Lo más extraño (27 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Tenemos el archivo lleno de niños hambrientos con moscas en la cara. Ésta, ésta por lo menos es diferente. Un brazo que pide auxilio entre un montón de muertos. Ésta sí que es buena. La de dios. De puta madre. Como una bandera de carne.

La imagen se frota, azulada, con una contrapágina de Rolex de oro.

Mireia recuerda el día de aquella foto. Quería ir en ayuda de aquel brazo de mujer. De la bandera de aquel cuerpo agonizante. El oficial de los cascos azules la frenó. No estás aquí para eso. Recuerda también la frase del veterano: No se puede enfocar con los ojos llenos de lágrimas.

Y ella apretó los dientes para que no le temblase el pulso. Disparó.

Sí, es verdad, esta foto tiene alma, dijo como elogio su mejor amigo de la redacción.

Soy yo, brazo, cazadora furtiva de almas. Emerge sofocada. Dice: Mierda.

Duerme acurrucada sobre la colcha, sin deshacer la cama. Tiene puesto el chaleco por encima del pijama y cobija la cámara, la protege con la guarnición de sus brazos.

Suena el teléfono. Una voz en el contestador, con entonación segura, acostumbrada a colarse por las rendijas de las paredes.

Hola, soy Inma. Estilista de
Vanguard.
Me dijeron que hoy regresabas de África. Tengo una propuesta que hacerte. Algo especial, que te va a sorprender. La moda fotografiada por una reportera de guerra. Una mirada dura contra el
glamour.
Insulta al contestador, pero no me digas que no. Besos. Inma.

Mireia se agita en la cama. Dice: Mierda. Búscate otra basura para tus fotos de moda.

No te arrepentirás, dice ahora la voz de Inma. Están en O Cebreiro. Mireia ha aceptado el trabajo. Dos días encogida en su cama, aferrada a aquel brazo. Por fin, la voz que piensa por ella le dijo: Suelta ese brazo. Déjalo caer en paz. Vete a hacer un poco el tonto.

En el Cebreiro hay una iglesia austera, desadornada, con el formato elemental de una oración en la alta montaña. Dentro se conserva un cáliz, del que la leyenda local dice que es el santo Grial.

Es verdad, bisbisea Kiss, se parece al de la película de Indiana Jones.

Inma ignora el comentario.

El concepto… ¡Odio esa palabra! Pero el concepto, dice Inma, es que vivimos una nueva Edad Media. El estilo internacional sería el del peregrino. Una nueva espiritualidad que no renuncia a la belleza corporal. Los ejecutivos se vuelven locos con el peregrino pelma de Paulo Coelho. Mística materia… ¿Es mi móvil? ¡Ya empezamos! ¡Maldito cacharro!

Sí, sí, soy yo. Sí, sí, y sé que eres tú. Claro que estamos trabajando. Sí, todo bien. Espera, no se oye. Estoy en una iglesia. ¿Que quieres hablar? ¡Pero si ya estamos hablando!

Kiss, la modelo, es de una delgadez negligente. A veces, Inma la sujeta por el brazo como si temiese que se la lleve una ráfaga de viento. Con el pelo
garçon,
cultiva un aire adolescente aunque ya no lo es. Su forma de hablar parece carecer de raíz, como indiferente al significado de las palabras que dice. Pero cuando posa seria ante la cámara, sus facciones se endurecen como las de un soldado y su mirada transmite un pesar acuoso, quizá antiguo.

Mireia la está fotografiando en el escenario de las pallozas, las casas campesinas de la vieja Europa prerromana, que aún se conservan en esta aldea, para los peregrinos señal de que entraban en tierra gallega y se acercaban a la meta de Santiago. Entre la niebla, que avanza a ras del suelo como aliento de nieve, surge una figura con guadaña. Mireia parpadea conmocionada. La cámara de su mente dispara instantáneas de dolor, la memoria de la guerra. La figura se acerca. Es una campesina que sonríe. Mireia le pide que se deje retratar con Kiss. Dice: ¿Por qué no? Tiene las mejillas sonrosadas como una gracia.

Ahora, por favor, no sonría, solicita Mireia con una sonrisa profesional.

Para entretenerla, le hace alguna pregunta: ¿Y por aquí pasan muchos peregrinos extranjeros?

Pasan, pasan, dice la mujer. ¡Incluso vienen de Madrid!

Inma habla por teléfono. Si se viese a sí misma, probablemente se haría gracia, pues gesticula como quien interpreta un monólogo en lo alto de una montaña, peinada por el viento como una heroína romántica con teléfono inalámbrico.

¿Que tienes sentimientos encontrados? ¿Qué quieres decir con que tienes sentimientos encontrados? Todo el mundo tiene sentimientos encontrados. Todos los sentimientos son encontrados. Yo también tengo sentimientos encontrados. No, yo no he dicho que no esté segura. Eres tú quien ha dicho que… Lo siento, querido, te llamo más tarde, ¿vale? Es que tenemos que trabajar. Y va a llover. Sí, justo está empezando a llover. No, no necesito contar hasta diez. ¡Una, dos y tres! ¡Te quiero!

Si es mentira, adoro esa mentira.

Al cortar, Inma cierra los ojos y suspira. Paciencia. Te quiero.

Después mira hacia el cielo y se vuelve hacia sus compañeras: Está clareando. Tenemos que aprovechar el día. Seguro que hoy no llueve.

En la fachada de Platerías, en la más antigua puerta de la catedral, aquella cuyo tímpano representa las tentaciones de Cristo, este lugar está ocupado por el ciego Bastián. Ofrece la vieira, la concha de Venus y el más tradicional símbolo de la peregrinación.

¡Vendo vieiras, también vendo historias!, proclama Bastián.

Vieiras, cien pesetas. Cuentos, la voluntad. Se admiten escudos, coronas, marcos, liras y níqueles.

Bastián y Omar son amigos. De hecho, comparten casa con Manuel, el gaitero, con Mouzo, el escultor, y con Don Álvaro, un loro que habla francés. La vieja casa de Bastián, un piso con buhardilla de la Algalia, en la parte antigua, es como una balsa de náufragos. Fueron a parar allí, ayudándose los unos a los otros. Se reparten las habitaciones y en la sala hay una gotera que gotea todo el año, llueva o no, sobre un orinal de porcelana en el que vive un pez de colores llamado Jonás. El suelo de la sala está cubierto de manzanas. Bastián afirma que el aroma de las manzanas es también el del Antiguo Reino de los Sueños.

Mi madre comía muchas manzanas. Lo recuerdo bien, de cuando yo estaba dentro. Le gustaban mucho esas que llaman reinetas.

Omar había ido a buscar al ciego Bastián para protegerlo de la lluvia con una de sus alfombras. Al caminar juntos, es como si la alfombra tuviese alma con sus franjas de colores vivos y ondulantes.

Algún día, amigo Omar, le dice Bastián, alfombraremos todo Santiago.

Ésa será demasiada alfombra, Bastián.

No seas incrédulo. Así hacían por la noche de Corpus en muchos lugares campesinos. Una gran alfombra con pétalos de rosas y hortensias que cubrían todas las calles. Y que después llevaba el viento. ¡Tú serás nuestro canciller de alfombreros, Omar!

¿Es cierto eso que he oído, Bastián? Que el apóstol este que adoráis mató él solo treinta millones y 761.423 musulmanes.

No hagas caso, hombre. Son cosas del
marketing.
Hace siglos había mucha competencia. En realidad, el apóstol era palestino. O sea, antiimperialista. Cuando veas una farmacia, avisa.

Omar sabe que Bastián se guía por sus ocurrencias. Sus pasos siguen la grafía de un cuento.

He oído decir que hay unas aspirinas contra la saudade, le dice Bastián a la farmacéutica.

La mujer de la farmacia lo mira con asombro.

¿Contra la saudade?

Sí, lo he oído en la radio. Todo natural. Y llevan bicarbonato para los pedos saudosos.

La farmacéutica le sigue la broma: Tenemos unas cápsulas muy buenas para el estrés, la ansiedad, el vértigo y el insomnio. Pero para eso que usted dice…

¿Eso? ¿Le llama eso a la saudade? ¿No hay nada para la saudade? Ya ves, amigo Omar. ¡No hay nada para el mal más antiguo del ser humano! Bueno, pues entonces deme unos caramelos de miel para la garganta.

Calle arriba, jadeando, prosigue su discurso contra la saudade.

¡La saudade! Pereza, reuma, bronquitis de un pueblo anfibio. Teixeira
[22]
propuso convertirla en filosofía del «Estado Novo». ¡Qué tontería más tonta! António Sérgio le respondió que también los perros tienen saudade del hueso que no roen. Aunque peor que la saudade es su contraria, la euforia futurista.

¿Y la rabia?

La rabia no está mal. De vez en cuando.

Cuando llegan a la puerta de su humilde morada, los saluda la gaita de Manuel.

¿Escuchas? La
Marcha do Antigo Reino.
¡Entramos en palacio, Omar!

En su habitación entreabierta, el escultor Mouzo le quita brillo con parsimonia a sus botas talladas en madera de boj. Lleva dos años trabajando. Son, dice, el recuerdo de los zapatos montañeses de su padre, que abrían caminos y senderos con pisar sólo una vez las aulagas y zarzas silvestres.

¡Hola, Jonás!, saluda Bastián al pez. Y luego al loro: ¡
Bonsoir,
Don Álvaro!

Pas ni probleme,
dice el loro.

Eres feo y viejo como yo. ¡Que no te engañe la literatura!
Le temps s’en va,
Don Álvaro.

Cuando llueve, Santiago es una invención submarina. Como el mar no llega hasta aquí, pero sabe de su existencia, se alza en grandes vejigas nubosas que inundan la ciudad de piedra. Y por boca de los caballos de Platerías mana el agua.

Cuando está sola, Kiss contempla con horror los espejos. Revuelve su equipaje, busca en los lugares más insospechados y encuentra su droga: los bombones de chocolate. Se los come compulsivamente. Después se pesa en la báscula del baño. Luego llora.

Cuando está sola, Inma llama por teléfono y prosigue una disputa que parece eterna.

Nunca me he metido en tu trabajo, no sé por qué dices que te condiciono. ¿Que es mi personalidad la que te condiciona? ¿Qué estás diciendo? ¿Has esperado a que estuviese lejos para decirme que soy fría y calculadora? ¿Que yo acorto
tu
sentido de la mirada? Claro que soy calculadora. Déjame decirte que soy yo quien paga el alquiler, ventanas y luz incluidas. ¿Sabes lo que te digo? Que te des por aludido. ¡Vete al infierno!

Inma corta bruscamente. Contempla sus pies descalzos: Él dice que le he robado el alma. Eso ha sido siempre una declaración de amor, ¿o no?

Sesión de moda en el Mercado de la Piedra. Kiss se retrata en puestos de verdura y frutas, de quesos del país, de pescado.

Las caballas brillan como onzas de plata. Piezas de bravura amputadas al mar.

¡Cógelas con las manos!, pide Mireia.

Kiss hace un gesto de asco. ¿Con las manos?

¡Cógelas!, ordena Inma.

Mireia dispara y se enciende el flash. De repente, su mirada se distrae. Bastián, el ciego, huele una manzana y paga la mercancía con un poema.

De todos os amores o voso amor escollo:

miñas donas giocondas…

Le temps s’en va!

Le temps s’en va!…
[23]

¡Qué zalamero eres, Bastián!, dice la vendedora de fruta, halagada. ¡Puedes llevarte otra!

Y ahora se acerca a la pescantina. Coge con naturalidad la caballa y cierra los ojos al olerla.

Do mellor do país,

branca camelia e flor de lis!
[24]

Esa copla es repetida, Bastián, dice la vendedora.

Ei ti, raíña de Galicia,

a que me matas,

emigrante gioconda,

vieira peregrina,

rosa do mar,

tenme da vida, amor,

tenme da vida!
[25]

Mireia lo observa fascinada. Se desentiende de Kiss y apunta con la cámara.

¡Alto!, dice muy serio Bastián, como si descubriese a Mireia con un radar de los sentidos. ¡Nada de fotos! ¡No dais nada a cambio, ladrones! ¡Sois unos ladrones!

La sesión de fotos transcurre ahora en un tejado de la catedral, sobre una cubierta de losas de piedra. Kiss extiende sus brazos. Justo a su lado, la campana de la Berenguela da las horas.

Conocí un tipo en Dublín, dice Kiss de repente, con una rara nostalgia. Era un cubano que se bajó del barco y ya no se volvió a subir. Muy sonriente, pero parecía que siempre tenía frío. ¡Llevaba gorro de lana y guantes en verano! Le pregunté qué hacía y señaló la torre de la catedral diciéndome: Toco las campanas de san Patricio. ¡Qué bonitas son las ciudades en las que aún se escuchan las campanas!

Sentada en el tejado, Inma marca con insistencia en el móvil un número de teléfono.

¡Qué raro! No da señal. Con irónico fastidio: ¡Y eso que estamos en el cielo!

Ahora van en un coche. Mireia conduce. Llueve, y a través del parabrisas el mundo es una acuarela gris que se desvanece y se reconstruye y se desvanece. De improviso, en aquel cuadro borroso entra un rostro que se vuelve ya congestionado por la intuición del dolor. Milésimas de segundo pintadas por un Francis Bacon. El golpe lanza el cuerpo contra el capó. Tras el rápido frenazo, resbala como un fardo hacia el suelo.

Sobre el pavimento húmedo yace Bastián. Desparramado, como destrozado blasón marino, su cargamento de vieiras.

Cuando camina por el pasillo del hospital, Mireia tiene la sensación de que regresa a la pesadilla. Teme que las puertas se abran y surjan las fotos de la matanza y el hambre, sobre todo las más terribles, las de aquellos niños que ya habían dejado de llorar, tan delgados que se les ve el día a través de las orejas y que viven en un deslugar, muertos todavía vivos, vivos ya muertos, transparentes a la luz como la película que los retrata. Por eso, la imagen de Bastián, vivo y despierto sobre la blanca cama hospitalaria, es un alivio, un conjuro.

Lo mira sin decir nada.

¿Hay alguien ahí?, pregunta él con cómico dolor, olisqueando el aire. Debería ser obligatorio llevar perfume. Así distinguiría a la gente que no habla. ¿No será usted la señorita Clair Matin?

Ya sabe quién soy, dice ella. Le he traído sus conchas. Y vengo a pedirle perdón.

¿Perdón? Pero si estoy muy contento. ¡Es la primera vez que me atropella una chica! Fíjese que la última vez fue un cura. ¡Qué desastre!, pero, ahora, ¡una mujer! ¡Una chica guapa!

No, no soy guapa, dice Mireia muy seria.

Bueno, un ciego tiene sus derechos, ¿sabe?, y uno de ellos es ver lo que me da la gana.

Lo siento, de verdad, dice Mireia. Fue un despiste. Tenía como niebla en los ojos.

Deje que le cuente una cosa en agradecimiento por atropellarme de una manera… tan cariñosa. Es una historia que nadie conoce.

La gente piensa que la niebla viene de fuera. Que nace en el mar, o en los ríos, o que desciende del cielo como un cobertor. Pues de eso nada. La niebla de Santiago nace en el interior de la catedral. Hay una cofradía secreta, la de los Tiraboleiros Neboentos, que por la noche, cuando cierran el templo, mecen el botafumeiro, el gigantesco inciensario. Y al amanecer, poco a poco, va saliendo la niebla como vaho vacuno. Sale por debajo de las puertas, por la boca o el culo de las gárgolas, por los ojos de las cerraduras, por las alcantarillas del Inferniño. Y envuelve la ciudad con la mejor seda de Galicia. Así es como nace la niebla.

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