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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (63 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—No saldrán —dijo Tom—. Están ganando cinco centavos y todo lo demás les importa un comino.

—Pero en cuanto no estén rompiendo la huelga no ganarán cinco.

—No creo que se lo traguen. Ahora ganan cinco. Es lo único que importa.

—Bueno, díselo de todas maneras.

—Padre no lo haría —dijo Tom—. Le conozco. Diría que no es asunto suyo.

—Sí —dijo Casy desconsolado—. Creo que tienes razón. Le tendrán que dar el palo para que lo acepte.

—Nos habíamos quedado sin comida —dijo Tom—. Esta noche tuvimos carne. No mucha, pero la tuvimos. ¿Cree que Padre va a renunciar a su carne por otra gente? Y Rosasharn tiene que beber leche. ¿Crees que Madre va a dejar morir de hambre a ese niño solo porque hay una panda de tíos gritando a la puerta?

Casy dijo tristemente:

—Ojalá pudiera verlo. Ojalá pudiera ver la única forma que hay de que tengan su carne. ¡Bah, mierda! Algunas veces me canso. Me canso mucho. Conocí a un tipo que trajeron cuando estaba en la cárcel. Había estado intentando formar un sindicato. Tuvo uno empezado. Y entonces los vigilantes esos lo reventaron. Y, ¿ahora qué? Los mismos a los que había intentado ayudar le apartaron. No quisieron tener nada que ver con él. Tenían miedo de ser vistos en su compañía. Le dijeron: Lárgate. Eres un peligro para nosotros. Eso hirió mucho sus sentimientos. Pero entonces se dijo: no es tan malo si lo conoces. En la Revolución Francesa, todos los que la planearon acabaron degollados. Siempre igual. Tan natural como la lluvia. No lo hiciste por diversión. Lo haces porque lo tienes que hacer. Porque es tú mismo. Mira Washington. Hace la Revolución y luego unos hijos de puta se volvieron contra él. Y lo mismo pasó con Lincoln. Los mismos tipos gritando que les mataran. Tan natural como la lluvia.

—No parece divertido —dijo Tom.

—No, no lo parece. Este de la cácel decía: En cualquier caso, uno hace lo que puede. Y lo único que tienes que saber es que cada vez que se da un paso adelante se puede resbalar un poco hacia atrás, pero nunca será todo el paso. Eso lo puedes probar y es lo que hace que todo tenga sentido. Y eso significa que no fue perder el tiempo, aunque lo parezca.

—Hablando —dijo Tom—. Siempre hablando. Mira a mi hermano Al. Sale a buscar chica. Es lo único que le importa. En un par de dias tendrá una chica. Se pasará todo el día pensándolo y toda la noche haciéndolo. Le importan un cuerno los pasos adelante o atrás o de lado.

—Claro —dijo Casy—. Claro. Él está haciendo lo que tiene que hacer. Todos somos así.

El hombre que estaba sentado fuera abrió del todo la solapa de la tienda.

—Maldita sea, esto no me gusta —dijo.

Casy miró afuera, hacia él.

—¿Qué es lo que pasa?

—No lo sé. Pero estoy inquieto. Nervioso como un gato.

—Bueno, ¿qué pasa?

—No lo sé. Parece que oigo algo y luego escucho y no hay nada que oír.

—Sólo estás intranquilo —dijo el hombre arrugado. Se levantó y salió. Y al cabo de un segundo volvió a mirar al interior de la tienda—. Hay una gran nube negra navegando por encima. Apuesto a que lleva trueno. Eso es lo que le pone nervioso, la electricidad —volvió a salir. Los otros dos se levantaron y salieron.

Casy dijo quedamente:

—Todos están nerviosos. Los policías han estado diciendo cómo nos van a sacudir y a perseguirnos fuera del condado. Se figuran que soy un líder porque hablo mucho.

El rostro arrugado apareció de nuevo.

—Casy, apaga ese farol y ven fuera. Hay algo.

Casy giró la tuerca. La llama bajó, hizo pop y se apagó. Casy salió a tientas y Tom le siguió.

—¿Qué es? —preguntó Casy en voz baja.

—No lo sé. ¡Escucha!

Había un muro de sonidos que se mezclaban con el silencio. Un agudo silbido de grillos. Pero a través de este fondo surgían otros sonidos —pasos apenas perceptibles en la carretera, el crujido de tierra arriba en la orilla, un ligero silbido de los arbustos junto al arroyo.

—No se puede en realidad decir si se oye. Te engaña. Te pone nervioso —le tranquilizó Casy—. Estamos todos nerviosos. No se puede decir. ¿Tú lo oyes, Tom?

—Lo oigo —dijo Tom—. Sí, lo oigo. Creo que viene gente por todas partes. Será mejor largarse de aquí.

El hombrecillo arrugado susurró:

—Bajo la arcada del puente… salgamos por allí. No me gusta dejar mi tienda.

—Vámonos —dijo Casy.

Se movieron silenciosamente a la orilla del arroyo. La negra arcada era una cueva delante de ellos. Casy se inclinó y pasó por debajo. Tom le siguió. Sus pies resbalaron en el agua. Durante unos diez metros avanzaron con el eco de su respiración en el techo curvado. Entonces salieron por el otro lado y se enderezaron.

Un grito agudo:

—¡Ahí están! —las luces de dos linternas cayeron en los hombres, les cogieron, les cegaron—. Quedaos donde estáis —las voces salían de la oscuridad—. Es él. Ese cabrón reluciente. Es él.

Casy miraba ciegamente a la luz. Respiró con dificultad.

—Escuchad —dijo—. No sabéis lo que estáis haciendo. Ayudáis a matar de hambre a chiquillos.

—Cállate, rojo hijo de puta.

Un hombre bajo y pesado entró en el área de luz. Llevaba un mango de pico, blanco y nuevo.

Casy continuó:

—No sabéis lo que estáis haciendo.

El hombre hizo oscilar el mango. Casy intentó esquivar el golpe. El pesado palo se estrelló contra el lado de su cabeza con un crujido apagado del hueso y Casy cayó de lado fuera de la luz.

—Dios, George. Creo que lo has matado.

—Enfócale con la luz —dijo George—. Le está bien empleado al hijo de puta.

El rayo de luz cayó, buscó y encontró la cabeza aplastada de Casy.

Tom bajó la mirada hacia el predicador. La luz cruzaba las piernas del hombre pesado y el mango de pico blanco y nuevo. Tom saltó silenciosamente. Le arrebató el palo. La primera vez supo que había fallado y golpeó un hombro, pero la segunda vez su golpe aplastante encontró la cabeza y, mientras el hombre se hundía, tres golpes más encontraron su cabeza. Las luces bailaban alrededor. Había gritos, el sonido de pies que corrían, quebrando los arbustos. Tom estaba inmóvil junto al hombre postrado. Y entonces un palo alcanzó su cabeza en un golpe oblicuo. Sintió el golpe como un shock eléctrico. Y luego corrió siguiendo el arroyo, inclinado. Oyó el salpicar de los pasos que los seguían. De pronto se volvió y se metió en la maleza, dentro de un matorral de hiedra venenosa. Y se tumbó inmóvil. Los pasos se acercaron, los rayos de luz escudriñaron el fondo del arroyo. Tom se retorció a través de un matorral hasta llegar arriba. Salió a una huerta. Y aún podía oír los gritos, la persecución en el fondo del arroyo. Se inclinó y corrió sobre la tierra cultivada; los terrones resbalaban y rodaban bajo sus pies. Al frente vio los arbustos que limitaban el campo, arbustos a lo largo de un canal de riego. Se deslizó bajo la cerca y avanzó cuidadosamente entre viñas y arbustos de zarzamora. Y luego se quedó inmóvil, jadeando ruidosamente. Se palpó la cara y la nariz dormidas. La nariz estaba aplastada y un hilillo de sangre caía por la barbilla. Se quedó tumbado boca abajo, sin moverse, hasta que recuperó los sentidos. Después se arrastró despacio hasta el borde del canal. Se bañó el rostro en el agua fresca, arrancó el faldón de la camisa azul, lo mojó y lo sujetó contra su desgarrada mejilla y la nariz. El agua picaba y quemaba.

La nube negra había cruzado el cielo, una mancha oscura contra las estrellas. La noche estaba en calma de nuevo.

Tom se metió en el agua y sintió el fondo desaparecer bajo sus pies. En dos brazadas cruzó el canal y se izó pesadamente por la otra orilla. Sus ropas se le adhirieron. Se movió e hizo un ruido de chapoteo; sus zapatos chapalearon. Luego se sentó, se quitó los zapatos y los vació. Escurrió los bajos de los pantalones, se quitó la chaqueta y la escurrió.

Por la carretera vio las luces danzantes de las linternas, explorando las acequias. Tom se puso los zapatos y se movió cauteloso a través del campo de hierba. Sus zapatos ya no hacían ruido. Fue por instinto hacia el otro lado del campo y al final llegó a la carretera.

Con mucho cuidado se aproximó al cuadrado de casas.

Un guarda, pensando que había oído un ruido, llamó:

—¿Quién está ahí?

Tom se dejó caer al suelo y se quedó inmóvil y la luz de la linterna pasó por encima de él. Se arrastró silencioso hasta la puerta de su casa. La puerta chirrió en sus goznes. Y la voz de Madre, tranquila, firme, completamente despierta:

—¿Quién es?

—Yo, Tom.

—Bueno, será mejor que duermas. Al no ha llegado todavía.

—Debe de haber encontrado una chica.

—Duérmete —dijo ella con suavidad—. Allí, debajo de la ventana.

Él encontró su sitio y se quitó la ropa. Yació temblando bajo la manta. Su rostro desgarrado despertó y su cabeza entera palpitó.

Pasó una hora más antes de que llegara Al. Se acercó cautelosamente y pisó la ropa húmeda de Tom.

—Sh —dijo Tom.

Al susurró:

—¿Estás despierto? ¿Cómo te mojaste?

—Sh —instó Tom—. Te lo diré por la mañana.

Padre se volvió de espaldas y sus ronquidos llenaron la habitación de boqueadas y bufidos.

—Estás frío —dijo Al.

—Sh. Duérmete —el pequeño cuadrado de la ventana se veía gris contra la negrura de la habitación.

Tom no durmió. Los nervios de su rostro herido volvieron a la vida y palpitaron, el pómulo le dolía y su nariz rota le latía con un dolor que parecía sacudirle. Miró la pequeña ventana cuadrada, vio las estrellas ir resbalando hasta desaparecer de su vista. A intervalos oía los pasos de los vigilantes.

Finalmente cantaron los gallos a lo lejos y poco a poco la ventana se fue llenando de luz. Tom palpó su rostro hinchado con las puntas de los dedos y, a su movimiento, Al gruñó y murmuró dormido.

La aurora llegó por fin. De las casas, muy juntas, surgieron los sonidos del movimiento, el crujido de la leña al partirse, un ligero tintineo de sartenes. En la penumbra gris, Madre se sentó de pronto. Tom pudo ver su rostro, hinchado de sueño. Ella miró a la ventana durante un momento. Y luego apartó la manta y cogió su vestido. Todavía sentada, se lo metió por la cabeza, puso los brazos en alto y dejó caer el vestido hasta la cintura. Se puso de pie y tiró del vestido hacia abajo. Después, descalza, se acercó con cuidado a la ventana y miró afuera y, mientras miraba a la luz creciente, con dedos rápidos destrenzó su cabello, lo alisó y lo volvió a trenzar. Entonces juntó las manos delante de sí y se quedó inmóvil un momento. La ventana iluminaba intensamente su rostro. Se volvió, andando con cuidado entre los colchones y cogió el farol. La pantalla chirrió y ella encendió la mecha.

Padre se dio una vuelta y la miró gruñendo. Ella dijo:

—Padre, ¿tienes más dinero?

—¿Eh? Sí. Un vale por sesenta centavos.

—Bien, levántate y ve a comprar algo de harina y manteca. Deprisa.

Padre bostezó.

—Quizá la tienda no esté abierta.

—Haz que la abran. Tenéis que comer algo. Hay que ir a trabajar.

Padre se puso el mono y la chaqueta de color de óxido. Fue perezosamente hacia la puerta, bostezando y estirándose.

Los niños despertaron y miraron desde debajo de la manta, como ratones. Una luz pálida llenaba ahora la habitación, pero luz sin color, antes del sol. Madre echó una ojeada a los colchones. El tío John estaba despierto. Al dormía profundamente. Sus ojos se movieron hacia Tom. Durante un instante le miró y luego se acercó con rapidez a él. Su rostro estaba inflamado y azul y había sangre seca y negra en los labios y la barbilla. Los bordes de la herida de la mejilla estaban juntos y tensos.

—Tom —susurró ella—, ¿qué ha pasado?

—Sh —dijo Tom—. No hables alto. Me metí en una pelea.

—¡Tom!

—No pude evitarlo, Madre.

Ella se arrodilló a su lado.

—¿Te has metido en líos?

El tardó en contestar.

—Sí —dijo—. En líos. No puedo salir a trabajar. Tengo que esconderme.

Los niños se acercaron a cuatro patas, mirando con codicia.

—¿Qué le ha pasado, Madre?

—Sh —dijo Madre—, id a lavaros.

—No tenemos jabón.

—Bueno, pues usad agua.

—¿Qué le pasa a Tom?

—Callaos. Y no se lo digáis a nadie.

Ellos se apartaron y se acuclillaron apoyados en la pared más alejada, sabiendo que no serían inspeccionados.

Madre preguntó:

—¿Es mucho?

—Tengo la nariz rota.

—Me refiero al problema.

—Sí. ¡Mucho!

Al abrió los ojos y miró a Tom.

—Vaya, ¡por el amor de Dios! ¿En qué te metiste?

—¿Qué pasa? —preguntó el tío John.

Padre llegó pisando fuerte.

—Estaba abierta —puso una bolsa muy pequeña de harina y un paquete de manteca en el suelo junto
a
la cocina—. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó.

Tom se apoyó en un codo un momento y luego se recostó.

—Dios, sí que estoy débil. Os lo voy a contar una vez, a todos. ¿Qué hay de los niños?

Madre los miró, acurrucados contra la pared.

—Id a lavaros la cara.

—No —dijo Tom—. Tienen que oírlo. Tienen que saber. Si no saben, se pueden ir de la lengua.

—¿Qué diablos es esto? —exigió Padre.

—Ya os lo digo. Anoche salí a ver qué eran esos gritos. Y me encontré con Casy.

—¿El predicador?

—Si, padre. El predicador, que estaba de líder de la huelga. Fueron a por él.

Padre exigió:

—¿Quién fue a por él?

—No lo sé. La misma clase de tipos que nos hicieron dar la vuelta en la carretera aquella noche. Tenían mangos de picos —hizo una pausa—. Le mataron. Le abrieron la cabeza. Yo estaba allí. Me volví loco. Agarré el mango —volvió a ver la noche, la oscuridad, las linternas, mientras hablaba—. Le di con el palo a uno.

Madre se atragantó. Padre se puso rígido.

—¿Le mataste? —preguntó quedamente.

—No lo sé. Estaba loco. Lo intenté.

Madre preguntó:

—¿Te vieron?

—No lo sé. No lo sé. Supongo que sí. Nos tenían enfocados con las linternas.

Madre le miró a los ojos un instante.

—Padre —dijo—, rompe algunas cajas. Tenemos que desayunar. Ruthie, Winfield, si alguien os pregunta, Tom está enfermo, ¿entendido? Si decís algo, le meterán en la cárcel. ¿Habéis oído?

—Sí.

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