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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa (13 page)

BOOK: Llévame a casa
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Reconozco que lo nuestro empezó como en las películas. Un encuentro casual en el que crees reconocer a un alma gemela. Silvia me ha contado cómo me estuvo mirando furtivamente por entre los pasillos de la Fnac hasta que yo me acerqué a ella. Lo que no le he contado, quizá para no asustarla y llevarla a crearse ideas preconcebidas de mí, quizá porque a mí misma me daba reparo contarlo, puede que incluso vergüenza, es que fui yo quien la estuvo espiando durante largo rato hasta que dejé que reparase en mí en el tramo de escaleras mecánicas.

Yo ya salía de la Fnac cuando la vi entrar. Aquel día había salido pronto del trabajo y, aburrida como estaba, decidí gastar la tarde entre libros y discos. Al verla entrar, con la lentitud de quien no viene a comprar algo en concreto, me fijé en ella. Su cara me resultaba familiar, tal vez de haberla visto en algún bar de ambiente. Me gustó. Me gustó mucho. No sé muy bien por qué. La verdad es que nunca he creído en flechazos ni en amores a primera vista pero ahí estaba yo, incapaz de seguir mi camino si eso suponía dejar que aquella chica no volviera a cruzarse conmigo. Así que, movida por la curiosidad y el interés que me provocaba una simple desconocida, y puesto que no tenía nada mejor que hacer, decidí volver sobre mis pasos y observarla durante un rato.

Subió a la planta de discos y la estuve siguiendo a una distancia de unos cinco o seis metros, fingiendo estar muy interesada en las novedades musicales de la temporada pero sin perder un solo detalle de sus movimientos, elásticos y pausados, sobre la moqueta de la planta segunda. Sin embargo, ocurrió que, en un determinado momento, la perdí de vista. Rápidamente eché un nervioso vistazo en derredor. La avisté dirigiéndose a las escaleras mecánicas. Con paso rápido me encaminé tras ella. Tan rápido que fue la causa del providencial tropiezo. Podría decirse que fue fortuito y premeditado a la vez. Tenía que llamar su atención de algún modo.

Al cruzarse nuestras miradas en el instante de las disculpas sentí algo. Llámese presentimiento, corazonada o pálpito. Sentí que no estaba perdiendo el tiempo ni haciendo el ridículo con aquella especie de persecución. Que podría pasar algo, que no se quedaría en un encuentro mudo y fugaz.

En el momento en que llegamos a la última planta me vi obligada a ser yo quien echase a andar. Cuando me consideré a una distancia prudencial pude comprobar, no sin cierto agradecido asombro, que era ella ahora quien no me quitaba el ojo de encima. La sentía observarme, incluso cuando le daba la espalda. Me oculté un momento para tomar posiciones como la mejor de las estrategas. Vi que cogía un libro y me dispuse a acercarme y, fuese el libro que fuese, ponerme a hablar con ella. Al acercarme y ver de qué libro se trataba, no pude creer que la casualidad fuera tan benévola conmigo, brindándome en bandeja una posibilidad como aquella. Una novela lésbica. Y no una cualquiera, sino una de las más importantes y míticas dentro de la historia de esa supuesta literatura gay y lésbica que comienza a inundar las librerías.

Reconozco que fui muy directa en mi lenguaje y en mis preguntas para cerciorarme de que tenía vía libre. Aunque su cara me sonase, bien podía ser de otro sitio que no fuera el ambiente. Así que, en cuanto me quedó claro, y creo que a ella también, que jugábamos en la misma liga, me apresuré a proponerle que nos fuéramos a tomar algo. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder y, en casos como ese, siempre es ahora o nunca. Hubiera sido mucho pedir esperar que la casualidad volviese a propiciar un nuevo encuentro dentro
del parque temático,
que es el barrio de Chueca o cualquier zona de ambiente gay y lésbico. Un parque temático con un único tema (la homosexualidad), con sus atracciones de feria y lugares exóticos y extraños (drag-queens, cuartos oscuros, espectáculos variados) y donde salir una noche (cena y varias copas) es tan caro como pasar el día en Port Aventura. Chueca, donde mis intenciones hubieran sido percibidas con mayor claridad.

La tarde se me hizo muy corta a su lado. A veces sentía que me estaba excediendo en mi empeño de mostrarme seductora y sugerente. Tenía que despertar su interés y tan sólo disponía de la mano de cartas que me dejaban las escasas horas de las que disponía para estar en su compañía. La idea de regalarle el libro me rondó la cabeza ya en la Fnac y fue la que también me animó a comprarlo. El hecho de que en la novela las dos mujeres se conozcan precisamente en unos grandes almacenes me cautivó por el evidente paralelismo y me pareció tierno y evocador. Durante toda la conversación estuve esperando el momento en que se ausentase unos minutos para ir al baño, cosa que, afortunadamente, ocurrió, y así poder escribirle una dedicatoria en la que insinuarle más claramente mi interés por ella. Y de paso proporcionarle mi teléfono. Aunque yo también esperase conseguir el suyo.

De todas formas, hasta el último momento no tenía muy claro si se lo acabaría dando. Por muy agradable que estuviera siendo nuestra charla, yo aún no había dejado de ser todavía una simple desconocida. Una desconocida que, además, la había abordado de un modo y en un lugar poco habituales. De haber sido dos hombres gays la cosa hubiera resultado más obvia y es probable que esa misma noche hubiésemos acabado en la cama. Sin embargo, entre mujeres no hay tanta fluidez ni costumbre de entablar relaciones de este modo, al menos no es muy frecuente que ocurra.

De camino a su casa aún seguía debatiéndome entre dárselo o no. Ese gesto tal vez pudiese asustarla o quizá era la confirmación que ella necesitaba para terminar de lanzarse. Cuando por fin paré el coche frente a su casa estaba a punto de pedirle su teléfono. Me parecía el acto más inofensivo que podía realizar. Pero ella salió tan deprisa, que me dejó sin capacidad de reacción. Mientras la veía bordear el coche sentía que se me estaba escapando mi última oportunidad así que decidí jugarme el todo por el todo.

La llamé. Cuando se dio la vuelta y pude vislumbrar cierta expresión de alivio no lo dudé más. Me giré y busqué el libro entre las bolsas que descansaban en el asiento trasero. Y se lo di sintiendo que, a partir de ese momento, sólo podría esperar. Esperar que no hubiese sido todo un mero espejismo de mi imaginación.

Y la espera se me hizo eterna. Según iban pasando los días perdía poco a poco la esperanza. La habré asustado, habrá pensado que estoy como una cabra, no estará interesada en mí. Aún no lo habrá acabado de leer, hay gente que tarda mucho en leerse un libro. Oye, a lo mejor no ha visto la dedicatoria. Qué tontería, la dedicatoria manuscrita en un libro salta a la vista a poco que se hojee.

Todas estas tribulaciones terminaron cuando, casi diez días después, vi en la pantalla de mi móvil ese número que me resultaba desconocido. Supe que era ella y que, cuando menos, tendríamos la oportunidad de volver a hablar.

Poco podía imaginar yo que el suplicio no terminaría ahí, sino que no había hecho otra cosa que empezar. La fiesta y la noche de marcha con sus amigos se presentaba prometedora. No era una cita propiamente dicha y, por tanto, carecía de la presión y tensión implícita en esos casos, pero podríamos hablar y seguir conociéndonos. Según avanzaba la noche y sus amigos nos iban abandonando mientras nosotras persistíamos en el deseo de seguir juntas, me iba animando. Sin embargo ni ella ni yo nos atrevíamos a hacer algo al respecto de lo que parecía ocurrir entre nosotras.

La madrugada se consumió dando paso al desayuno, al largo y dilatado paseo por el Rastro y a las cañas en la Plaza de los Carros. Allí sentí que no podría soportarlo más. Quería abrazarla y besarla. Deseaba estar a solas con ella. Realmente a solas. Sin embargo no contaba con que la noche sin dormir y el cansancio acumulado me tornarían incapaz de hacer algo más que permanecer a su lado escudada tras unas gafas de sol que ocultaban la impotencia que teñía mi mirada.

No entendía nada, bien era cierto. Pero también lo era que aún me quedaban unos cuantos cartuchos por gastar. Nunca he sido partidaria del acoso telefónico, ahora bien, no me quedaba otra salida. Seguir seduciéndola, proponer nuevos encuentros, quizá una conversación reveladora de lo que sentía, algo que me hiciese avanzar y dejar atrás el estado del que no parecíamos ser capaces de salir.

De acuerdo, finalmente tuve que ser yo quien tomase cartas en el asunto, cogiese el toro por los cuernos y le plantase a Silvia la verdad bien clarita ante sus narices. En cierto modo no me importa ser yo quien lo haga, siempre y cuando mis esfuerzos sirvan para esclarecer mis sentimientos y, de paso, averiguar los de la persona que los implica y provoca.

Reconozco que, en mi fuero interno, esperaba el desenlace que hubo. Quizá lo esperase a fuerza de desearlo. Y cuando me dijo que a ella le había estado pasando lo mismo que a mí, cuando la sentí besarme del modo en que lo hizo, cuando noté que su urgencia era tan grande o puede que incluso mayor que la mía, fue cuando al fin pude respirar tranquila y aliviada. Al menos por el momento.

Me despiertan sus caricias recorriéndome la espalda. Sus besos breves y profusos sobre mi piel. Es su forma habitual de despertarme las mañanas de fin de semana. He dormido poco y aún tengo sueño aunque eso no es un obstáculo. Ella sabe tan bien como yo que soy incapaz de resistirme a su contacto, que me puedo dejar llevar, me puedo dejar hacer hasta un límite. Y que es entonces cuando no puedo por menos que corresponder, tomar su cuerpo por asalto y recorrerlo entero con mis manos, con mis labios, con mi lengua. Siempre me ha gustado hacer el amor por la mañana. Te despiertas junto a la persona con la que en ese momento estás compartiendo tu vida, tu intimidad, tu cama y, a pesar del sueño, del deseo de remolonear e incluso de las cuestiones higiénicas, tan engorrosas a esas horas de la mañana, no puedes por menos que entregarte de nuevo a esa persona.

—¿Te he contado lo que me ha dicho Jose? —me pregunta un rato después, cuando su cabeza reposa suavemente sobre mi pecho.

—No, ¿qué te ha dicho?

—Pues nada, que se va a ir a vivir con Chus.

Me quedo paralizada. Una idea que había intentado olvidar me cruza de nuevo por la cabeza.

—¿Y qué vas a hacer? —me atrevo a preguntar.

—Buscar a otra persona, claro. El piso es bastante barato y está bien, no creo que tenga problemas para encontrar a alguien —declara tajantemente, lo que denota que en ningún momento se le ha pasado por la mente cualquier otra posibilidad. No puedo evitar sentirme decepcionada.

—¿Y cómo te lo has tomado? Lleváis mucho viviendo juntos.

—Bueno, la verdad es que no puedo decir que me haya sentado bien. Ha sido mucho tiempo bajo el mismo techo y eso pesa. Además, no creo que con quien entre en su lugar la relación sea parecida, ni de lejos. Me da bastante palo vivir con alguien desconocido. Ya he pasado por muchas movidas en el piso por culpa de la gente. Y bueno, en cierto modo siento como si le perdiera…

—Joder, Silvia, sólo se va a otro piso no al Amazonas.

—No, si ya… Si me alegro por él. Ya lleva tiempo con Chus y siempre les he visto bien. Lo que me extraña es que hayan tardado tanto tiempo en decidirse, teniendo en cuenta, además, que Chus vive solo… Pero también lo entiendo, a Jose siempre le ha dado miedo la convivencia después de lo que le pasó con el tal Luis.

Se queda callada. Yo tampoco abro la boca. Me pregunto si en algún instante se habrá planteado la posibilidad de venirse a vivir conmigo. Si me habrá contado esto para que yo se lo proponga o simplemente me lo está contando porque es una realidad en su vida. Soy consciente de que llevamos juntas muy poco tiempo y de que una convivencia a estas alturas podría resultar un juego arriesgado. No obstante, quien no arriesga, no gana y de hecho he conocido a unas cuantas parejas que se han ido a vivir juntas mucho antes. Al mes, a los quince días, incluso al poco de conocerse. Algunas siguen juntas y otras no. Es una cuestión de suerte y buena voluntad por ambas partes. Esperar por un tiempo indefinido hasta atreverse a dar el paso no es ninguna garantía de éxito.

Bien, de acuerdo, aunque accidentada y confusa, la forma de conocernos y de iniciar nuestra relación ha sido una de las más bonitas que he vivido. Con todo, los problemas que tuvimos para aclarar nuestros sentimientos no acabaron en el momento de declarar nuestro mutuo deseo de estar juntas. Los obstáculos no habían hecho sino comenzar.

Pronto Silvia comenzó con sus neuras y sus miedos. Su obsesión y su temor por repetir los esquemas una y otra vez. Esquemas que, según ella, siempre la llevan a volver a quedarse sola al poco de iniciar una relación.

«Acabarás dejándome, siempre me dejan»
fue una frase que casi me acostumbré a escuchar hasta que le pedí por favor que dejase de martirizarse con cosas que ni podía saber ni controlar. Las comparaciones con Carolina se hicieron constantes. Con Carolina y con algunas que hubo antes que ella. Pero siempre era el mismo nombre repetido una y otra vez el que resonaba en mis oídos. Carolina. Carolina. Carolina, vete, por favor.

Ella misma admite que hay momentos en los que sus miedos la dominan, haciendo que deje en un segundo plano lo que siente por mí. No dudo de que me quiera pero sé que ella misma está constantemente pisando un freno para evitar dejarse llevar por unos sentimientos que dice saber que no podrá controlar si deja que se desmanden. Dice que no quiere sufrir otra vez. Que no quiere que le hagan daño otra vez. Que por una vez está dispuesta a ser la primera en hacerlo si con ello logra protegerse.

Ante esto cualquiera podría preguntarme qué demonios hago con ella, con una tía a la que saco diez años y a la que alguno de mis amigos han calificado de niñata inmadura. Qué razón me impulsa a continuar con una relación que tiene visos de no funcionar, sobre todo por el poco empeño de una de las partes implicadas. Y la razón es que ella no es así. Ella no es una niñata inmadura, sino una mujer de veinticuatro años asustada por volver a sufrir. Y sus miedos no están presentes todo el tiempo. Más bien aparecen cuando ella parece tomar conciencia de que, a pesar del poco tiempo que llevamos juntas, no estoy con ella por estar, por tener un cuerpo que caliente mi cama por las noches, cuando se lo demuestro con hechos y con palabras.

A los pocos días de empezar tuve la genial ocurrencia de pronunciar las «palabras prohibidas». Admito que me dejé llevar por el momento. Estábamos quedándonos dormidas, yo le rodeaba la cintura con el brazo, acomodaba mi cabeza en su nuca y me prodigaba con besos en el cuello mientras caíamos en el sueño. Entonces se lo susurré al oído. «Te quiero, Silvia.» Ella no reaccionó, se hizo la dormida, pero sé que me escuchó perfectamente. Unos días más tarde, aunque ella no lo mencionase, se lo expliqué. No quería asustarla, simplemente expresé con palabras lo que sentía en un determinado momento. Era verdad, la quería, la quiero, pero no era motivo para asustarse. Quererla era el camino que podría llevarme a algo más profundo e importante pero todavía no había llegado ese momento, yo tampoco sabía hasta dónde podía llegar nuestra relación y justamente por eso quería que supiese lo que estaba empezando a sentir por ella. Por si acaso no tenía otra oportunidad de decírselo.

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