Read Los chicos que cayeron en la trampa Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Ese era el tipo de cosas que lo volvían agresivo.
Echó a andar por los pasillos acristalados de la terminal 3 y, al llegar a la banda transportadora, divisó a su víctima. Era un hombre con dificultades para caminar que se dirigía hacia la cinta mecánica.
Ditlev apretó el paso y lo alcanzó en el preciso instante en que el desconocido ponía un pie en la banda. Lo veía como si ya hubiese sucedido: una zancadilla disimulada y aquel saco de huesos se estrellaría contra la pared de plexiglás; su rostro resbalaría por ella con las gafas retorcidas mientras el viejo intentaba frenéticamente ponerse en pie.
Estaba deseando hacer realidad sus fantasías, así era él. Eso era lo que habían mamado él y el resto de la banda. No era nada especialmente meritorio ni tampoco algo de lo que avergonzarse. Si se decidiera a hacerlo, en cierta forma la culpa sería de esa guarra. Podía haberlo acompañado a casa y no habrían tardado ni una hora en estar metidos en la cama.
Ella lo había querido.
Nada más dejar atrás la antigua posada en el retrovisor y antes de que el mar volviese a aparecer y lo cegara, sonó su móvil.
—¿Sí? —contestó mirando la pantalla.
Era Ulrik.
—Alguien que conozco la vio hace unos días —dijo—. En el paso de cebra de Bernstorffsgade, frente a la estación.
Ditlev apagó el mp3.
—Bien. ¿Cuándo exactamente?
—El lunes. El 10 de septiembre. Hacia las nueve de la noche.
—¿Y qué has hecho al respecto?
—Fui a dar una vuelta por allí con Torsten, pero no la encontramos.
—¿Con Torsten?
—Sí. Ya lo conoces, no me ayudó gran cosa.
—¿Quién se está ocupando del tema?
—Aalbæk.
—Vale. ¿Qué aspecto tenía?
—Me dijeron que iba muy bien vestida y que está más delgada. Pero apestaba.
—¿Qué?
—Sí, a sudor y a meados.
Eso era lo malo de Kimmie. No solo era capaz de desaparecer del mapa durante meses, incluso años; también resultaba imposible identificarla. Invisible y de pronto inquietantemente visible. Ella era lo más peligroso, lo único que podía suponer una auténtica amenaza para ellos.
—Esta vez tenemos que atraparla, Ulrik. ¿Estamos?
—¿Para qué coño crees que te he llamado?
Solo una vez llegó al sótano de la Jefatura de Policía, a las puertas de las oficinas a oscuras del Departamento Q, Carl Mørck comprendió que el verano y las vacaciones habían terminado definitivamente. Encendió la luz y, al recorrer con la mirada su escritorio, atestado de montones caóticos de abultados expedientes, sintió la imperiosa necesidad de cerrar de un portazo y salir pitando. No le fue de gran ayuda que Assad hubiera colocado allí en medio un manojo de gladiolos que podría haber bloqueado por sí solo una calle grandecita.
—¡Bienvenido,
boss!
—lo saludó una voz a su espalda.
Se volvió y miró directamente a los esquivos y lustrosos ojos marrones de Assad. Sus ralos cabellos oscuros despuntaban, disparados, en todas direcciones. Totalmente a punto para otro asalto en el
ring
.
—¡Huy! —exclamó al reparar en la opaca mirada de su jefe—. Nadie diría que acabas de venir de las vacaciones, Carl.
El subcomisario hizo un gesto contrariado.
—¿Ah, no?
En la segunda planta volvían a estar de traslado, otra vez la reforma policial de los cojones. Dentro de poco necesitaría un GPS para localizar el despacho del jefe de Homicidios. Solo había estado fuera tres semanas peladas y ya había por lo menos cinco caras nuevas que lo miraban como si fuese un selenita.
¿Y ellos quiénes coño eran?
—Tengo que darte una buena noticia, Carl —le anunció Marcus Jacobsen, el jefe del Departamento de Homicidios, mientras él paseaba su mirada errática por las paredes del nuevo despacho de su superior, unas superficies de color verde claro a medio camino entre un quirófano y la sala de gestión de crisis de un
thriller
de Len Deighton. Cadáveres de ojos lívidos le lanzaban sus miradas extraviadas desde todos los rincones. Mapas, diagramas y parrillas de personal en un abigarrado desorden. Todo de una efectividad de lo más deprimente.
—Una buena noticia, dices; eso suena fatal —replicó, dejándose caer a plomo en la silla que había frente a su jefe.
—En fin, vas a tener visita de Noruega.
El subcomisario lo observó con los párpados caídos.
—Por lo que sé, se trata de una delegación de cinco miembros de las altas esferas de la policía de Oslo que vienen a ver el Departamento Q. El viernes a las diez de la mañana, ¿te acordarás?
Marcus, sonriente, le hizo un guiño.
—Me encargaron que te dijera que están deseando venir.
Pues el deseo no era mutuo, joder.
—Aprovechando la ocasión te he conseguido refuerzos para tu equipo. Se llama Rose.
Llegados a ese punto, Carl se incorporó un poco en la silla.
Después permaneció un buen rato ante la puerta del despacho de su jefe intentando volver a bajar las cejas. Decían que las desgracias nunca vienen solas y vaya si tenían razón, joder. Cinco minutos en la oficina y ya lo habían colocado como educador de apoyo de una aspirante a secretaria, por no mencionar que también iba a tener que capitanear un
tour
a ninguna parte con una panda de macacos de los fiordos. Aunque esa segunda parte había caído en el más feliz de los olvidos.
—¿Dónde está la nueva que me van a mandar? —le preguntó a la señora Sørensen a través del mostrador de secretaría.
Aquel fantoche no se dignó siquiera levantar la vista del teclado.
El subcomisario dio un golpecito en el mostrador. Como si fuera a servir de algo.
De pronto notó un roce en el hombro.
—Aquí lo tienes, Rose, en su insigne persona —dijo una voz por detrás de él—. Permíteme: Carl Mørck.
Al volverse se encontró con dos rostros asombrosamente idénticos y pensó que el inventor del color negro no había vivido en vano. Unos mechones ultracortos de color carbón, los ojos azabache y una ropa oscura y triste. De lo más desagradable.
—Joder, Lis. ¿Qué te ha ocurrido?
La secretaria más eficiente del departamento se pasó la mano por lo que antes eran unos delicados cabellos rubios y lo obsequió con una fulgurante sonrisa.
—Bonito, ¿eh?
Él asintió lentamente.
Observó a la otra mujer, que, encaramada a unos tacones de vértigo, lo observaba con una sonrisita capaz de bajarle los humos al más pintado, y luego volvió a estudiar a Lis. Eran como dos gotas de agua. A saber quién le había contagiado el
look
a quién.
—Bueno, pues aquí tienes a Rose. Lleva un par de semanas con nosotros, llenando la secretaría con sus buenas vibraciones. La confío a tu cuidado. Trátamela bien, Carl.
Carl irrumpió en el despacho de Marcus como un vendaval y con un montón de argumentos preparados, pero al cabo de veinte minutos comprendió que no había nada que hacer. Le concedieron una semana, después tendría que llevarse a la chica al sótano sí o sí. Marcus Jacobsen le informó de que ya habían desalojado y acondicionado el cuartito contiguo a su despacho, donde almacenaban diversos materiales para acordonar. Rose Knudsen era un nuevo miembro del Departamento Q y no había más que hablar.
Fueran cuales fuesen los motivos de su jefe, a Carl no le gustaban.
—Salió de la Academia de Policía con las calificaciones más altas, pero suspendió el examen de conducir, y eso es el fin de cualquiera por mucho talento que tenga. Tal vez fuera un poco sensible para el trabajo de campo, pero como estaba empeñada en entrar en la policía estudió secretariado y ya lleva un año en la comisaría del centro. Ha estado sustituyendo unas semanas a la señora Sørensen, que ya se ha reincorporado —le explicó Marcus Jacobsen dándole la vuelta por enésima vez a una caja con tabaco llena a rebosar.
—¿Y por qué no la mandas de vuelta al centro, si puede saberse?
—¿Que por qué? Un rifirrafe interno, cosas de ellos. Nada que nos incumba.
—De acuerdo.
La palabra rifirrafe sonaba de lo más peligrosa.
—El caso es que ahora tienes secretaria, Carl, y de las buenas.
Eso mismo decía de todo el mundo.
—Pues a mí me ha parecido simpatiquísima —intentaba animarlo Assad a la luz de los fluorescentes del Departamento Q.
—Pues que sepas que les ha montado un buen rifirrafe a los del centro, así que tan simpática no será.
—¿Un rifi… ? Esa vas a tener que repetírmela, Carl.
—Olvídalo, Assad.
Su ayudante asintió y bebió un sorbo de un brebaje con olor a menta que se había servido en la taza.
—Carl, oye entonces. No he avanzado nada con el caso que me asesignaste antes de irte. He mirado aquí y allá y en todos los sitios imposibles, pero con el lío de la mudanza superior todos los expedientes han desaparecido.
El subcomisario levantó la cabeza. ¿Desaparecido? ¡Joder! Aunque… sí, al fin una buena noticia aquel día.
—Sí, totalmente
missing
. Pero cuando andaba rebuscando en los montones y me encontré este, entonces. Está muy interesante.
Assad le tendió una carpeta y aguardó cual estatua de sal con expresión expectante.
—¿Tienes intención de quedarte ahí plantado mientras me lo leo?
—Sí, gracias —contestó su ayudante al tiempo que dejaba la taza sobre la mesa.
Carl se llenó los carrillos de aire y abrió la carpeta resoplando lentamente.
Era un caso antiguo, muy antiguo. Del verano de 1987, para ser exactos, el año que tomó un tren con un amigo para ir al carnaval de Copenhague, donde le enseñó a bailar la samba una pelirroja que llevaba el ritmo metido en las caderas, una cualidad divina, como se demostró cuando acabaron la noche entre los matojos de los jardines de Rosenborg encima de una manta. Él tenía poco más de veinte años y nunca había sido menos virgen que al regreso de ese viaje.
Buen verano aquel de 1987. El verano que lo trasladaron de Vejle a la comisaría de Antonigade.
Los crímenes debieron de tener lugar entre ocho y diez semanas después del carnaval, por las mismas fechas en que la pelirroja decidía descubrirle los secretos de su cuerpo de samba a otro nativo de Jutlandia; sí, justo al mismo tiempo que él hacía sus primeras rondas nocturnas por las angostas callejuelas de Copenhague. Curioso que no recordara nada de un caso tan particular.
Las víctimas —dos hermanos, una chica y un chico de diecisiete y dieciocho años respectivamente— aparecieron molidas a palos, irreconocibles, en una cabaña que había en los alrededores de un lago, el Dybesø, cerca de Rørvig. Ella había salido muy malparada y, a juzgar por las múltiples lesiones que se había producido al tratar de rechazar los golpes, había sufrido lo indecible.
Se saltó unas cuantas líneas. No había móvil sexual ni se echó nada en falta.
A continuación leyó de nuevo el informe de la autopsia y hojeó los recortes de periódico. Eran pocos, pero con los titulares más grandes que había visto en su vida.
«Asesinados a golpes», decía el
Berlingske Tidende
, que acompañaba el titular con una detallada descripción del hallazgo de los cadáveres nada propia del viejo periódico.
Los dos cuerpos aparecieron en el salón, ella en biquini y su hermano, desnudo y con una botella de coñac a medias en la mano. Lo habían matado de un único golpe en la nuca con un objeto contundente que más adelante resultó ser un martillo de carpintero; lo encontraron en un matorral de brezo entre los lagos de Flyndersø y Dybesø.
El móvil era un misterio, pero las sospechas no tardaron en recaer en un grupo de alumnos de un internado que solían parar por el gigantesco chalé de los padres de uno de ellos, cerca del lago. Habían causado problemas en Den Runde, una sala de conciertos de la zona, en más de una ocasión y varios golfillos del lugar habían acabado maltrechos.
—¿Has llegado ya adonde pone quiénes eran los sospechosos?
Carl lo miró por debajo de las cejas. Assad debería haberse conformado con esa respuesta, pero insistió.
—Sí, claro. El informe también hace entender que sus padres eran unos de esos que ganan mucho dinero. Había muchos en los dorados ochenta esos, o como se llamaran, ¿no?
El subcomisario asintió. Acababa de llegar a esa parte del texto.
Efectivamente. Los padres de todos ellos eran gente conocida entonces, y lo seguían siendo incluso al cabo de tantos años.
Leyó de refilón los nombres de los alumnos del internado un par de veces y le entraron sudores fríos. Si los padres ganaban dinero a espuertas y eran archiconocidos, otro tanto ocurría con muchos de sus hijos ahora. Habían nacido en una cuna de plata y habían saltado al oro. Estaban Ditlev Pram, fundador de toda una serie de exclusivas clínicas privadas, Torsten Florin, diseñador de fama internacional, y el analista de Bolsa Ulrik Dybbøl Jensen, todos ellos encumbrados al éxito, al igual que el ya fallecido armador Kristian Wolf. Los dos últimos miembros del grupo eran punto y aparte. Kirsten-Marie Lassen también había formado parte de la
jet
, pero ya nadie conocía su paradero, y Bjarne Thøgersen, que había confesado la autoría de los crímenes y cumplía condena por ellos, tenía unos orígenes algo más humildes.
Una vez concluida la lectura, dejó caer el expediente sobre la mesa.
—Lo que no entiendo es cómo ha venido aquí abajo, entonces —dijo Assad. En otro momento habría sonreído, aunque esta vez se abstuvo.
Carl hizo un gesto contrariado.
—Yo tampoco lo entiendo. Ya hay un hombre pagando por ese delito. Confesó, lo condenaron a cadena perpetua, está entre rejas y, por si fuera poco, se entregó él mismo, así que, ¿dónde está la duda? Esto está muerto y enterrado.
Cerró la carpeta.
—Pues sí —coincidió su ayudante mordiéndose el labio—, pero es que se entregó nueve años después del crimen.
—¿Ah, sí? ¿Y qué? El caso es que se entregó. Solo tenía diecinueve años cuando mató a aquellos chicos. Supongo que descubriría que la mala conciencia no remite con el tiempo.
—¿Un remite?
Carl dejó escapar un suspiro.
—Sí, remite. Mengua, disminuye. Los remordimientos no desaparecen con los años, Assad. Al contrario.
El cerebro de Assad estaba en plena ebullición, resultaba evidente.
—La policía de Nykøbing Sjælland llevó el caso colaborando con la de Holbæk, entonces, y también estaba la Brigada Móvil. Lo que no veo es quién nos lo ha hecho llegar hasta nosotros. ¿Lo ves tú?