Las nieblas de Avalón (26 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Nuevamente el silencio, acentuado por el contraste, exceptuando los jadeos sofocados de la profetisa en trance.

—Ah, ah… Me quemo, me quemo… Ha llegado la hora, ha llegado la hora…

Y cayó nuevamente en el silencio preñado de espanto.

—¡Corren! Corren primavera bramando, corren. Luchan, eligen a su rey… Ah, la sangre, la sangre… y el mayor de todos corre, y hay sangre en las astas de su orgullo…

Una vez más se hizo el silencio. Tras la oscuridad de sus párpados, Morgana vio otra vez lo que había entrevisto y olvidado en el cuenco de plata: un hombre entre los ciervos, luchando, combatiendo.

—Es el hijo de la Diosa, corre, corre… El Astado tiene que morir… y el Astado tiene que ser coronado… La Virgen Cazadora tiene que atraer al rey y entregar su virginidad al Dios… Ah, el antiguo sacrificio, el antiguo sacrificio… Me quemo, me quemo…

Y las palabras empezaron a atropellarse entre sí, hasta morir en un grito largo y sollozante. Detrás de ella, a través de los párpados cerrados, Morgana vio caer a Cuervo sin sentido y quedar tendida en el suelo. Sus jadeos eran el único ruido en el silencio, cada vez más profundo.

En algún lugar cantó un búho: una, dos, tres veces.

De la oscuridad salieron las sacerdotisas, mudas y oscuras, con el destello azul en la frente. Levantaron tiernamente a Cuervo para llevársela. Levantaron también a Morgana, y una le apoyó dulcemente la cabeza en su pecho. Luego no supo más.

Tres días después, cuando hubo recobrado un poco las fuerzas, Viviana mandó a buscarla.

Morgana trató de vestirse sola, pero aún estaba débil y tuvo que aceptar la ayuda de una de las sacerdotisas jóvenes. El largo ayuno, la terrible debilidad causada por las hierbas rituales y la tensión de la ceremonia, aún le agarrotaban el cuerpo. Había comido algo, pero le palpitaba la cabeza y en su ciclo de la luna nueva sangraba con una violencia inusitada; también debía de ser efecto de las hierbas sagradas. Habría preferido que su tía la dejara recuperarse en calma, pero su voluntad era la de la Diosa. Una vez vestida, peinada y con la media luna azul retocada con tinta fresca, marchó hacia la casa de la suma sacerdotisa.

Aquel día el hogar no estaba encendido y Viviana se paseaba por el fondo de la habitación con una sencilla túnica de lana sin teñir y el pelo cubierto por una capucha. Estaba arrugada y ojerosa. Morgana pensó: «Por supuesto; si los ritos nos hicieron caer enfermas a Cuervo y a mí, que somos jóvenes y fuertes, ¿cómo no a Viviana, que ha envejecido al servicio de la Diosa?»

Entonces su tía se volvió hacia ella con una sonrisa afectuosa y Morgana volvió a sentir la vieja oleada de amor y ternura.

Viviana le señaló un asiento.

—¿Te has recuperado, hija?

Morgana se dejó caer en el banco: pese a lo breve de la caminata, estaba exhausta. Respondió con un gesto negativo.

—Lo sé —dijo la Dama—. A veces, cuando no saben cómo vas a reaccionar, te dan demasiado. La próxima vez no te lo tragues todo; calcula tú misma la cantidad que te dará videncia sin ponerte enferma. Ya has llegado a una etapa en que puedes atemperar la obediencia a tu criterio.

Por algún motivo, aquellas palabras quedaron resonando en la mente de Morgana, hasta que cabeceó para despejarla y escuchar a Viviana.

—¿Cuánto entendiste de la profecía de Cuervo?

—Muy poco —reconoció—. Para mí fue misteriosa. No sé muy bien para qué estaba yo allí.

—En parte para prestarle tu fuerza —dijo su tía—. No es fuerte; vomitó sangre y aún sigue. Pero no morirá.

Morgana alargó una mano para apoyarse, invadida por una náusea que la dejó pálida y mareada. Sin excusarse, se levantó para salir y vomitó el pan y la leche que había comido aquella mañana. Al terminar, una de las jóvenes ayudantes estaba allí para limpiarle la cara con un paño húmedo, que olía a hierbas perfumadas. Viviana la sostuvo para que volviera a entrar y le entregó una taza pequeña.

—Bébelo despacio —dijo.

Ardía en la lengua y, por un momento, tuvo más náuseas: era el fuerte licor que destilaban las Tribus del norte. Pero después de tragarlo notó un fuerte calor en el estómago vacío, y al poco rato se encontró mejor, más segura, casi eufórica.

—Esta noche podrás comer —dijo la Dama. Y sonó como una orden—. Bueno, hablemos de la profecía de Cuervo.

En los tiempos antiguos, mucho antes de que los druidas llegaran aquí desde los templos hundidos, en las costas del mar interior habitaba el pueblo de las hadas, del que descendemos tú y yo. Y como vivían de la caza y la recolección de frutos, su reina y sacerdotisa aprendió a convocar a los ciervos para pedir a sus espíritus que sacrificaran la vida por la de la Tribu. Pero un sacrificio ha de ser pagado con otro: los ciervos morían por la Tribu y uno de los nuestros tenía, a su vez, que correr el riesgo de que a cambio los ciervos le quitaran la vida. De ese modo se mantenía el equilibrio. ¿Lo comprendes, querida?

Ante la desacostumbrada expresión cariñosa, Morgana se preguntó vagamente: «¿Me está diciendo que seré yo la sacrificada por la Tribu? No me importa. Mi vida está consagrada a la Diosa.»

—Comprendo, madre. Al menos, eso creo.

—La Madre de la Tribu escogía un consorte todos los años. Y como éste aceptaba entregar su vida por la tribu, siempre tenía alimentos en abundancia y todas las mujeres eran suyas, a fin de que él, por ser el mejor y el más fuerte, engendrara a sus hijos. Pasado el año, el elegido se ponía una cornamenta y una túnica de piel sin curtir, para que los ciervos lo tomaran por uno de ellos; luego corría con el rebaño, impelido por el encantamiento de la Madre Cazadora. Pero por entonces la manada también había escogido a su Macho rey, que a veces olfateaba al desconocido y se lanzaba contra él. Entonces el Astado moría.

A Morgana volvió a recorrerla el mismo escalofrío que había experimentado al ver aquel rito en el Tozal. «El rey del año tiene que morir para que viva su pueblo.»

—Bueno, ha pasado el tiempo, Morgana —continuó Viviana con voz queda—, y esos ritos antiguos ya no son necesarios, pues cultivamos cebada y no derramamos sangre en el sacrificio. Sólo en períodos de gran peligro exige la Tribu un conductor así. Y Cuervo ha previsto ese peligro. Por eso, una vez más, será preciso poner a prueba a quien arriesgue la vida por su pueblo, a fin de que éste lo siga hasta la muerte. ¿Me has oído mencionar el Gran Matrimonio?

Morgana asintió; de él había nacido Lanzarote.

—Las Tribus de las hadas y las del norte han recibido un gran conductor. El elegido será puesto a prueba por el rito antiguo. Y si sobrevive (lo cual dependerá, hasta cierto punto, de la fuerza con que la Doncella cazadora pueda encantar a los ciervos), se convertirá en el Astado, el Macho rey, consorte de la Virgen cazadora, coronado con la cornamenta del dios. Hace años, Morgana, te dije que tu virginidad pertenecía a la Diosa. Ahora ella requiere que la sacrifiques al dios Astado. Vas a ser la Virgen cazadora, la esposa del Astado. Has sido escogida para tal servicio.

En el cuarto reinaba un gran silencio, como si estuvieran nuevamente en el centro del círculo de piedras. Morgana no se atrevió a quebrarlo. Por fin, sabiendo que Viviana esperaba alguna palabra de consentimiento, inclinó la cabeza.

—Mi cuerpo y mi alma pertenecen a ella para hacer su voluntad —susurró—. Y tu voluntad es la suya, madre. Que así sea.

15

D
esde su llegada, Morgana había salido de Avalón sólo dos o tres veces y por poco tiempo.

Ahora el tiempo y el espacio ya no le interesaban. La habían sacado de la isla al amanecer, en silencio, envuelta en mantos y velos y en una litera cerrada, para que ni siquiera el sol pudiera iluminar su cara. En menos de un día de viaje perdió toda noción del rumbo y de la distancia, sumida en la meditación. En ocasiones se había resistido al trance del éxtasis. Ahora lo recibía de buen grado, abriendo la mente a la Diosa e implorándole que la poseyera en cuerpo y alma.

Cayó la noche; una luna casi llena asomó entre las cortinas de la litera. Cuando los portadores se detuvieron no supo dónde estaba ni le interesó. Iría a donde la llevaran, pasiva, ciega, en trance, consciente sólo de que iba al encuentro de su destino.

Estaba dentro de una casa. Una mujer desconocida le llevó pan y miel, que ella no tocó (no quebraría el ayuno hasta la comida ritual), y agua, que bebió con fruición. Había una cama puesta de modo que la luna cayera sobre ella; cuando la mujer quiso cerrar los postigos, Morgana se lo impidió con un gesto imperioso. Pasó gran parte de la noche en trance, sintiendo el tacto del claro de luna, vagando entre el sueño y la vigilia como un viajero inquieto. En su mente parpadeaban imágenes extrañas: su madre, inclinada hacia el rubio intruso Gwydion, más adusta que acogedora. Viviana, llevándola en el extremo de una cuerda, como a una bestia para el sacrificio. Cuervo, gritando sin sonido. Una gran figura astada, mitad hombre, mitad animal, que apartaba bruscamente una cortina para entrar a grandes pasos. Despertó, incorporándose, pero allí no había nadie; sólo el claro de luna y la desconocida que dormía a su lado. Se acostó inmediatamente; esta vez durmió profundamente y sin soñar.

La despertaron una hora antes del amanecer. Ahora estaba espabilada y muy consciente de todo: el aire frío, la neblina rosada, el fuerte olor de la mujercilla morena, con sus prendas de piel mal curtida. Todo tenía bordes nítidos y colores intensos, como si acabara de surgir de la mano de la Diosa. Las mujeres morenas intercambiaban susurros en un lenguaje del que sólo comprendió algunas palabras.

Después de un rato, la más anciana le llevó agua fresca. Morgana se lo agradeció inclinándose en el saludo de una sacerdotisa a otra: luego se preguntó por qué. La mujer era anciana; su pelo era casi completamente blanco y en su piel oscura se veían borrosas manchas azules, pero lucía sobre las prendas imperfectas una capa de piel de ciervo con símbolos mágicos. Su porte era tan autoritario como el de la misma Viviana; la joven comprendió que era la madre y sacerdotisa tribal.

Con sus propias manos, la mujer comenzó a prepararla para el rito. La desnudó por completo y le pintó de azul las plantas de los pies y de las manos; renovó la media luna de su frente; en el pecho y en el vientre le dibujó la luna llena y, encima del vello pubiano, la luna nueva. Brevemente, casi como por compromiso, le separó las piernas para hurgar un poco. No encontró nada, pues Morgana estaba intacta, pero ésta experimentó un momento de temor casi placentero. Y en aquel momento se percató de que tenía un hambre casi feroz. Se le había enseñado a no hacer caso del hambre, y al cabo de un rato ésta desapareció.

Al amanecer la sacaron cubierta por una capa como la de la anciana, con los signos mágicos de la luna y la cornamenta. Una parte de su mente, muy remota, sintió un momentáneo desprecio por aquellos símbolos de un misterio mucho más antiguo que la sabiduría druida, pero desapareció de inmediato. La casa de piedra quedó atrás; frente a ella había otra, hacia la que estaban conduciendo a un joven. No pudo verlo con claridad, pues el sol naciente le daba en los ojos, pero era alto, de pelo rubio y cuerpo musculoso. Los hombres de la tribu, sobre todo un anciano con músculos de herrero, lo estaban pintando con hierba pastel; lo untaron con grasa de ciervo y lo cubrieron con una piel de ciervo sin curtir. En la cabeza le pusieron la cornamenta. A una indicación, él cabeceó para comprobar que se mantuviera firme. Morgana observó el orgulloso balanceo de aquella cabeza joven y sintió de pronto un ramalazo de sensibilidad en lo más íntimo de su cuerpo.

«Éste es el Astado, el dios, el consorte de la Virgen cazadora…»

Le ataron el cabello con una guirnalda de bayas carmesíes y la coronaron con las primeras flores de primavera. La Madre de la tribu se quitó un precioso collar de oro y hueso para ponérselo al cuello; pesaba como la magia misma. Le pusieron algo en la mano: un tambor de cuero tensado, y oyó que su mano lo hacía sonar.

Estaba en la ladera de una colina, encima de un valle desbordante de bosques, desierto y silencioso; sin embargo, Morgana percibió la vida: ciervos que pisaban con pezuñas delgadas y silenciosas, animales que trepaban a los árboles, pájaros que anidaban, impulsados por la marea de la primera luna llena primaveral. Dio media vuelta para mirar atrás. Sobre ellos, tallada en blanco en la piedra caliza, se veía una figura monstruosa: ¿un ciervo lanzado a la carrera, un hombre con el falo erecto?

No vio al joven que estaba a su lado: sólo percibió el torrente de la vida. El tiempo cesó, volvió a ser transparente. El tambor estaba otra vez en manos de la anciana, aunque Morgana no recordara habérselo devuelto. Con los ojos deslumbrados por el sol, sintió la cabeza del Dios entre las manos y lo bendijo. Había algo en su rostro… Antes de que se levantaran aquellas colinas había conocido aquel rostro, aquel hombre, su consorte, desde el principio del mundo. No oyó sus palabras rituales, pero sí la fuerza que las impulsaba: «Ve y conquista…, corre con los ciervos… veloz y fuerte como las mareas de primavera… por siempre benditos los pies que aquí te trajeron…

»Los ciervos corren en el bosque y con ellos nuestra vida. El Macho rey del mundo los derribará, el rey ciervo, el Astado bendecido por la Madre ha de triunfar…»

Era como un arco tensado con la flecha del poder. Tocó al Astado, liberándolo, y todos se alejaron corriendo como el viento en la ladera. Morgana sintió que el poder la abandonaba y se derrumbó silenciosamente; un frío húmedo le subió por el cuerpo, pero estaba inconsciente, en trance de videncia.

Aunque parecía yacer sin vida, una parte de ella corría con los hombres de la tribu. Los seguían gritos, como ladridos: eran las mujeres, que aceleraban la persecución.

En el cielo se elevaba el sol, la gran Rueda de la Vida que giraba en el firmamento, persiguiendo infructuosamente a su divino consorte, el Hijo oscuro.

De pronto se los tragó la penumbra del bosque; dejaron de correr para moverse pausadamente con pies silenciosos, imitando el paso delicado de los ciervos. Eran, en verdad, ciervos que seguían la cornamenta del Dios, vistiendo los mantos que hechizaban a los animales, llevando los collares que simbolizaban la vida como cadena infinita: vivir, comer, reproducirse, morir y ser comido, para alimentar a los hijos de la Madre. «Abraza a tus hijos, Madre, que tu Macho rey tiene que morir para alimentar la vida de su Hijo oscuro…»

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