Lo más extraño (21 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Lo despertó el silencio con un soplo de aire fresco sobre los párpados y acariciándole fríamente las manos regordetas. Sudaba por todo el resto del cuerpo, pues estaba vestido encima de la cama, con una manta por encima y el chaquetón del padre en los pies. En el cielo de la habitación desconocida había una escalera de luz que nacía en la persiana entreabierta. Fue siguiendo los peldaños con los ojos hasta que decidió levantarse y acercarse a la ventana. Reconoció el coche familiar junto a la farola, con aquella cicatriz en el capó. En la valla próxima había un gran anuncio con un hombre con casco de minero y la cara tiznada, y con grandes letras que decían: «¿Qué no daría yo ahora por una Paddy?». Ésa era la cerveza que le gustaba a su padre. Abrió la puerta y fue tanteando por el corredor hasta acostumbrar los ojos. Encendió la luz y vio que estaba en la cocina, desnuda de cosas y fría, como si el espíritu de la nevera, abierta y vacía, deambulara vagaroso por la casa, posando su aliento en el brillo pálido de los azulejos y del aluminio. Lo único vivo, de una vida tan radiante como perpleja, era la planta de azalea encima de la mesa.

Otra puerta que abrió era la del cuarto de baño, y nada había que no hubiese sido ya visto, aquella desolación nocturna de laboratorio humano abandonado al sonido sordo de la cisterna, un murmullo, una vieja canción que enlazaba todas las viviendas, todas las ciudades conocidas, en la memoria del niño, como si en la noche hubiese un largo tubo subterráneo que comunicase aquel gorgoteo ronco de arrabal en arrabal, allá por donde ellos fuesen. Aquel manantial ciego tiró de él para mear y el niño, al levantar la tapa del váter, encontró, flotando en el agua como una vieja culpa, inútil ocultación devuelta siempre por el sumidero, la colilla del cigarrillo del padre y las hebras deshilachadas del tabaco.

Después encontró el cuarto de ellos. Se quedó en la puerta, sin encender la luz, solamente mirando el bulto de sus padres en la cama, sintiéndolos respirar a un tiempo, en creciente intensidad. Notó los pies fríos en la baldosa, y tuvo la impresión de que por el pasillo se acercaba, en forma de corriente violácea y con sucios dientes amarillos, el fantasma de la nevera. Estuvo a punto de echar a correr hacia aquella cama. Siempre que los veía así, abrazados, le entraba el deseo de deslizarse entre ellos. Pero arrimó lentamente la puerta y se fue al lugar que faltaba.

El niño recorrió con la mirada las familiares bolsas del equipaje, tumbadas y de bruces en el suelo de la sala como gruesos y somnolientos animales de compañía envejecidos mudanza a mudanza. Allí, junto a ellas, protegida como un perrito, estaba la Yoko, con su lomo liso de gris metalizado. Buscó un enchufe y movió el mando para sintonizar las cadenas. ¿Qué hora sería? En la pantallita de la televisión portátil se sucedieron una persecución automovilística, un arrecife de coral poblado de peces de colores, una película en blanco y negro en la que un hombre amenazaba a otro: «Llévatela de aquí si no quieres que te la quite», y una carta de ajuste con música de gaita. Baby Devil, pensó el niño, estará con su padre, dormido en su regazo, mientras éste intenta inútilmente mantener los pies calientes y cura su nostalgia, como la polilla, mirando el corazón de las llamas.

Estaban cara a cara. La pequeña Yoko lamía de luz el rostro del niño, chispeaba en sus ojos, pero él notaba en la nuca el aliento frío del espíritu de la nevera. Sintió pasos. Enmarcada en la puerta, apareció la figura del padre, gigante esta vez, grande como nunca la había visto.

—¿Sabes qué hora es? —le gritó con enfado.

—No puedo dormir —tardó en responder el niño.

El padre se acercó despacio y acabó inclinado a su lado. El chaval seguía con los ojos clavados en la Yoko.

—¿No puedes dormir?

—No. Me desperté y no puedo dormir.

El padre posó su mano en la cabeza del niño y las llamaradas de la Yoko flamearon en la piel.

—¿Quieres venir a nuestra cama? —preguntó en voz baja.

—Sí —dijo el niño.

—¿Sabes cuántos años tienes? —dijo el padre ahora a la defensiva.

El niño no respondió. Parecía hechizado por algo que sucedía en la pantalla. El demonio canoso de rostro flaco mal afeitado acariciaba a Baby Devil con sus dedos huesudos y teñidos de nicotina. Después, apagaba la Yoko, alzaba al niño en brazos y lo besaba con su hocico de púas.

La llegada de la sabiduría con el tiempo

Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una.

A través de los mentirosos días de mi juventud

mecí al sol mis hojas y mis flores.

Ahora puedo marchitarme en la verdad.

W. B. YEATS

La escoba de otoño barría con furia Temple Villas. Old M. cerró la cancela de su jardín de ortigas, aquel verde sombrío que lo irritaba como un pecado, pues le hacía decir: «Está bien, papá. Mañana arrancaré las malas hierbas para que retoñen tus siemprevivas. Sí, claro, ya veo cómo lucen los malditos rosales de la señora O’Leary». Así que echó el pasador como quien suelta el badajo de una campana y emprendió, sin aliento, la cuesta arriba, desenredando los pies entre las hilas ajadas del viento.

Había cambio de turno en la prisión de Arbour Hill. Old M. saludó al guardia señor Eyre, quien por lo visto era algo pariente por parte de los de Galway, y que tenía un hermano cura y otro también atravesado, un tal Bill, inquilino ahí mismo, eso había oído, lo que son las cosas, uno por dentro y otro por fuera. La cuestión es darse trabajo unos a otros.

Esperaba un evasivo gruñido de respuesta, pero el guardia señor Eyre lo miró con atención y luego dijo con el tono solemne de quien recita un viejo salmo:

«Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una.»

También él reparó en el remolino de hojarasca, en aquella danza alocada del inquieto espantapájaros que vislumbra el invierno. Giraba al azar entre los prados, por el atrio de la iglesia que lindaba con la cárcel, y luego se alejaba, con un vuelo arrastrado de zancudo, por entre las lápidas del Cementerio de los Héroes, donde estaba el túmulo de los fusilados en 1917. Parte de las hojas se perdían por el camino, y volaban sueltas como gorriones desnortados.

«Sí, señor. La raíz es sólo una», repitió Old M., muy satisfecho de que el señor Eyre lo hubiese hecho partícipe de una observación de tanto calibre.

Ahora el señor Eyre miró aún más alto y sentenció con el peso en la voz: «Y la noche está al caer».

«Sí, la noche está al caer», asintió Old M., como si notara ya sus garras de gata en los hombros.

Sin más, el señor Eyre se metió en el coche y arrancó veloz. Y la noche toda, tal como él temía, cayó sobre Old M.

Él apuró el paso hacia Manor Street, buscando amparo en el bullicio, pero ya en la esquina, Options, la peluquería, sí señor, para perder la cabeza con la rubia esa que corta el pelo, de buena gana entraría, pero el barbero Mullen, esa lengua de navaja afilada, lo tenía atemorizado. Podía oírlo: «¿Sabéis? Old Orejas Grandes se pasó al otro lado, ¡je, je!». Fue lo que hizo con Tom O’Grady, eso que es camionero, y él, Old M., riéndole la gracia para que no pensara que. Y es que cuando se refería a las peluqueras, el barbero Mullen se ponía un poco agresivo y chasqueaba la tijera tras la nuca del cliente como un amenazador milano metálico.

«¿Qué me dices del plumero de Tom? ¿Quién iba a pensarlo? Ya somos pocos, Old. El mundo lleno de gilipollas y todas las tías, todas, Old, esperando a que llegue un tío de verdad, un tío como tú y como yo, Old, con un par de cojones, y apretarlas así, contra la pared, con una polla que embista, nada de viento, Old, eso es lo que quiere una tía, Old, que le des caña y la dejes mansa, agotada, en su sitio, Old, eso es lo que quiere una tía.»

Chic, chic, el pico asesino de la tijera.

Así que decidió no meterse en complicaciones y dirigirse directamente al pub Glimmer. Pero ya entonces notó que estaba encadenado en los pasos que había dejado en Arbour Hill, como en un grillete de viento. Y miró hacia atrás, y encontró a aquel perro flaco y orejudo, moteado de blanco y negro. Paró, y el perro también. Sus orejas, desde luego, eran largas, y colgaban como una bufanda. Anduvo otro poco, y el perro le siguió el paso. Old M. volvió a detenerse, y el perro hizo lo mismo. El animal le resultaba desconocido, pero esa extrañeza no parecía correspondida. Cuando lo llamó, de una forma tan impersonal como puede ser «ven, chucho, ven», lo acarició en la nuca. La piel era áspera como estropajo y parecía tan insensible como la sábana del forense. Para expresarle afecto tendría que darle una patadita en el hocico. Y eso fue lo que hizo.

El letrero de Glimmer pasó a ocupar el centro de su atención. Olvidó el perro y cruzó la calle esquivando luces.

A esa hora aún estaba solo en la barra. La blusa de Maggie dejaba transparentar la lencería de los senos. Le gustaba mucho aquella primera pinta de cerveza, cuando el local estaba tan desnudo de humos como la cabeza y las baladas parecían salir de un grifo de agua.

«Hace viento, ¿eh, Old?», dijo Maggie, cruzando los brazos justamente por donde él lo haría si pudiese.

«Sí que hace.» Y añadió en un tono que a él mismo le resultó misterioso:

«Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una.»

Maggie lo miró como si descifrara un enigma. Era algo más de lo que esperaba de Old M., metido siempre, como quien dice, en su propia sombra. Esas cosas se pagan con una sonrisa. Así que se echó sobre la barra, no sin antes mirar a ambos lados por si alguien acechaba, y acercó la cara, los ojos pícaros posados en él, talmente como mujer que va a avivar en la chimenea el fuego tibio de la turba.

«En los mentirosos días de mi juventud mecí mis flores al sol», dijo Maggie en un dulce suspiro.

Old M. sintió trepar las llamas desde la caldera de sus entrañas. Todos los años de monosílabos ardían ahora amontonados como hojarasca seca. El instante en que la cerveza pasa de una mano a otra, el lazo efímero de un billete o moneda, era todo lo que le unía a aquella mujer. Muchos años al otro lado de la barra, viendo, día a día, cómo cambiaba el pelo, el escote, el color de las uñas. Cada noche puso un anillo en aquellas manos, cuando iba a pagar.

Y ahora las pesas del reloj de pared del Glimmer movían el Universo.

Maggie se apartó con calma, como empujada por la misma gravedad que había tardado años en atraerla a su lado. La hiedra de la música, enredada en las volutas de las miradas perdidas. Si Old M. encontrase la palabra, le llamaría nostalgia al humo del Benson que se llevó a los labios. Como si aquel gesto de Maggie fuese de hada o huracán, cada cosa tenía un nuevo sentido, que alcanzaba también a aquello que le había sucedido en el pasado. Al avanzar, el reloj hacía visible un surco antiguo, donde brotaban todos los trastornos. El haber nacido, por ejemplo, había sido hasta hoy una cosa que le producía vergüenza, un acontecimiento excesivo. No se angustiaba, porque también eso sería exagerado, un problema añadido, pero procuraba evitar las cosas que le habían causado más vergüenzas.

Una vez sufrió una caída ante el mercado de patatas de Sraid San Micein. La acera estaba helada y Old M. resbaló y se cayó hacia atrás. Las patatas se salieron de la bolsa y rodaron por la calle como bolas de un billar manejado por el demonio. Evitó para siempre aquel lugar. Para él, así era el dolor de la vergüenza, semejante al del golpe de una caída en el hueso sacro. El mundo es un escenario donde la gente vigila para ver quién se cae de culo.

«Tócalos, Old», le había dicho la vendedora de tomates de Moore Street.

Y cuando lo hizo, ella gritando por todo lo alto: «No son pollas, Old. Por mucho que los toques no se van a poner duros».

Pero hoy, al salir del Glimmer, Old M. era otro hombre. Ni siquiera le molestó que el señor Morgan le preguntase si aquel perro que lo seguía era suyo.

«No, no es mío, señor Morgan.»

«Parece que no comió desde el Año de la Peste. Deberías alimentarlo mejor, Old M.»

«La verdad, señor Morgan, es que no es mío.»

Y el maldito viejo sordo, dale que dale.

«Se lo van a comer las pulgas. A tu padre no le gustaría verlo así.»

Old M. miró al perro y el perro lo miró a él. En otro momento, se habría deshecho en explicaciones. Pero, extrañamente, no notaba dolor en el hueso sacro. Una bocanada de viento vino en su ayuda.

«Sabe, señor Morgan, aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una.»

El anciano, pensativo y como intimidado por alguna cosa invisible, prestó atención por vez primera.

«Cierto, muchacho, cierto», dijo antes de perderse por el embudo de la noche.

«Eres flaco y feo», le dijo Old M. al perro cuando se quedaron solos. «¡Dios, qué flaco y qué feo y qué triste eres! Escucha, Orejas Grandes. Ahora Old va a tomar otra al Kavanaght y tú te irás por donde viniste, ¿de acuerdo? Pues venga, ¡largo!»

Se notó raro dando órdenes. Él nunca había tenido a quién dárselas y pensaba, además, que era mejor recibirlas. Toda la vergüenza de una orden le corresponde a quien la da. Se veía en el patio de un cuartel, en los tiempos de la instrucción militar, tirando de una mula. Y allí había un sargento que gritaba
¡Earthquake!,
el nombre del animal, y él, Old, daba un paso, se ponía firme y respondía: «¡Presente!».

Sintió un pinchazo como de alfiler en el hueso sacro.

«Venga, vete», le dijo al perro. Se encogió de hombros y entró en el Kavanaght.

«Escucha, Old», dijo Bruton, «todo lo que se dice sobre la carne de cerdo es una trola. ¿Sabes que la carne de cerdo es la mejor para el colesterol? ¿A que no lo sabías, Old?».

Bruton, John Bruton, hoy llevaba corbata y aligeraba el nudo cada vez que bebía un largo trago. Por lo que él sabía, Bruton no tenía ningún interés económico en el sector porcino, así que su entusiasmo merecía la máxima consideración.

«La verdad, señor Bruton, es que los estados de opinión no siempre se sostienen sobre una base, digamos razonable.»

John Bruton hizo un gesto de recolocar la corbata y miró a Old M. con una chispa de curiosidad. Se había puesto a hablar con él, en primer lugar, porque no podía estar callado. Y en segundo lugar, porque en aquel momento no había nadie más a mano en la barra del Kavanaght.

«Exacto, Old. Me gusta eso que has dicho. Ahí quería yo llegar. La gente, simplemente, habla de oídas. Hablar por no estar callados. Sí, pero ¿quién te lo dijo? ¡Ah, no sé! ¡Vamos a ver! ¿Por qué la carne de cerdo es mala para el colesterol? ¡Hombre, es lo que se dice por ahí y siempre se ha dicho! Pues a ver ¿quién, cuándo y dónde lo demostró científicamente? Cientíííííficamente. Ésa es la cuestión.»

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