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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (19 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—Lo vi en el noticiario —explicó Elaine.

—Es una triste historia, ¿no? —dijo Sam—. Por la forma en que ocurrió.

—¿Por qué triste?

—Por lo que dijo de la Muerte, que estaba con él en la embarcación…

—… y porque después murió —explicó Hermione.

—¿Murió? —inquirió Elaine—. ¿Cuándo?

—Salió en todos los periódicos.

—La verdad es que no llego todavía a concentrarme tanto —se excusó Elaine—. ¿Qué ocurrió?

—Se mató —le explicó Sam—. Lo llevaban al aeropuerto, para que regresara a su casa, se produjo un accidente, y el hombre murió así.—Chasqueó el pulgar y el dedo medio—. Se apagó como una luz.

—Qué triste—dijo Hermione.

Observó a Elaine y frunció el ceño. Aquella expresión desconcertó a Elaine hasta que —con la misma sorpresa que había sentido en el despacho de Chimes al descubrir las lágrimas— se dio cuenta de que sonreía.

De modo que el marino había muerto.

La fiesta terminó en la madrugada del sábado. Intercambiando los besos y los abrazos, y de nuevo en su casa, repasó mentalmente la entrevista de Maybury, y recordó la cara quemada por el sol y los ojos enrojecidos por la tragedia que había estado a punto de vivir, y pensó en Maybury, en la mezcla de indiferencia y turbación, mientras narraba su experiencia. Y por supuesto, recordó aquellas últimas palabras, cuando lo forzaron a identificar al extraño:

—La Muerte, supongo—había dicho.

Había estado en lo cierto.

El sábado se despertó tarde, sin la prevista resaca. Tenía carta de Mitch. No la abrió, sino que la dejó sobre la repisa de la chimenea, para cuando tuviera un momento libre durante el día. El aire presagiaba la primera nevada del invierno, aunque había demasiada humedad como para que cuajara. Pero el frío era penetrante, a juzgar por el malhumor dibujado en las caras de los transeúntes. Sin embargo, se sintió extrañamente inmunizada contra todo ello. Aunque en el apartamento no tenía Puesta la calefacción, caminaba descalza y cubierta solamente por el albornoz, como si en el vientre le ardiera un fuego.

Después del café, se lavó. En el sumidero del lavabo había un puñado de pelos con forma de araña, lo quitó, lo arrojó por la taza del inodoro y regresó a la pileta. Desde que le quitaran el vendaje había evitado expresamente examinar de cerca su cuerpo, pero hoy parecía haber perdido todo escrúpulo y toda vanidad. Se quitó el albornoz y se miró con ojo crítico.

Se sintió satisfecha de lo que vio. Sus pechos eran plenos y oscuros la piel tenía un brillo agradable, el vello del pubis había crecido con más lozanía que nunca. Las cicatrices todavía parecían frescas, pero sus ojos interpretaron aquella lividez como un síntoma de la ambición de su sexo, como si, de un día para otro, fuera a crecer desde el ano hasta el ombligo (y más arriba quizá) partiéndola por la mitad, volviéndola terrible.

Sin duda, resultaba paradójico que sólo entonces, cuando los cirujanos la habían vaciado, lograra sentirse tan plena, tan madura, tan resplandeciente. Se pasó una buena media hora frente al espejo, admirándose, mientras sus pensamientos vagaban. Finalmente, volvió a sus abluciones. Cuando hubo terminado, regresó a la habitación de delante, desnuda. No sentía deseos de ocultarse, sino todo lo contrario. Era lo máximo que podía hacer para no salir a la nieve y dar a todos los vecinos de su calle algo por qué recordarla.

Se dirigió a la ventana, pensando un montón de cosas tontas. La nieve había cuajado. A través de las ráfagas logró captar un movimiento en el callejón que separaba las casas de enfrente. Había alguien que la observaba, aunque no lograba ver quién era. No le importó. Espió al fisgón, y se preguntó si tendría el valor de mostrarse, pero no lo tuvo.

Se mantuvo vigilante durante varios minutos antes de darse cuenta de que su desfachatez había asustado al fisgón. Desilusionada, regresó al dormitorio y se vistió. Era hora de que se buscara algo para comer: había vuelto a asaltarla aquel hambre voraz tan familiar. El refrigerador estaba prácticamente vacío. Tendría que salir a comprar comida parad fin de semana.

Los supermercados eran como circos, especialmente los sábados. pero su buen humor era demasiado boyante como para deprimirse por tener que abrirse paso entre la multitud. Incluso encontró un cierto placer en las escenas de llamativo consumo, en los carros y las cestas atestados de comida, en la expresión glotona de los niños al aproximarse a los dulces, y en sus lágrimas cuando les eran negados, en las amas de casa que sopesaban los méritos de una pierna de cordero mientras sus maridos observaban a las dependientas con ojos no menos calculadores.

Aquel fin de semana compró el doble de comida del que hubiera necesitado normalmente para toda una semana; su apetito se distrajo con los aromas que emanaban de los mostradores de la charcutería y la carne fresca. Cuando llegó a su casa, temblaba casi de pensar en que iba a comer. Al dejar las bolsas en la entrada para buscar las llaves, se percató de que detrás de ella alguien cerraba un coche de un portazo.

—¿Elaine?

Era Hermione. El vino tinto que había bebido la noche anterior le había dejado un aspecto apagado y la cara llena de manchas.

—¿Te encuentras bien? —inquirió Elaine.

—La cuestión es si tú estás bien —le replicó Hermione.

—Sí, muy bien. ¿Por qué no iba a estar bien?

—Sonja y Reuben han caído enfermos. Parece una especie de intoxicación —le dijo Hermione mirándola con hostilidad—. He venido para ver si te encontrabas bien.

—Ya te digo, me encuentro estupendamente.

—No lo entiendo.

—¿Qué me dices de Nellwyn y Dick?

—Los he llamado pero no me contestan. Reuben está muy mal. Se lo han llevado al hospital para someterlo a unas pruebas.

—¿Quieres entrar a tomar una taza de café?

—No, gracias, he de volver para ver a Sonja. No me gustaba la idea de que estuvieras sola si te había pasado lo mismo.

—Eres un ángel —le dijo Elaine con una sonrisa, y la besó en la mejilla.

Aquello pareció sorprender a Hermione. Por algún motivo, una vez intercambiado el beso dio un paso atrás, y se quedó mirando a Elaine con un ligero asombro en los ojos.

—Debo… debo irme —le dijo, procurando controlar sus gestos como si fueran a delatarla.

—Te llamaré más tarde para saber cómo están —le comentó Elaine.

—De acuerdo.

Hermione se alejó, cruzó la calle y se dirigió a su coche. Aunque realizó un ligero intento por ocultar el gesto, Elaine vio cómo se llevaba los dedos a la mejilla, donde ella la había besado, y se la restregaba, como para erradicar el contacto.

No era la época de las moscas, pero las que lograron sobrevivir a la reciente ola de frío zumbaban en la cocina mientras Elaine escogía un poco de pan, jamón ahumado y salchichas con ajo, de entre las compras que había hecho, y se sentaba a comer. Estaba famélica. En menos de cinco minutos devoró la carne y realizó unas sustanciales incursiones en la hogaza de pan, pero su hambre distaba mucho de haber sido aplacada. Disponiéndose a dar cuenta del postre: higos y queso, se le ocurrió pensar en la mezquina tortilla que no había podido acabarse aquel día, después de haber estado en el hospital. Un pensamiento la condujo a otro, de la tortilla pasó al humo, del humo a la plaza y de ahí a Kavanagh y a su reciente visita a la iglesia; al pensar en aquel lugar, la invadió un repentino entusiasmo por volver a verlo por última vez antes de que terminaran de arrasarlo. Probablemente sería ya demasiado tarde. Los cuerpos habrían sido envueltos y transportados, y la cripta descontaminada y limpiada; las paredes habrían quedado reducidas a escombros, "ero sabía que no se sentiría satisfecha hasta haberlo comprobado ella misma.

Había comido tanto que, días antes, se habría sentido enferma, pero en esos momentos, al dirigirse hacia Todos los Santos, la invadía un ligereo, como si estuviera borracha. No se trataba de la embriaguez llorosa a la que tenía tanta tendencia cuando estaba con Mitch, sino de una euforia que la hacía sentir casi invulnerable, como si por fin hubiera encontrado en sí misma una parte brillante, incorruptible, como si nunca fuera a ocurrirle nada malo.

Se había preparado para encontrar la iglesia de Todos los Santos en ruinas, pero no fue así. El edificio seguía en pie, con las paredes intactas y las vigas dividiendo el cielo. Tal vez tampoco podría ser derribado, reflexionó, tal vez el edificio y ella eran inmortales. La sospecha se vio reforzada por la manada de nuevos adoradores que había atraído la iglesia. Los guardianes se habían triplicado desde la última vez, y la tela encerada que había ocultado la entrada de la cripta a la vista del público se había convertido en una amplia tienda, sujeta por los andamios, que envolvía por completo el flanco del edificio. Los acólitos estaban muy cerca de la tienda y llevaban máscaras y guantes; los sumos sacerdotes —los pocos elegidos que tenían acceso al sanctasanctórum— vestían unos trajes de protección.

Desde el cordón se quedó mirándolos: las genuflexiones y los ademanes de los devotos, las manifestaciones de los hombres con traje, al emerger de detrás del velo, la fina lluvia de las fumigaciones que llenaban el aire como amargo incienso.

Otro de los observadores interrogó a uno de los oficiales.

—¿Por qué llevan trajes?

—Por si es contagioso —fue la respuesta.

—¿Después de tantos años?

—No saben lo que hay ahí dentro.

—Las enfermedades no perduran, ¿verdad?

—Se trata de un pozo pestilente. Se limitan a tener cuidado —le explicó el oficial.

Elaine escuchaba la conversación y se moría por intervenir. Con unas cuantas palabras, podía ahorrarles las investigaciones. Al fin y al cabo, era una prueba viviente de que la peste que destruyera a las familias de la cripta ya no era virulenta. Ella había respirado aquel aire, había tocado la carne enmohecida, y se sentía ahora más sana de lo que se había sentido en arios. Aunque no le agradecerían semejantes revelaciones, ¿verdad? Estaban demasiado ensimismados con sus rituales, incluso emocionados por el descubrimiento de aquellos horrores, sus inquietudes alimentadas y encendidas por la posibilidad de que esta muerte siguiera viva. No sería tan antideportiva como para arruinarles el entusiasmo confesándoles que gozaba de una extraña salud.

Volvió la espalda a los sacerdotes y sus ritos, a la llovizna de incienso que volaba en el aire y comenzó a alejarse de la plaza. Al abandonar un instante sus pensamientos, notó que una figura familiar la observaba desde la esquina de una calle adyacente. Se alejó justo en el momento en que ella levantó la vista, pero no cabía duda de que se trataba de Kavanagh. Lo llamó y se dirigió hasta la esquina, pero se alejaba briosamente de ella, con la cabeza gacha. Volvió a llamarlo, y entonces él se volvió, con una mirada de sorpresa visiblemente falsa en el rostro; desanduvo la ruta de huida para saludarla.

—¿Ha oído usted lo que han encontrado? —le preguntó ella.

—Claro que sí —repuso.

A pesar de la familiaridad de la que habían disfrutado últimamente Elaine recordó la primera impresión que había tenido de él: que no era un hombre muy amigo de los sentimientos.

—Ahora no podrá conseguir sus piedras —le comentó.

—Supongo que no —dijo él, no demasiado preocupado por la perdida.

Deseó contarle lo que había visto con sus propios ojos en el pozo pestilente, con la esperanza de que la novedad le iluminara el rostro, pero la esquina de aquella calle bañada por el sol no era el lugar adecuado para semejante conversación. Además, parecía como si lo supiera.

La miraba de un modo tan extraño; la calidez de su anterior encuentro había desaparecido por completo.

—¿Por qué regresó?—le preguntó él.

—Para ver —repuso ella.

—Me siento halagado.

—¿Halagado?

—De que mi entusiasmo por los mausoleos sea contagioso.

Siguió mirándola, y ella, al devolverle la mirada, fue consciente de lo fríos que eran sus ojos, y de cómo brillaban. Hasta podían haber sido de cristal, pensó. Y la piel tirante y agamuzada era como una capucha que ocultara la sutil arquitectura del cráneo.

—Debo marcharme —dijo ella.

—¿Por placer o por trabajo?

—Por ninguno de los dos motivos —repuso ella—. Tengo unos amigos enfermos.

—Ah.

Elaine tuvo la impresión de que era él quien quería marcharse, que sólo el temor de parecer tonto le impedía que se apartara de ella a la carrera.

—Tal vez volvamos a vernos en algún otro momento —sugirió ella.

—Estoy seguro —repuso él, y aprovechando la ocasión agradecido, se alejó diciendo—. Dé recuerdos a sus amigos.

Aunque hubiera querido darles recuerdos a Reuben y Sonja de parte de Kavanagh, le habría sido imposible. Hermione no contestaba al teléfono, y tampoco los demás. Lo más que pudo hacer fue dejar un mensaje en el contestador automático de Reuben.

El mareo que había sentido durante el día se había transformado en una rara somnolencia a medida que pasaba la tarde y se hacía de noche. Volvió a comer, pero el festín no logró impedir que el estado de amnesia temporal se hiciera más profundo. Se encontraba bastante bien, y la sensación de inviolabilidad que la había asaltado seguía intacta. Pero una y otra vez, a medida que avanzaba el día, se encontraba de pie, en el umbral de un cuarto, sin saber cómo había llegado hasta allí, o bien observando la luz titilar en la calle, sin tener la plena certeza de si era ella la que miraba o la cosa mirada. No obstante, se sentía a gusto con su compañía, igual que con las moscas. Seguían zumbando y llamando la atención a pesar de que ya hubiera oscurecido.

A eso de las siete de la tarde oyó un coche que aparcaba fuera, y sonó el timbre. Fue hasta la puerta del apartamento, pero no logró reunir la curiosidad suficiente como para abrirla, salir al pasillo y dejar entrar a los visitantes. Lo más probable era que se tratara otra vez de Hermione, y no sentía ningunas ganas de aguantar su aburrida conversación. En realidad, no deseaba la compañía de nadie, sólo la de las moscas.

Los visitantes volvieron a tocar el timbre, y cuanto más insitían, más decidida estaba a no contestar. Se deslizó a lo largo de la pared, junto a la puerta, y escuchó la amortiguada discusión que se inició ante la escalera. No era Hermione; no era nadie a quien pudiera reconocer. Sistemáticamente, se pusieron a llamar a los apartamentos de arriba, hasta que el señor Prudhoe bajó del último piso, hablando consigo mismo por el camino, y les abrió la puerta. De la conversación que siguió, logró comprender lo bastante como para saber que tenían una misión urgente, pero su mente desordenada no tuvo la persistencia de prestar atención a los detalles. Persuadieron a Prudhoe para que les dejara entrar. Se acercaron a la puerta del apartamento de Elaine y llamaron, pronunciando su nombre. No respondió. Volvieron a llamar al tiempo que intercambiaban palabras de frustración. Elaine se preguntó si la oirían sonreír en la oscuridad. Por fin —después de hablar otra vez con Prudhoe— la dejaron sola.

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