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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (28 page)

BOOK: Leviatán
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En cuanto entró en la casa, levantó la cabeza y vio a Lillian de pie en lo alto de la escalera. Llevaba un albornoz blanco, tenía los ojos hinchados y el pelo revuelto y luchaba por espabilarse.

—Supongo que debería darle las gracias —dijo, pasándose la mano por el pelo corto.

—¿Gracias de qué? —dijo Sachs, fingiendo ignorancia.

—Por deshacerse de ese tipo. Lo ha hecho con mucha elegancia. Me ha dejado impresionada.

—¿Eso? Bah. No ha sío ná, señora. Estaba haciendo mi trabajo, ná más.

Ella sonrió fugazmente al oír su tonillo de paleto.

—Si ése es el trabajo que quiere, puede quedárselo. Se le da mucho mejor que a mí.

—Ya le dije que no soy malo en todo —dijo él hablando con voz normal—. Si me da una oportunidad, puede que incluso le resulte útil.

Antes de que ella pudiera contestar a este último comentario, Maria se acercó corriendo. Lillian apartó los ojos de Sachs y dijo:

—Hola, nena. Te has levantado muy temprano, ¿no?

—No adivinarás nunca lo que hemos estado haciendo —dijo la niña—. No podrás creerlo cuando lo veas, mamá.

—Bajaré dentro de unos minutos. Primero tengo que darme una ducha y vestirme. Acuérdate de que hoy vamos a casa de Billie y Dot y no debemos llegar tarde.

Desapareció de nuevo y durante los treinta o cuarenta minutos que tardó en arreglarse, Sachs y Maria reanudaron su asalto al cuarto de estar. Rescataron cojines del suelo, tiraron periódicos y revistas empapadas en café, pasaron la aspiradora por la alfombra de lana para quitar la ceniza de los cigarrillos de los intersticios. Cuantas más zonas lograban despejar (dándose cada vez más espacio para moverse), más deprisa trabajaban, hasta que al final empezaron a parecer dos actores a cámara rápida de una película muda.

Habría sido difícil que Lillian no notase la diferencia, pero cuando bajó reaccionó con menos entusiasmo del que Sachs esperaba.

—Qué bien —dijo, deteniéndose brevemente en el umbral y asintiendo con la cabeza—, estupendo. Procuraré dormir hasta tarde más a menudo.

Sonrió, hizo una pequeña exhibición de gratitud y luego, casi sin molestarse en mirar a su alrededor, se dirigió a la cocina para buscar algo que comer.

Sachs se sintió mínimamente aliviado por el beso que ella plantó en la frente de su hija, pero después de que Lillian mandara a Maria al piso de arriba para cambiarse de ropa, él ya no supo qué hacer consigo mismo. Lillian apenas le prestó atención, moviéndose en la cocina dentro de su propio mundo privado, así que él no se apartó de su sitio en la puerta, permaneciendo allí en silencio mientras ella sacaba del congelador una bolsa de café auténtico (que a él se le había escapado) y ponía agua a hervir. Iba vestida con ropa informal —unos pantalones anchos oscuros, un jersey blanco de cuello vuelto y unos zapatos planos—, pero se había puesto lápiz de labios y sombra de ojos y había un inconfundible olor a perfume en el aire. Una vez más, Sachs no tenía ni idea de cómo interpretar lo que pasaba. Su comportamiento era incomprensible para él —unas veces amistosa, otras distante, unas veces alerta, otras distraída—, y cuanto más trataba de entenderlo, menos lo entendía.

Finalmente le invitó a tomar una taza de café, pero incluso entonces apenas le habló, y continuó actuando como si no estuviese segura de si quería que él se quedara allí o desapareciera. Por falta de otra cosa que decir, Sachs empezó a hablar de los cinco mil dólares que había encontrado sobre la mesa esa mañana, abrió el armario y señaló dónde habla guardado el dinero. Esto no pareció impresionarla mucho.

—Ah —dijo, asintiendo al ver el dinero, y luego volvió la cabeza y miró por la ventana al patio trasero mientras se bebía su café en silencio.

Impertérrito, Sachs dejó su taza sobre la mesa y anunció que iba a darle el plazo de ese día. Sin esperar una respuesta, fue al coche y cogió el dinero de la bolsa. Cuando regresó a la cocina tres o cuatro minutos después ella seguía de pie en la misma postura, mirando por la ventana, con una mano en la cadera, siguiendo alguna reflexión secreta. Él se acercó a ella, agitó los mil dólares delante de su cara y le preguntó dónde los ponía. Donde usted quiera, dijo ella. Su pasividad estaba empezando a ponerle nervioso, así que en lugar de dejar el dinero sobre la encimera, Sachs se acercó a la nevera, abrió la puerta de arriba y metió el dinero en el congelador. Esto produjo el efecto deseado. Ella se volvió hacia él con expresión de desconcierto y le preguntó por qué había hecho aquello. En lugar de contestar, él fue al armario, retiró los cinco mil dólares del estante y puso los fajos en el congelador. Luego, dando unas palmaditas sobre la puerta del congelador, se volvió a ella y dijo:

—Activo congelado. Puesto que no me dice si quiere el dinero o no, pondremos su futuro en hielo. No es mala idea, ¿eh? Enterraremos sus ahorrillos en la nieve y cuando llegue la primavera y empiece el deshielo, usted mirará aquí dentro y descubrirá que es rica.

Una vaga sonrisa empezó a formarse en las comisuras de su boca, indicando que se había ablandado, que él había conseguido que entrase en el juego. Bebió otro sorbo de café para ganar un poco de tiempo mientras preparaba su respuesta.

—No me parece una buena inversión —dijo finalmente—. Si el dinero se queda ahí parado, no producirá intereses, ¿verdad?

—Me temo que no. No hay intereses hasta que usted empiece a interesarse. Después, el cielo es el límite.

—No he dicho que no me interese.

—Cierto. Pero tampoco ha dicho que le interese.

—Mientras no diga que no, puede que esté diciendo sí.

—O puede que no esté diciendo nada. Por eso no deberíamos volver a hablar del asunto. Hasta que usted sepa lo que quiere hacer, mantendremos la boca cerrada, ¿de acuerdo? Fingiremos que no pasa nada.

—Por mi parte, de acuerdo.

—Estupendo. En otras palabras, cuanto menos digamos, mejor.

—No diremos una palabra. Y un día abriré los ojos, y usted no estará aquí.

—Exactamente. El genio volverá a la botella y usted no tendrá que pensar en él nunca más.

Su estrategia parecía haber dado resultado, pero, aparte de producir un cambio general de humor, era difícil saber qué había conseguido con esa conversación. Cuando unos momentos después Maria entró en la cocina dando saltos, engalanada con un jersey rosa y blanco y unos zapatos de charol, él descubrió que había conseguido mucho. Jadeante y excitada, la niña le preguntó a su madre si Sachs iba con ellas a casa de Billie y Dot. Lillian dijo que no, y Sachs estaba a punto de interpretarlo como una indicación de que debía marcharse y buscar un motel cuanto Lillian añadió que, no obstante, podía quedarse, que puesto que ella y Maria no volverían hasta muy tarde, él no tenía por qué darse prisa en irse de la casa. Podía ducharse y afeitarse si quería, dijo, y con tal que cerrase la puerta firmemente tras él y se asegurase de echar la llave, no importaba cuándo se fuera. Sachs casi no supo cómo responder a este ofrecimiento. Antes de que se le ocurriera algo que decir, Lillian se había llevado a Maria al cuarto de baño de la planta baja para cepillarle el pelo y cuando salieron de nuevo ya se daba por sentado que ellas saldrían antes que él. Todo esto le pareció chocante a Sachs, un giro difícil de entender, pero ahí estaba y lo último que deseaba hacer era oponerse. Menos de cinco minutos después, Lillian y Maria salían por la puerta principal y menos de un minuto después de eso habían desaparecido, alejándose en su polvoriento Honda azul y perdiéndose en el brillante sol de media mañana.

Pasó cerca de una hora en el cuarto de baño del piso de arriba; primero en remojo en la bañera, luego afeitándose delante del espejo. Le resultaba absolutamente extraño estar allí, desnudo y acostado en el agua mientras miraba las cosas de Lillian: los infinitos tarros de cremas y lociones, los lápices de labios, los estuches de sombra de ojos, los jabones, los esmaltes de uñas y los perfumes. Había una forzada intimidad en todo ello que le excitaba y le repugnaba a la vez. Ella le había permitido entrar en su reino secreto, el lugar donde realizaba sus rituales más íntimos y sin embargo, incluso allí, sentado en el corazón de su reino, no estaba más cerca de ella que antes. Podía oler y tocar todo lo que quisiera, lavarse la cabeza con su champú, afeitarse la barba con su maquinilla, lavarse los dientes con su cepillo, y, sin embargo, el hecho de que ella le hubiera permitido hacer todas estas cosas sólo demostraba lo poco que le importaban.

No obstante, el baño le relajó, le hizo sentirse casi adormilado y durante varios minutos vagó por las habitaciones del piso de arriba, secándose distraídamente el pelo con una toalla. Había tres dormitorios pequeños en el segundo piso. Uno de ellos era de Maria, el otro pertenecía a Lillian y el tercero, poco mayor que un armario grande, evidentemente habla servido en otro tiempo como estudio de Dimaggio. Estaba amueblado con una mesa de despacho y una librería, pero habían metido tantos trastos en sus estrechos confines (cajas de cartón, montones de ropa vieja y juguetes, un televisor en blanco y negro) que Sachs no hizo más que asomar la cabeza antes de cerrar de nuevo la puerta. Luego entró en el cuarto de Maria, y curioseó sus muñecas y sus libros, las fotos de la guardería en la pared, los juegos de mesa y los animales de peluche. A pesar de que estaba desordenado, el cuarto resultó estar en mejores condiciones que el de Lillian. Este era la capital del desastre, el cuartel general de la catástrofe. Tomó nota de la cama sin hacer, los montones de ropa y lencería tirados por todas partes, el televisor portátil coronado por dos tazas de café manchadas de lápiz de labios, las revistas y los libros esparcidos por el suelo. Sachs examinó algunos de los títulos que había a sus pies (una guía ilustrada de masajes orientales, un estudio sobre la reencarnación, un par de novelas policíacas de bolsillo, una biografía de Louise Brooks) y se preguntó si se podía sacar alguna conclusión de aquel surtido. Luego, casi en un rapto, empezó a abrir los cajones de la cómoda y a revisar la ropa de Lillian, examinando sus bragas, sus sostenes y sus medias, sosteniendo cada artículo en la mano un momento antes de pasar al siguiente. Después de hacer lo mismo con lo que había en el armario, volvió su atención a las mesillas de noche, recordando repentinamente la amenaza que ella le había hecho la noche anterior. Después de mirar a ambos lados de la cama, sin embargo, concluyó que le había mentido. No encontró ninguna pistola.

Lillian había desconectado el teléfono, y en el mismo instante en que él lo enchufó de nuevo, empezó a sonar. El ruido le hizo dar un salto, pero, en lugar de contestar, se sentó en la cama y esperó a que la persona que llamaba renunciase. El timbre sonó dieciocho o veinte veces más. En cuanto cesó, Sachs lo cogió y marcó el número de Maria Turner en Nueva York. Ahora que ella había hablado con Lillian, no podía posponerlo por más tiempo. No se trataba únicamente de aclarar malentendidos entre ellos, se trataba de limpiar su conciencia. Aunque sólo fuera eso, le debía una explicación, una disculpa por haberse marchado de su casa como lo hizo.

Se imaginaba que estaba enfadada, pero no se había preparado para la andanada de insultos que siguió. En cuanto ella oyó su voz, empezó a llamarle de todo: idiota, hijoputa, traidor. Nunca la había oído hablar así —a nadie, en ninguna circunstancia—, y su furia se hizo tan grande, tan monumental, que pasaron varios minutos hasta que le permitió hablar. Sachs estaba mortificado. Mientras permanecía allí sentado escuchándola, comprendió finalmente algo que había sido demasiado estúpido para reconocer en Nueva York. Maria se había enamorado de él y, aparte de todas las evidentes razones para su ataque (lo repentino de su marcha, la afrenta de su ingratitud), estaba hablando como una amante desdeñada, como una mujer que ha sido abandonada por otra. Para empeorar las cosas, imaginaba que esa otra había sido su mejor amiga. Sachs se esforzó por sacarla de su error. Había ido a California por razones personales, le dijo. Lillian no significaba nada para él, aquello no era lo que ella pensaba, etcétera; pero lo hizo torpemente y Maria le acusó de mentir. La conversación estaba a punto de volverse peligrosa, pero Sachs consiguió resistir la tentación de contestarle y al final el orgullo de Maria venció a su ira, lo cual significaba que ya no tenía ganas de continuar insultándole. Empezó a reírse de él, o tal vez de sí misma, y luego, sin ninguna transición perceptible, la risa se convirtió en llanto, un espantoso ataque de sollozos que le hizo sentirse tan desdichado como ella. La tormenta tardó en pasar, pero luego pudieron hablar. No es que la conversación les llevara a ninguna parte, pero por lo menos el rencor había desaparecido. Maria quería que llamase a Fanny —sólo para que ella supiera que estaba vivo—, pero Sachs se negó. Llamarla sería arriesgado, dijo. Una vez que empezaran a hablar, seguramente le contaría lo de Dimaggio, y no quería implicaría en ninguno de sus problemas. Cuanto menos supiera, más segura estaría, y ¿por qué meterla en aquello cuando no era necesario? Porque era lo correcto, dijo Maria. Sachs repitió su argumentación de nuevo, y durante la siguiente media hora continuaron hablando en círculos, sin que ninguno de los dos lograra convencer al otro. Ya no había bueno ni malo, sólo opiniones, teorías e interpretaciones, una ciénaga de palabras y conflictos. Para lo que sirvieron, lo mismo les habría dado callarse todas aquellas palabras.

—Es inútil —dijo Maria finalmente—. No estoy consiguiendo comunicarme contigo, ¿verdad?

—Te escucho —contestó Sachs—. Lo que pasa es que no estoy de acuerdo con lo que dices.

—Sólo vas a empeorar las cosas, Ben. Cuanto más tiempo te lo guardes, más difícil será cuando tengas que hablar.

—Nunca tendré que hablar.

—Eso no puedes saberlo. Quizá te encuentren, y entonces no tendrás elección.

—No me encontrarán nunca. Eso sólo podría ocurrir si alguien les diera el soplo, y tú no me harás eso. Por lo menos no lo creo. Puedo confiar en ti ,¿no es cierto?

—Puedes confiar en mí. Pero yo no soy la única persona que lo sabe. Ahora también Lillian está enterada, y no estoy segura de que sea tan capaz de cumplir una promesa como yo.

—No hablará. No tendría sentido que lo hiciera. Tiene demasiado que perder.

—No cuentes con el sentido común cuando trates con Lillian. Ella no piensa igual que tú. No juega con tus mismas reglas. Si no has comprendido eso ya, estás buscando problemas.

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