Las nieves del Kilimanjaro (4 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

BOOK: Las nieves del Kilimanjaro
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—Es un fastidio —dijo en voz alta.

—¿Qué, queridito?

—Todo lo que dura mucho.

Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.

—He estado escribiendo —dijo él—, pero me cansé.

—¿Crees que podrás dormir?

—Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?

—Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó a la mujer.

—No. Tengo un poco de sueño.

—Yo también.

En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.

—Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad —le dijo más tarde.

—Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.

—¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?

Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.

—Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.

Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.

—Dile que se marche.

No se fue, sino que se acercó aún más.

—¡Qué aliento del demonio tienes! —le dijo a la muerte—. ¡Tú, asquerosa bastarda!

Se acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:

—Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.

No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.

Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

Ya era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando
kerosene
y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.

—¿Qué te pasa, amigo? —preguntó el aviador.

—La pierna —le respondió Harry—. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?

—Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.

Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.

—Te llevaré en seguida —dijo—. Después volveré a buscar a la
Mem
. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.

—¿Y el té?

—No importa; no te preocupes.

Los negros levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compton vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era gris-amarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compton miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.

Por último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compton volvió la cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.

En aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.

—¡Molo! —llamó—. ¡Molo! ¡Molo!

Y después dijo:

—¡Harry! ¡Harry! —Y levantando la voz—: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!

No hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar.

Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.

Notas

[1]
Juego que se desarrolla en un tablero doble, con fichas y dados, parecido al de damas
(N. del T.)
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[2]
Cazadores imperiales.
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