Las nieblas de Avalón (35 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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La sacerdotisa tardó mucho tiempo en regresar. Al oscurecer, Viviana ordenó a la otra ayudante que le llevara comida, a fin de romper su largo ayuno. Entonces volvió la primera.

—Señora —saludó, muy pálida.

A Viviana se le hizo un nudo en la garganta. Por algún motivo se acordó de cierta sacerdotisa que, después de alumbrar a una criatura no deseada, se había ahorcado en el robledal. «¡Morgana! ¿Aquélla era, acaso, la advertencia de la Muerte?»

—Te ordené que me trajeras a la señora Morgana —dijo con la boca seca.

—No puedo, señora.

Viviana se levantó, su expresión era terrible. La joven sacerdotisa retrocedió tan precipitadamente que estuvo a punto de tropezar con sus faldas.

—¿Qué le ha pasado a la señora Morgana?

—Señora… —tartamudeó la joven—… no estaba en su cuarto. Pregunté por todas partes. En su cuarto… encontré esto.

Le mostró el velo y la sobreveste de ciervo, la medialuna de plata y la pequeña hoz que le habían entregado en la ceremonia de iniciación.

—En la orilla me dijeron que había llamado a la barca para ir a tierra. Todos pensaron que era por orden vuestra.

Viviana aspiró largamente; luego cogió la daga y la medialuna. Mientras contemplaba el plato servido la asaltó una terrible sensación de debilidad. Entonces se sentó a comer un poco de pan y bebió una taza de agua del pozo sagrado. Luego dijo:

—No es culpa tuya. Perdóname por haberte hablado con dureza.

Mantuvo una mano apoyada en el pequeño cuchillo de su sobrina. Por primera vez en su vida vio palpitar la vena en la muñeca y se preguntó si sería fácil abrirla, dejando manar la vida. «Así la Parca habría venido, no por Morgana, sino por mí. Si ha de correr sangre, que sea la mía.»

Pero Morgana no se había matado. Sin duda alguna había ido a reunirse con su madre, en busca de consuelo y consejo. Ya regresaría. Y si no, estaba en manos de la Diosa.

Ya sola otra vez, Viviana abandonó su casa y, bajo el pálido resplandor de la luna recién nacida, subió por el sendero hacia su espejo.

«Arturo ya ha sido coronado rey —pensó—; todo aquello por lo que he trabajado durante los últimos veinte años está cumplido. No obstante, heme aquí, sola y doliente. Hágase la Diosa su voluntad, pero quiero ver una vez más la cara de mi hija, de mi única hija, antes de morir. Quiero saber que estará bien. En tu nombre, Madre.»

Pero en la cara del espejo sólo había silencio y sombras, y más allá y a través de ellos, una espada en manos de su hijo Balan.

HABLA MORGANA…

Los pequeños remeros morenos no me miraron dos veces; estaban habituados a que Viviana fuera y viniera vestida como se le antojaba; lo que una sacerdotisa decidiera hacer estaba bien para ellos. Ninguno tuvo la presunción de dirigirme la palabra. En cuanto a mí, no aparté la mirada del mundo exterior.

Podría haber huido de Avalón por el camino escondido. Si usaba la barca, Viviana se enteraría… Pero lo que me impedía usar el sendero oculto era el miedo a que mis pasos no me llevaran a tierra firme, sino a aquel país desconocido, de flores y árboles extraños, jamás tocados por la mano del hombre, donde el sol no brillaba nunca y los ojos burlones del hada me llegaban al fondo del alma. Aún tenía las hierbas guardadas en una bolsita atada a la cintura, pero mientras la embarcación se adentraba en las brumas del lago la dejé caer al agua. Me pareció que algo brillaba bajo la superficie… un destello de oro, quizás una joya. Pero apañé la vista, pues sabía que los remeros estaban esperando a que levantara las brumas.

Avalón quedaba atrás. Renunciaba a ella. No sería títere de Viviana; no daría un hijo a mi hermano para cumplir algún secreto objetivo de la Dama del Lago. Por algún motivo, nunca dudé que fuera varón. Si hubiera pensado que era niña habría permanecido en Avalón para dársela a la Diosa. En todos los años transcurridos nunca he dejado de lamentar que la Diosa me enviara un varón, y no una niña para servir en su templo y en su bosque.

Pronuncié las palabras mágicas por última vez (eso creía entonces) y las brumas se retiraron. Cuando llegamos a la costa observé los tristes juncos, pensando: «Sólo esto es real… Los años pasados en Avalón son sólo un sueño que desaparecerá cuando despierte».

Llovía; las gotas alzaban frías salpicaduras en el lago. Cubriéndome la cabeza con el grueso manto, desembarqué en la costa real. Por un momento seguí con la mirada la barca que se esfumaba nuevamente en la niebla; luego le volví resueltamente la espalda.

Sabía con certeza adónde tenía que ir. A Cornualles no, aunque anhelaba con toda el alma el país de mi infancia; Igraine me habría recibido bien, pero estaba contenta entre los muros del convento y era mejor que permaneciera allí, sin tribulaciones. Tampoco se me ocurrió acudir a Arturo, aunque sin duda me habría compadecido y amparado; pero había recibido una educación cristiana, y no tenía que saber jamás que había engendrado un hijo en lo que, para él, era un horrible pecado.

En cuanto a mí, ningún sacerdote me asediaba. El niño que llevaba en el vientre (concluí con firmeza) no había sido engendrado por hombre mortal, sino por el Astado, el Macho rey, tal como correspondía al primer hijo de una sacerdotisa consagrada.

Así encaminé mis pasos hacia el norte, sin que me acobardara el largo viaje por pantanos y colinas que me llevarían finalmente al reino de Orkney y a mi tía Morgause.

LIBRO II

La gran reina

1

M
uy al norte, donde reinaba Lot, la nieve se amontonaba en las montañas, e incluso a mediodía era frecuente una neblina de apariencia crepuscular. En los raros días en que brillaba el sol. los hombres podían salir a cazar, pero las mujeres seguían encerradas en el castillo. Morgause, que movía perezosamente el huso (hilar le resultaba tan detestable como siempre, pero en la habitación había demasiada oscuridad para labores más finas), levantó la mirada al sentir la corriente helada de la puerta.

—Hace mucho frío, Morgana —dijo en tono de leve reproche—. Te has quejado de frío todo el día, ¿y ahora quieres convertirnos en carámbanos?

—No me quejaba —dijo la joven—. ¿Acaso he dicho una palabra? Pero el ambiente está más viciado que el de una letrina y el humo apesta. Quiero respirar, ¡nada más! —Cerró la puerta de un empellón y volvió al fuego, temblando y frotándose las manos—. Desde principios de verano no he dejado de tener frío.

—No lo dudo —dijo Morgause—. Ese pequeño pasajero que llevas te roba todo el calor de los huesos. Él está cómodo y abrigado mientras su madre tiembla. Siempre sucede lo mismo.

—Al menos ya ha pasado la Navidad; ahora amanece más temprano y oscurece más tarde —dijo una de las damas—. Dentro de un par de semanas tendrás a tu recién nacido en los brazos.

Morgana, sin responder, se plantó junto al fuego, estremecida y frotándose las manos como si le dolieran. Parecía su fantasma: la cara se le había afilado adquiriendo una delgadez cadavérica; las manos esqueléticas contrastaban con el abultado vientre. Tenía grandes ojeras y los párpados enrojecidos, como llagados de tanto llorar; sin embargo, en todas las lunas que llevaba en la casa. Morgause no la había visto derramar una sola lágrima.

«Me gustaría consolarla, pero ¿cómo, si no llora?»

Llevaba un vestido viejo de su tía y una sobreveste azul oscuro, raída y grotescamente larga. Su aspecto era desgarbado, casi harapiento, y a Morgause la exasperaba que no se hubiera tomado siquiera el trabajo de acortarla un poco. Tenía los tobillos tan hinchados que sobresalían de los zapatos, como consecuencia de comer sólo hortalizas secas y carnes saladas, lo único que había en aquella época del año. Todos necesitaban comer caliente. Tal vez los hombres tuvieran suerte en la cacería; entonces tendrían carne fresca y quizás algunas hierbas del arroyo; eso era lo que deseaba cualquier embarazada, sobre todo en las postrimerías del invierno.

Su hermosa cabellera también estaba enmarañada en una trenza floja; parecía llevar semanas sin rehacerla. Por fin cogió un peine que tenían siempre a mano y, volviendo la espalda al fuego, alzó uno de los perritos falderos de Morgause para peinarlo. «Harías mejor en peinarte tú misma», pensó su tía; pero no dijo nada. En los últimos tiempos la joven estaba tan irritable que no había modo de hablar con ella. Era natural, tan cerca de la fecha. Al sentir los tirones del peine en el pelo apelmazado, el perrillo lanzó un chillido; Morgana lo acalló con una voz mucho más suave de la que ningún ser humano le había oído en aquellos días.

—Ya no puede faltar mucho, Morgana —dijo la reina delicadamente—. Cuando comience febrero ya habrá pasado, sin duda.

—No veo la hora. —Morgana dio una última palmada al perro y lo puso en el suelo—. Bueno, ahora estás decente, cachorro. ¡Qué bonito estás con ese pelo tan suave!

—Voy a avivar el fuego —dijo una de las mujeres, llamada Beth, arrimando la rueca a un cesto de lana—. Los hombres ya han de estar en casa; ha oscurecido. —Mientras caminaba hacia el hogar tropezó con un palo suelto y estuvo a punto de caer—. Gareth, diablillo, ¿quieres recoger estas basuras?

Arrojó el palo al fuego y Gareth, de cinco años, lanzó un aullido de indignación: ¡aquella astilla era uno de sus soldados!

—Bueno, hijo, es de noche y tus soldados tienen que volver al campamento —intervino Morgause enérgica.

El niño, mohíno, llevó su ejército a un rincón, pero apartó uno o dos soldados para guardarlos cuidadosamente en un pliegue de su túnica. Eran mayores que los otros y Morgana, semanas antes, los había tallado en una tosca representación de hombres con yelmo y armadura, teñidas las capas de carmesí conjugo de bayas.

—¿Me haces otro caballero romano, Morgana?

—Ahora no, Gareth —contestó—. Me duelen las manos por el frío. Quizá mañana.

Él se apoyó en su rodilla, ceñudo y exigente:

—¿Cuándo tendré edad para ir de caza con padre y Agravaín?

—Faltan unos cuantos años, supongo. —Morgana sonrío—. Será cuando tengas la estatura suficiente para no perderte en los ventisqueros.

—¡Ya soy alto! —dijo el niño estirándose—. ¡Mira: cuando estás sentada soy más alto que tú, Morgana! —Le dio una patada a una silla, inquieto—. ¡Aquí no hay nada que hacer!

—Bueno, puedo enseñarte a hilar para que no te aburras —dijo Morgana.

Pero el niño hizo una mueca y se apartó.

—¡Voy a ser caballero! ¡Los caballeros no hilan!

—Es una pena —observó Beth, agria—. Si supieran lo que cuesta hilar no gastarían tanto las capas y las túnicas.

—Pero hubo un caballero que hilaba, según cuenta la leyenda. —Morgana alargó los brazos hacia el niño—. Ven aquí. No, siéntate en el banco. Ya pesas mucho para que te tenga en el regazo. Hace mucho tiempo, antes de que vinieran los romanos, había un caballero llamado Aquiles sobre el que pesaba una maldición. Una anciana hechicera dijo a su madre que moriría en combate, y ésta le puso faldas y lo escondió entre las mujeres, donde aprendió a hilar, a tejer y hacer todo lo que hacen las doncellas.

—¿Y murió en combate?

—Por supuesto que sí: cuando pusieron sitio a la ciudad de Troya, Aquiles acudió con todos los guerreros y resultó el mejor de todos.

—Cuando esté en la corte y sea uno de los caballeros de Arturo —aseveró Gareth, con los ojos redondos como platos—, seré el mejor guerrero y en las justas ganaré todos los premios. ¿Qué fue de Aquiles?

—No lo recuerdo. Hace mucho tiempo que oí ese cuento —respondió Morgana, llevándose las manos a la espalda, como si le doliera.

—Háblame de los caballeros de Arturo, Morgana. Conoces a Lanzarote, ¿verdad?

—No la molestes, Gareth, no se encuentra bien —advirtió Morgause—. Corre a las cocinas, a ver si pueden darte una torta de avena.

El niño, aunque ceñudo, sacó su caballero de madera y se fue hablándole por lo bajo:

—Bueno, señor Lanzarote, saldremos a matar a todos los dragones del lago…

—No habla más que de guerras y de su preciado Lanzarote —comentó Morgause impaciente—. ¡Como si no bastara con tener a Gawaine lejos, combatiendo con Arturo! Cuando Gareth sea mayor, espero que haya paz en este país.

—Habrá paz —dijo Morgana distraída—, pero no servirá de nada, pues él morirá a manos de su mejor amigo…

—¿Qué? —gritó su tía mirándola fijamente.

Pero la joven tenía los ojos perdidos, vacuos. Morgause la sacudió delicadamente, inquiriendo:

—Hija, ¿te encuentras mal?

Morgana parpadeó. Luego negó con la cabeza.

—Perdona. ¿Qué me decías?

—¿Qué te decía? Más bien, ¿qué me decías tú a mí? —Pero la expresión inquieta de su sobrina le erizó la piel. Entonces le acarició la mano, desechando aquellas lúgubres palabras como producto de un delirio. Prefería no pensar que la muchacha había tenido un momento de videncia—. Supongo que estabas soñando con los ojos abiertos. Tienes que cuidarte más, Morgana. Casi no comes, no duermes…

—La comida me repugna —suspiró la joven—. Ojalá fuera verano para comer fruta… Anoche soñé que comía las manzanas de Avalón…

Le tembló la voz; bajó la cabeza para que Morgause no viera las lágrimas que le pendían de las pestañas, pero apretó los puños para no llorar.

—Todos estamos hartos del pescado salado y el tocino ahumado —dijo su tía—. Pero si Lot ha tenido buena caza podrás comer carne fresca. Tu preparación de sacerdotisa te ha habituado a ayunar, pero tu hijo no puede soportar el hambre y la sed. Y estás demasiado delgada.

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