas y con un alto poder nutritivo, se consumían casi de cualquier forma.
—No es gran cosa —dijo Francesco como si leyera sus pensamientos; tomó la jarra y rellenó ambos vasos con un vino oscuro que tiñó de rojo sangre el cerco dejado por el recipiente al apoyarse en la mesa—, pero yo no me fío mucho de los alimentos que por aquí se atreven a llamar frescos.
Dante, casi por cortesía, probó el vino que le acababa de servir. Era basto y rasposo, y pensó que no haría falta ingerir mucha cantidad para que se produjeran incidentes como el que acababan de escuchar e imaginar. Francesco tomó un pedazo de pan acompañado por uno de aquellos trozos resecos de queso. Dante optó por probar una de las tajadas de carne, que resultaron ser, efectivamente, de cerdo. Un sabor demasiado salado. Una salazón demasiado antigua de un animal que no provenía, precisamente, de una matanza reciente. A duras penas, consiguió tragarse entero aquel pedazo, y se vio forzado a ingerir de nuevo vino para enjuagarse la boca. Francesco mordisqueaba su queso con aire divertido y apenas hubo posado Dante su vaso sobre la mesa, sirvió de nuevo vino en ambos recipientes. Tomó luego un trozo de pescado e invitó con la mirada a Dante a hacer lo mismo. El pescado era bastante más aceptable: una carpa más reciente, ahumada en el hogar de la propia taberna, que presentaba un sabor agradable. Tras apurar su vino, Francesco volvió a quebrar el breve silencio con el eco áspero de su voz.
—Intercambiemos esos puntos de vista cuando lo deseéis.
A
Dante le costó identificar esas palabras como una expresión propia; las había empleado cuando sugirió a Francesco la conveniencia de mantener una reunión en un lugar más discreto que la sede del vicario de Roberto. Pensó que apenas había bastado un vaso de aquel vino para comenzar a embotarle los sentidos.
—¿Qué pensáis de esos beguinos? ¿Representan algún peligro para Florencia o su Gobierno? —continuó Francesco.
—No sabría decirlo —contestó el poeta pensativo.
—Parecíais muy seguro antes.
—De lo que creo estar seguro es de que ocultan algo —explicó Dante—. Ni en las palabras de aquel individuo tan aparentemente piadoso ni, por supuesto, en las del desvergonzado Filippone está toda la verdad. Ni todo son rezos, ruegos y plegarias en su actividad ni me creo que vivan únicamente de las limosnas obtenidas en Santa Croce. ¿De quién sería ese mensaje que esperaban a nuestra llegada? ¿Quién y para qué envía mensajes a extranjeros apartados voluntariamente del mundo en el barrio más miserable de Florencia? —se preguntó en voz alta.
Distraídamente, Dante tomó una de las castañas del cuenco. Estaba caliente y el poeta la encerró entre sus manos disfrutando de esa agradable sensación. Francesco le miraba con interés, pero no interrumpió sus meditaciones.
—Todo demasiado clandestino… —prosiguió Dante—, como aquel caserón con la puerta cerrada a cal y canto y todas sus ventanas clausuradas. Eso se hace con una taberna ilegal como ésta, no con la casa de unos «humildes penitentes», como dicen ser ellos.
Dante dejó de dar vueltas a la castaña y decidió quitarle la cáscara. Mientras lo hacía continuó con la exposición en voz alta de sus meditaciones.
—Nuestros beguinos llevan unos pocos meses en Florencia, pero ellos mismos reconocen que anteriormente han recorrido otras tierras de Italia. Son hombres maduros, ya te habrás fijado en nuestro encuentro. En fin, es posible que hacia el año de nuestro Señor de 1300 estuvieran en su patria flamenca y tuvieran que salir precipitadamente —concluyó Dante, que se introdujo en la boca la castaña ya pelada y la masticó con parsimonia.
—¿Y qué? —preguntó Francesco con impaciencia.
—Pues que por aquellas fechas hubo en esas tierras una importante revuelta —afirmó el poeta—. Una de esas rebeliones de desesperados de las que te he hablado antes y que tú, como tantos otros, prefieres ver como una quimera.
Francesco dibujó un leve gesto de hastío. Quizás era más una reacción obligada por la incómoda alusión que porque pensara firmemente que Dante se equivocaba en sus premoniciones.
—Empezó en Brujas —continuó el poeta—, liderada por un curioso personaje: un pobre tejedor de paños llamado Pierre de Coninc, pero al que todo el mundo conocía como Pierre,
le Roi
, por su valor y habilidades, especialmente oratorias. Dicen que no bajaba de los sesenta años y que era un canijo famélico y tuerto de un ojo, incapaz de comunicarse en francés o en lengua latina; no obstante, con lo que sabía de su lengua materna debió de hacer maravillas, porque convenció a multitudes de pequeños artesanos para levantarse contra los ricos propietarios. Y entre los sublevados había tejedores como Pierre, carniceros, zapateros, bataneros, tundidores… o tintoreros —añadió con intención.
—¿Y triunfaron? —preguntó Francesco con escepticismo.
—Pues durante un tiempo lo hicieron —respondió Dante— porque fueron más listos que todos esos poderosos que los menospreciaban. Mientras que éstos pedían ayuda al rey francés para aplastarlos, ellos supieron aliarse con la nobleza local, en guerra contra Francia, para vencerlos. Con estos apoyos montaron primero una conspiración en la ciudad de Brujas. Acabó con una verdadera matanza de franceses que seguramente haría palidecer a la carnicería de lo que conocemos como las «vísperas sicilianas». Cuentan que las calles y plazas de aquella ciudad quedaron sembradas de cadáveres y que se tardaron tres días en recogerlos todos con carros para enterrarlos a las afueras de la ciudad. Además, entre los muertos, también había ciudadanos poderosos que poco tiempo atrás habían paseado su riqueza y su orgullo por esas calles ahora inundadas de sangre. Luego, con más entusiasmo que verdadera preparación, porque ni eran gentes habituadas al combate ni tenían casi armas con las que combatir, formaron parte de las filas del conde Guido de Flandes en Courtrai. Allí consiguieron hacer sucumbir, nada más y nada menos, que a la caballería francesa. La flor de la caballería mundial humillada y deshonrada por el ejército más vil y peor pertrechado que uno pueda imaginar —añadió Dante con una innegable satisfacción que denotaba sus pocas simpatías por los franceses.
—¿Qué tiene todo eso que ver con los beguinos de Santa Croce? —preguntó Francesco con indisimulada impaciencia.
—Bueno —dijo Dante—, al cabo de un tiempo, la potencia francesa reaccionó y consiguió derrotar a estos incómodos enemigos. La nobleza flamenca consiguió una paz honorable, pero significó el fin del levantamiento del
popolo minuto
y muchos rebeldes prefirieron huir antes que confesar sus pasados crímenes bajo tormento. Quizás ése fuera el momento que eligieron para pasear sus penitencias por las tierras de Italia.
—Dadme un buen motivo y enviaré allí a unos cuantos de nuestros soldados —afirmó Francesco sin un asomo de pasión—. Echarán abajo su bonita puerta verde y os llevarán a vuestros beguinos flamencos a palacio, cargados de cadenas.
—No tengo tanto convencimiento como para solicitar tal cosa —respondió Dante con firmeza—. Ya te lo dije, tengo hipótesis, no pruebas.
—Con menos, se balancean algunos al sol y colgados de una soga —dijo su interlocutor, antes de dar un nuevo trago a su vaso.
—Sí —concedió Dante en tono burlón—. Es costumbre de nuestros compatriotas sostener que «donde no hay motivo para proceder, es necesario inventarlo». Lo he sufrido en mis propias carnes; sin embargo, si finalmente ellos no tienen nada que ver, seguiríamos teniendo crímenes y habríamos perdido un tiempo precioso por no asegurarnos. Y después, ¿qué les diríamos a nuestros «hermanos penitentes»?
—¡Bah! —exclamó Francesco con indiferencia—. Probablemente no los echaría nadie en falta y algunos se ahorrarían las limosnas.
Dante se sintió de nuevo desolado. Esas palabras reflejaban una opinión tan generalizada que, a veces, el concepto mismo de justicia se convertía en algo vacío, una excusa sin más para dar a entender que la sociedad en su conjunto no estaba abandonada a su suerte. Dante se preguntaba dónde y cuándo la «muy noble hija de Roma» había dejado de lado la sacrosanta tradición jurídica de sus antepasados. Los florentinos se habían dedicado a institucionalizar actitudes como la
vendetta
, injustos castigos en cascada que sufrían multitud de inocentes para desahogar la frustración de no dar con el verdadero culpable de algún delito. Despreciaban así las enseñanzas y consejos de sabios jurisconsultos romanos, y practicaban detenciones arbitrarias a partir de acusaciones poco sólidas o incluso inexistentes. Aplicaban sistemáticamente el tormento para conseguir todo tipo de confesiones. A diario, se veía cómo absolvían a culpables cuando estaban bien situados en la escala social y se condenaba a inocentes que tenían la desgracia de carecer de medios económicos. Tampoco la Iglesia, en su desaforada lucha contra la herejía, había hecho mucho para que los ideales de la justicia cristiana se plasmaran en una verdadera justicia terrenal. La
inquisitio
reunía en la misma persona a investigador y juez en procesos secretos, y daba amplios poderes para la detención y el encarcelamiento del reo sin que se considerara obligatorio, ni siquiera aconsejable, informar al acusado de los cargos que sobre él pesaban. No había obligación de identificar a los testigos ni de, necesariamente, asignar un defensor al procesado, para el que la dificultad de apelar contra los fallos era tal que se hacía prácticamente imposible revocar una condena. La Inquisición, además, había confiado en una turbia práctica, la de la delación, que había llevado incluso a hijos pequeños a declarar contra sus padres y había dado rienda suelta a la codicia, la malicia o el sadismo de los vecinos. Todo ello había contribuido, sin duda, a que aquellas gentes aceptaran sin cuestionar, todo lo más mirando hacia otro lado, cualquier tipo de brutalidad.