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Authors: Schätzing Frank

Límite (47 page)

BOOK: Límite
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—Sin embargo, se ha trasladado a la Tierra una gran cantidad de rocas lunares —dijo Rogachov—. ¿Qué color tienen éstas allí?

—Gris oscuro. Pero eso no quiere decir que toda la Luna sea de ese color. Tal vez, en efecto, se mezclen en ella ciertos tonos marrones o amarillos.

—Exacto —dijo O'Keefe desde detrás de su libro.

—Todos la ven de un modo diferente. Cada uno tiene su propia Luna. —Julian se unió a Chambers. Debajo de ellos, muy en lo hondo, se abría un cráter enorme. Una luz fluida parecía derramarse desde sus laderas en dirección a la llanura que lo rodeaba—. Por cierto, ése es Copérnico. Según el criterio general, es el más espectacular de todos los cráteres lunares, surgido hace más de ochocientos millones de años. Tiene noventa kilómetros de diámetro y unas paredes que harían sudar a cualquier alpinista, pero lo realmente impresionante es su profundidad. ¿Veis esa enorme mancha de sombra en su interior? Baja hasta casi cuatro kilómetros, hasta llegar al fondo de la depresión.

—Hay montañas en su centro —comentó Chambers.

—¿Cómo es posible tal cosa? —preguntó Olympiada—. ¿En medio del lugar del impacto? ¿No debería estar todo aplastado?

Julian guardó silencio durante un rato.

—Imaginaos lo siguiente —dijo—. La superficie lunar, tal y como la veis, pero sin Copérnico. ¿Vale? Todo es quietud y paz. ¡Por ahora! Porque desde las profundidades del universo llega, a toda velocidad, un trozo de roca con un tamaño de once kilómetros que avanza a setenta kilómetros por segundo, doscientas veces la velocidad del sonido; además, no hay ahí ninguna atmósfera, nada que pueda frenarlo. Y ahora imaginaos la manera en que ese objeto colisiona contra la llanura. La colisión en cuanto tal tiene lugar en pocas milésimas de segundo, el meteorito se adentra en la superficie unos cien metros, lo que no es mucho, podría decirse; a fin de cuentas, un agujero de once kilómetros de diámetro es algo que puede sobrellevarse... Sólo que las cosas funcionan de un modo diferente. Lo complicado de los meteoritos es que, en el momento del impacto, transforman toda su energía cinética en calor. En otras palabras: ¡el chisme explota! No es tanto el impacto en sí como la explosión la que abre esos agujeros diez o veinte veces más grandes de lo que miden sus causantes. Millones de toneladas de roca saltan hacia todas partes, y con la velocidad de un rayo se forma una pared alrededor del cráter. Sin embargo, todo ha ocurrido de manera muy rápida, así que esas cantidades enormes de basalto lunar desplazado no tienen tiempo para formar capas, y el suelo se hunde de golpe y se comprime a una profundidad de varios kilómetros. Y mientras las gigantescas nubes de material expulsado suben por el lugar del impacto, el suelo se encoge de nuevo; el meteorito, entretanto, se ha transformado completamente en calor y ya no está allí, asciende rápidamente y se apila formando un macizo montañoso en el centro del agujero. Al mismo tiempo, las nubes de roca se expanden con rapidez. Una vez más se hace notar la ausencia de una atmósfera que sirva de freno, que contenga el radio de la expansión. En su lugar, los escombros son lanzados hacia afuera sin cesar antes de que puedan asentarse, y se propagan a cientos de kilómetros a la redonda, como miles de millones de proyectiles. Ese material expulsado podéis verlo todavía hoy en forma de aureola, sobre todo en la fase de luna llena. Tiene un albedo distinto que el basalto más oscuro que la rodea, y por eso parece tener luz propia. En realidad, sólo refleja un poco más de luz solar. Más o menos así tenéis que imaginaros el surgimiento de Copérnico. Victor Hugo, por cierto, vio en él un ojo que observa a quien contempla la Luna.

—Ajá —dijo Olympiada con desgana.

Julian sonrió para sus adentros, saboreando con deleite el silencio que se hizo a raíz de su explicación. A su alrededor, las bombas cósmicas chocaban entre las circunvoluciones del cerebro de los presentes, convirtiendo la energía cinética en preguntas como, por ejemplo, si en caso de producirse un impacto como ése en la Tierra era mejor esconderse en el sótano o salir rápidamente a tomar otra copa.

—Creo que nuestra atmósfera no serviría de mucho en ese caso, ¿o sí? —supuso Rebecca Hsu.

—Bueno —dijo Julian, frunciendo los labios—. Constantemente hay meteoritos que caen sobre la Tierra, unas cuarenta toneladas cada día. La mayoría tienen la envergadura de un grano de arena o de un guijarro, y se deshacen antes de llegar. De vez en cuando llega abajo alguno con el tamaño de un puño, y ocasionalmente los más grandes impactan en la tundra o en el mar. De todos modos, en el año 1908 un fragmento de cometa de sesenta metros explotó sobre Siberia y arrasó un territorio con la superficie de Nueva York.

—Recuerdo haber oído algo al respecto —dijo Rogachov secamente—. Perdimos una parte de bosque, un par de ovejas y a un pastor.

—Habrían perdido mucho más si hubiera impactado contra Moscú. Pero, en fin, en esencia, el universo ha salido de lo más basto. Fragmentos como éste, al que le debemos Copérnico, se han vuelto una rareza.

—¿Cuan raros realmente? —preguntó Heidrun, alargando sus palabras.

Julian hizo como si tuviera que pensarlo.

—El último representante digno de mención cayó hace sesenta y cinco millones de años sobre el territorio del actual Yucatán. La onda de choque dio una vuelta entera al globo terráqueo, le siguió un invierno de varios años al que sucumbieron considerables reservas de la fauna y la flora de entonces, entre ellos, por desgracia, casi todos los saurios.

—Eso no responde a mi pregunta.

—¿En serio quieres saber cuándo impactará el próximo meteorito?

—Pues sí, para planificarme mejor.

—Bueno, según los recursos estadísticos, se produce una catástrofe global cada veintiséis millones de años. Las dimensiones de la catástrofe, sin embargo, dependen del tamaño del cuerpo que impacte. Un asteroide de setenta y cinco metros de diámetro tiene la fuerza explosiva de mil bombas como la lanzada en Hiroshima. Todo lo que supere los dos kilómetros puede desencadenar un invierno de impacto a nivel mundial, y estaría en condiciones de impedir que la humanidad siguiera existiendo.

—Según esa teoría, estamos en peligro desde hace cuarenta millones de años —afirmó O'Keefe—. ¿Qué tamaño tenía aquel asesino de dinosaurios?

—Diez kilómetros.

—Gracias, Julian. Qué bien que nos hayas sacado de allá abajo.

—¿Y qué se puede hacer contra eso? —preguntó Hsu.

—Poco. Las naciones con programas espaciales han vivido sumidas en el letargo durante muchos años y no han hecho frente al problema; prefieren enfrentarse entre sí y ponerse delante de las narices una costosa falange de cohetes de medio alcance. Para evitar la catástrofe, necesitaríamos con urgencia un sistema defensivo contra meteoritos, un sistema que funcione. Cuando ese martillo nos caiga encima, dará lo mismo que seas musulmán, judío, hinduista o cristiano, ateo o fundamentalista, dará lo mismo con quién estés a la gresca, nada de eso importará un comino. ¡Bum, y se acabó! No necesitamos armas para combatirnos los unos a los otros, necesitamos un arma que nos salve a todos.

—Muy bien dicho. —Rogachov lo miró con ojos inexpresivos, luego se acercó flotando, tomó a Julian por el brazo y lo apartó un poco de los demás.

—Pero ¿es que usted no la tiene desde hace tiempo? —le preguntó en voz baja—. ¿No estaba usted trabajando en desarrollar armas contra los meteoritos?

—Hemos creado un grupo —asintió Julian.

—¿Está usted desarrollando armas en la OSS?

—Sistemas de defensa.

—Qué tranquilizador para todos nosotros —dijo el ruso, sonriendo débilmente—. Y por supuesto que lo está haciendo a solas, como todo lo demás que ha hecho.

—Es sólo un grupo de investigación, Oleg.

—Se dice que el Pentágono se interesa mucho por ese grupo de investigación.

—Relájese —dijo Julian devolviéndole la sonrisa—. Conozco los rumores. Rusia y China nos reprochan con regularidad estar produciendo armas espaciales para Estados Unidos. ¡Todo eso son chorradas! El objeto de nuestras investigaciones servirá únicamente en el caso de que las estadísticas tengan razón. Joder, a mí me gustaría poder disparar si un chisme como ése entra en una trayectoria de colisión.

—Las armas pueden usarse contra cualquier cosa, Julian. Usted le ha asegurado a Estados Unidos la hegemonía en el espacio. Usted mismo aspira al dominio de los suministros energéticos, controlando las tecnologías necesarias para ello. Usted ejerce demasiado poder, ¿y me va a decir que no persigue intereses propios?

—Mire por la ventana —dijo Julian serenamente—. Eche un vistazo a esa joya de color azul.

—La estoy viendo.

—¿Y? ¿Qué siente?, ¿nostalgia?

Rogachov vaciló.

—No domino tales términos.

—Puede usted creerlo o no, Oleg, pero cuando haya acabado este viaje, será usted otra persona. Habrá reconocido que nuestro planeta es una pequeña bola navideña, muy frágil, cubierta por una capa muy fina de aire respirable,
todavía
respirable. Sin fronteras ni Estados nacionales, sólo tierra, mar y un par de miles de millones de personas que tienen que compartir esa bola porque no tienen otra. Cualquier decisión que no tenga como objetivo preservar ese planeta, cualquier agresión por causa de un recurso natural o por una idea específica de Dios, le resultará repugnante. Tal vez se detendrá usted en la cima de algún cráter y llorará, o simplemente se hará un par de preguntas sobre el sentido de las cosas, pero la experiencia lo cambiará. Después de que uno ha visto la Tierra desde el espacio, desde la distancia que la separa de la Luna, ya no hay vuelta atrás. No podrá usted hacer otra cosa más que enamorarse de ella. ¿Cree usted en serio que dejaré que alguien haga un uso indebido de mis tecnologías?

Rogachov guardó silencio durante un rato.

—No creo que usted quiera permitirlo —dijo al fin—. Pero me pregunto si tiene elección.

—La tendré cuantos más amigos gane.

—Pero ¡si es usted campeón del mundo en hacerse enemigos! Sé que tiene revoloteando a su alrededor una liga de caballeros extraordinarios, un ejército de inversionistas independientes, pero a cambio interviene usted masivamente en ciertos intereses nacionales. ¿Cómo encaja una cosa con la otra? Usted quiere mi dinero ruso, pero, por otro lado, no quiere tener nada que ver con Moscú.

—¿Se trata de dinero ruso sólo por el hecho de que es usted ruso?

—En mi país, por lo menos, verían con mejores ojos que yo invirtiera mi dinero en la astronáutica nacional.

—Pues páselo bien. Hágamelo saber cuando consigan construir por sí solos un ascensor espacial.

—¿No nos cree capaces?

—¡Ni usted mismo se lo cree! Yo poseo las patentes. No obstante, tengo que admitir que, sin la participación de Estados Unidos, no habría llegado tan lejos. Ambos hemos invertido sumas astronómicas en la navegación espacial. Pero Rusia está en la ruina. Putin basó su Estado mafioso, en el pasado, en el petróleo y el gas, algo que ahora ya nadie quiere. Han jugado ustedes sus cartas y han perdido. No olvide, Oleg, que Orley Enterprises es diez veces mayor que Rogamittal. Somos el mayor consorcio tecnológico del mundo, y así y todo, mis inversionistas y yo nos necesitamos mutuamente. En cambio, a usted en Moscú nadie le dará nada. Sería tal vez un gesto patriótico subvencionar la ruinosa astronáutica rusa, pero su dinero se esfumaría. No podría aguantar mucho tiempo en el intento por igualarme, su gobierno le habría sacado antes hasta la última gota sin que hubiera resultados aprovechables.

Esta vez el ruso guardó silencio durante un tiempo más prolongado. Luego sonrió de nuevo.

—Moscú le daría más libertad que Washington. ¿No le apetece cambiar de bando?

—Supongo que estaba obligado a preguntarme eso.

—Me pidieron que sondeara su disposición.

—En primer lugar, ya no existe la guerra fría. En segundo lugar, Rusia no puede darse el lujo de tener mi exclusividad. En tercer lugar, no estoy en el bando de nadie. ¿Respondida su pregunta?

—Formulémosla de otro modo. ¿Estaría usted dispuesto, bajo determinadas circunstancias, a vender sus tecnologías también a Rusia?

—¿Estaría usted dispuesto a participar en mi proyecto? Usted no está aquí porque tenga miedo de Moscú. Rogachov se frotó el mentón.

—¿Sabe una cosa? —dijo—. Propongo que aplacemos esta reunión y nos tomemos un descanso por ahora.

El
Charon
era, en esencia, un tubo dividido en tres segmentos con siete metros de diámetro, veintiocho de largo y un módulo de aterrizaje acoplado. Era como un ómnibus volante, con un salón dormitorio y una cabina de mando, un bistró y un salón al que sus creadores habían negado la bendición de la aerodinámica, ya que el aparato jamás pasaría por el trance de atravesar una atmósfera. Tampoco las cápsulas del
Apolo
ni el transbordador originalmente concebido para sucederlos, el
Orion,
habían satisfecho precisamente las expectativas de los adeptos al cine mimados con el diseño, pero por lo menos habían podido presentar un redondeado y pequeño morro que, al entrar en la termosfera, empezaba a ponerse al rojo vivo. El
Charon,
por su parte, irradiaba la elegancia de un aparato doméstico. Una tonelada de color blanco y gris, liso en algunas partes y estriado en otras, con una sección llena de combustible y la otra llena de astronautas, y adornado, además, con la O de Orley Enterprises.

—Preparados para la maniobra de frenado —dijo la voz de Black a través de los altavoces.

Dos días y medio en un transbordador espacial, por muy espacioso que éste fuera y por mucho que los psicólogos hubiesen participado en la elaboración del diseño de colores, hacían surgir inevitablemente la asociación con un centro penitenciario. El desencantamiento de lo extraordinario, producido por la estrechez y la monotonía, se manifestaba en ciertos debates sobre el estado del planeta, en camaraderías inesperadas y en aversiones expresadas con absoluta franqueza. Sushma y Mukesh Nair, dotados con el carisma de la modestia, agrupaban a su alrededor a las personas de buena educación entre ellas Eva Borelius, Karla Kramp, Marc Edwards y Mimi Parker. Mantuvieron una charla relajada hasta que Parker se empeñó en iniciar un debate sobre el darwinismo en su conjunto, ese callejón sin salida al que habían ido a parar las ciencias naturales debido a la arrogancia atea, un callejón del que sólo era posible salir ahora por medio de la visión del mundo creacionista. La vida, concluía Mimi, era demasiado compleja como para que hubiera nacido por casualidad en medio de un océano primigenio, y mucho menos hacía cuatro mil millones de años. La réplica de Kramp a tales manifestaciones no pudo ser otra que poner en duda la complejidad de algunos de los presentes, lo que desató violentas reacciones en cuyo transcurso Parker recibió el respaldo de Aileen Donoghue, que no quería aferrarse a un par de miles de años más o menos, pero que sí ponía en duda cualquier tipo de parentesco entre las especies. Para ella, todas las criaturas vivas habían sido creadas por Dios de un plumazo. Kramp comentó que el parentesco de Parker con el mono saltaba a la vista. Dijo, además, que los dos primeros capítulos del libro de Moisés trataban la creación del hombre de una manera divergente, y que ni siquiera en el Antiguo Testamento había unanimidad sobre el orden de la creación, si es que era posible basar los conocimientos científicos serios en un único libro bastante cuestionable desde el punto de vista histórico.

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