Las nieblas de Avalón (14 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Pasado Samhain, llegó al castillo una buhonera, envuelta en harapos y chales desgarrados, fatigada y con llagas en los pies. No estaba muy limpia, pero Igraine le dio un lugar junto al fuego y una escudilla de estofado de cabra, le vendó los pies y le compró dos agujas. Después, considerando que se lo había ganado, preguntó a la mujer si había noticias del norte.

—Soldados, señora —dijo la anciana, suspirando—. Y los sajones también se están congregando en los caminos del norte. Y una batalla… y Uther, con los sajones al norte y el duque de Cornualles que va contra él desde el sur. Guerra en todas partes, hasta en la isla Sagrada.

—¿Vienes de la isla Sagrada? —inquirió Igraine.

—Sí, señora. Me sorprendió la noche en aquellos lagos y me perdí en la bruma. Los curas me dieron pan seco y quisieron que oyera misa y me confesara, pero ¿qué pecados tiene una vieja como yo? Todos han quedado atrás, olvidados y perdonados, y ya no los lamento —dijo con una risa cascada—. Los viejos y los pobres tenemos pocas oportunidades de pecar, como no sea dudando de la bondad divina. Y como dentro de la iglesia hacía más frío que fuera, me adentré en la niebla. Luego vi una barca y de algún modo llegué a la isla Sagrada, donde las mujeres de la Dama me dieron comida y lumbre, como vos… Je, je, je…

—¿Viste a la Dama? —quiso saber Igraine, inclinándose para mirarla de frente—. Oh, dame noticias de ella, es mi hermana.

—Sí, eso me dijo y me dio un mensaje para vos. Por eso he venido, cruzando esos páramos. Ahora… ¿qué fue lo que me dijo? Pobre de mí, no recuerdo. Creo que perdí el mensaje entre las brumas que rodean la isla Sagrada. ¿Sabéis qué me dijeron los curas? Que la isla Sagrada ya no existe, que Dios la ha hundido en el mar.

Se detuvo, doblándose por la risa. Igraine esperaba; por fin preguntó:

—Háblame de la Dama de Avalón. ¿La viste?

—Oh, claro que la vi. No se parece a vos; es como el pueblo de las hadas, menuda y morena. —Los ojos de la mujer cobraron brillo—. ¡Ahora recuerdo el mensaje! Era: «Di a mi hermana Igraine que tiene que recordar sus sueños y no perder las esperanzas.» Y yo me eché a reír… ¿De qué sirven los sueños? Ah sí, y también esto: que en la temporada de la cosecha tuvo un hermoso varón. Y que está bien, contra todo lo que cabía esperar. Y que ha dado al niño el nombre de Galahad.

Igraine dejó escapar un largo suspiro de alivio. Así que Viviana, había sobrevivido al parto, pese a todo. La vendedora ambulante prosiguió:

—Y agregó que era hijo de un rey y que era justo que el hijo de un rey sirviera a otro. ¿Comprendéis algo de eso, señora? Suena a delirios y disparates.

La mujer se deshizo en risas y, encorvada en sus harapos, alargó las manos flacas hacia el calor del fuego. Pero Igraine conocía el significado del mensaje. «El hijo de un rey tiene que servir a otro.» Viviana había tenido un hijo del rey Ban, de la baja Britania, tras el rito del Gran Matrimonio. Y si Igraine, como lo anunciaba la profecía, daba un hijo a Uther, gran rey de Britania, el uno tendría que servir al otro. Durante un momento se sintió al borde de la misma risa histérica que encorvaba a aquella anciana demente. «¡La novia aún no ha sido desflorada y henos aquí, disponiendo la crianza de los hijos!»

En su exultante estado vio a aquellos niños, el que había nacido y el que tenía que nacer, rodeándola como sombras entre la luz parpadeante del fuego: uno moreno y esbelto, con los ojos de Viviana; el otro alto y delgado, con el pelo brillante como el de los norteños. Y luego, centelleando al fulgor de las llamas, vio la Sagrada Regalía de los druidas, que se conservaba en Avalón desde que los romanos incendiaran los bosques sagrados: el plato, la copa, la espada y la lanza, centelleantes ante los cuatro elementos: el plato por la tierra, la copa por el agua, la espada por el fuego y la lanza o vara por el aire. Se dijo, soñolienta, que había una parte de regalía para cada uno de ellos. «Qué suerte…»

Parpadeó con energía, obligándose a erguir la espalda. El fuego se había reducido a ascuas. La anciana dormía, con los pies arropados bajo chales y harapos. El salón estaba casi vacío. Su doncella dormitaba en un banco, bien envuelta en una manta; los otros servidores se habían acostado. ¿Acaso lo había soñado todo? Despertó a la criada, que se fue a la cama, gruñendo. Luego, dejando que la buhonera siguiera durmiendo junto al fuego, subió a su cuarto. Se metió en la cama junto a Morgana, temblando de frío, y la abrazó con fuerza, como para ahuyentar el miedo y las fantasías.

Aquel invierno fue muy crudo. En Tintagel no había mucha leña: sólo una especie de piedra que ardía, pero humeaba endemoniadamente ennegreciendo las puertas y los techos. A veces tenían que quemar algas secas, con lo que todo el castillo hedía a pescado muerto, como el mar durante la marea baja. Y al fin empezaron a llegar rumores de que los ejércitos de Uther se acercaban a Tintagel, dispuestos a cruzar los grandes páramos.

En condiciones ordinarias, Uther habría podido someter a los hombres de Gorlois. «Pero ¿y si le tendían una emboscada? Uther no conocía la zona.» Se sentiría amenazado por el agreste y desconocido terreno, sabiendo que los ejércitos de Gorlois estarían agrupándose junto a Tintagel. ¡Uther no esperaría una emboscada tan próxima!

Igraine no podía hacer otra cosa que esperar. Por la noche permanecía despierta, pensando en su esposo y en su amado. Lamentaba no ser hechicera o sacerdotisa, como Viviana. Le habían enseñado que era malo utilizar la magia para imponer la propia voluntad a los dioses; ¿estaba bien, en cambio, permitir que Uther fuera muerto con todos sus hombres en una emboscada? Sin duda habría algo que ella pudiera hacer, algo mejor que esperar.

Pocos días antes de la mitad del invierno estalló una feroz tormenta que duró dos días. En los páramos del norte sólo podrían sobrevivir los que estuvieran guarecidos como un conejo en su madriguera. Incluso la gente del castillo se acurrucaba junto a los pocos hogares encendidos, temblando al oír la furia del viento. Durante el día, entre la nieve y la ventisca, la oscuridad era tal que Igraine ni siquiera tenía suficiente luz para hilar. Las reservas de velas eran tan limitadas que no se atrevía a utilizarlas, pues aún quedaba mucho invierno que soportar, de modo que pasaban la mayor parte del tiempo en la oscuridad. Igraine trataba de recordar viejos cuentos de Avalón para mantener a Morgana entretenida y a Morgause libre del aburrimiento y la fatiga.

Pero cuando finalmente se dormían las dos, Igraine se arrebujaba en su capa, junto a los restos de la pequeña fogata, demasiado tensa para dormir; sabía que, si se acostaba permanecería en vela, con los ojos doloridos abiertos en la oscuridad, tratando de enviar sus pensamientos… ¿hacia dónde? ¿Hacia Gorlois, para averiguar dónde lo había conducido su perfidia? ¿O hacia Uther, que estaría tratando de acampar en aquellos páramos desconocidos, castigado por la tempestad, perdido y a ciegas?

¿Cómo llegar a él? Rememoraba los pocos conocimientos de magia que había aprendido en Avalón, siendo niña: cuerpo y alma no están atados con firmeza: durante el descanso el alma abandona el cuerpo para ir al país de los sueños, donde todo es ilusión y locura: a veces, en el caso de los druidas, al país de la verdad, al que Merlín la había llevado aquella única vez.

Temblando bajo la capa, Igraine miró fijamente el fuego y, de pronto, concentró su voluntad en estar en otro sitio…

Lo logró. El cambio más notable era que ya no oía el gemido salvaje de la tormenta contra los muros del castillo. No volvió la vista atrás; se le había enseñado que, cuando se abandona el cuerpo, es preciso no mirar nunca atrás, pues el cuerpo atrae al alma. Aun así podía ver a su alrededor, y supo que su cuerpo continuaba inmóvil ante el fuego moribundo. En aquel momento tuvo miedo. «Tendría que haberlo avivado primero», pensó. Pero supo que, si regresaba a su cuerpo, ya no tendría valor para intentarlo otra vez.

Pensó en Morgana, el vínculo vivo entre ella y su marido. Aunque él rechazara a la criatura, el vínculo seguía allí y le permitiría encontrarlo. Y mientras el pensamiento se formaba en su mente se encontró… en otro sitio.

¿Dónde estaba? Vio el resplandor de una lámpara pequeña y, a su luz caprichosa, a su marido, rodeado por varias cabezas: hombres arracimados en una pequeña cabaña de piedra, en los páramos. Gorlois estaba diciendo:

—Durante muchos años he combatido junto a Uther. Lo conozco: sé que contará con el valor y la sorpresa. Sus hombres no conocen nuestro clima; ignoran que, cuando el sol se pone en medio de una tempestad, escampará poco después de medianoche. Y no avanzarán hasta que vuelva a amanecer. Si podemos rodearlos en esas horas, entre el final de la nevada y la salida del sol, podremos sorprenderlos cuando levanten el campamento. No estarán preparados para combatir, sino para marchar. Con un poco de suerte, los aplastaremos antes de que puedan desenvainar las armas. Una vez que el ejército de Uther esté hecho pedazos, si él sobrevive pondrá pies en polvorosa y no volverá jamás a Cornualles. —A la luz escasa de la lámpara, Gorlois mostró los dientes como un animal—. Y si muere, sus ejércitos se dispersarán como las abejas de una colmena cuando alguien mata a la reina.

Igraine retrocedió espantada. Aunque era un ser incorpóreo. Gorlois debió de percibir su presencia, pues alzó la cabeza con el entrecejo fruncido, tocándose la mejilla.

—Una corriente de aire… Hace frío aquí —murmuró.

Pero antes de que terminara la frase Igraine estaba lejos de allí, suspendida en un limbo inmaterial, ciega en la oscuridad, perdida en la nada: bastaría el más ínfimo pensamiento para encontrarse de nuevo en su cuarto de Tintagel, en su cuerpo helado y entumecido junto al hogar apagado. Luchó por mantenerse en aquella mortal penumbra, implorando sin palabras: «Permitidme llegar a Uther.» Sabía, no obstante, que las curiosas leyes del mundo en que se hallaba lo hacían imposible: en aquel cuerpo no tenía ningún vínculo con él.

«Pero mi vínculo con Uther es más fuerte que el de la carne, pues ha perdurado durante más de una existencia.» Igraine se descubrió discutiendo con algo impalpable, como si apelara a un juez superior. Las sombras parecieron oprimirla; no podía respirar: de algún modo sintió que el cuerpo abandonado allá abajo se estaba congelando, que le faltaba la respiración. Algo en ella gritó: «¡Regresa, regresa! Uther es todo un hombre: no necesita que cuides de él.» Y respondió luchando por seguir donde estaba. «Es sólo un hombre, vulnerable a la perfidia.»

En la opresiva oscuridad hubo una sombra más intensa. Igraine comprendió que no estaba ante su yo, sino ante algún otro. Trémula, sacudida por los escalofríos, oyó con todos sus nervios la orden:

—Regresa. Debes regresar. No tienes derecho a estar aquí. Las leyes están establecidas; no puedes permanecer aquí sin pagar el precio.

Y se oyó a sí misma decir a aquella extraña sombra:

—Si es preciso pagaré el precio que se me imponga.

—¿Por qué quieres ir donde está prohibido?

—Tengo que avisarle —explicó, frenética. Y de pronto la oscuridad desapareció. Igraine vio, enroscadas a sus brazos, las serpientes doradas que había lucido en aquel extraño sueño del círculo de piedras. Alzó los brazos, gritando una palabra en un idioma extraño. Más adelante sólo recordaría que era un verbo de gran poder. La sombra adusta se esfumó, dejándole ver una luz, la luz del sol naciente…

No: era la tenue luz de una lámpara en la penumbra glacial de una maltrecha cabaña de piedra, torpemente techada con manojos de juncos. Pero distinguió algunas caras, las mismas que había visto en Londínium acompañando a Uther: reyes, jefes soldados. Exhaustos y muertos de frío, se acurrucaban en torno a la diminuta llama. Y Uther estaba entre ellos, demacrado por la fatiga, con las manos ensangrentadas por los sabañones, la manta escocesa cubriéndole la nuca y la barbilla. Aquel no era el majestuoso sacerdote amante que había visto en su sueño, ni siquiera el joven tosco y desgarbado que interrumpiera la misa; pero aquel hombre cansado y ojeroso, de nariz enrojecida por el frío, le pareció más real y más hermoso que nunca. Igraine, sufriendo por la piedad, tuvo la sensación de haber gritado: «¡Uther!»

Comprendió que la había oído, pues le vio levantar la cabeza para mirar a su alrededor, estremecido. Y luego distinguió, a través de las capas y las mantas que lo cubrían, las serpientes enroscadas a sus brazos. Uther debió de verla también y abrió la boca para hablar. Imperativamente, ella le acalló con un gesto.

«Tienes que prepararte ahora mismo para marchar. De lo contrario, estás condenado.» El mensaje no se formó en palabras, sino que pasó de su mente a la de él. «La nevada cesará poco después de medianoche. Gorlois y sus hombres te creen inmovilizado aquí y caerán sobre vosotros para haceros pedazos. Tenéis que estar preparados para repeler su ataque.»

La fuerza de voluntad que la había llevado a través del abismo se estaba apagando. Ya no podía hacer más. La invadió un frío mortal, la debilidad del agotamiento absoluto; sintió que se esfumaba en el hielo y la sombra, como si la tempestad atravesara todo su cuerpo…

… Yacía en el suelo de piedra, ante las cenizas frías del hogar. Sobre ella soplaba un viento glacial: los postigos de las ventanas se sacudían, abiertos por los últimos embates de la tormenta, y dejaban entrar torrentes de lluvia helada.

Estaba congelada, hasta el punto que temió que no podría volver a moverse; el frío de su cuerpo se convertiría gradualmente en el frío de la muerte. Y en aquel momento no le importó.

«Tiene que haber un castigo por desobedecer una prohibición; así lo manda la ley. He desobedecido y no puedo salir indemne. Si Uther está a salvo, lo acepto, aunque mi castigo sea la muerte.» Y, acurrucada bajo el insuficiente abrigo de su capa, Igraine pensó que la muerte sería misericordiosa. Al menos no tendría tanto frío…

Pero Morgana dormía en la cama, cerca de aquella ventana abierta; si nadie la cerraba, podía coger frío y enfermar de los pulmones. Igraine, que no se habría movido por salvar su vida, se obligó a actuar por la de su hija y por su inocente hermana. Con torpeza, con movimientos de ebria, caminó hasta la ventana y cerró los postigos; aunque no sintió dolor, supo que se había arrancado una uña en el forcejeo. Por fin, pillándose un dedo frío y azul en el marco, logró asegurar la cuña de madera.

Aún hacía mucho frío en la habitación. Si no encendía el fuego, Morgana y Morgause caerían enfermas. Y aunque nada deseaba tanto como meterse en la cama con ellas, todavía envuelta en su capa, faltaban horas para el amanecer y había sido ella quien había dejado el hogar desatendido. Tiritando y arrebujándose en la capa, cogió un badil del hogar y bajó sigilosamente la escalera. En la cocina, tres criadas dormían amontonadas como perros frente a las ascuas; allí hacía calor. Una marmita humeante pendía de un gancho de la chimenea: gachas para el desayuno, sin duda. Hundió una taza en la marmita y bebió el caldo caliente, pero ni siquiera así pudo entrar en calor. Luego llenó el badil de brasas y, protegiéndolo con un pliegue de su falda, subió nuevamente la escalera. Estaba débil y temblorosa; a pesar del caldo, temblaba tanto que tuvo miedo de caer. «Si caigo no podré volver a levantarme. Y las brasas podrían incendiar algo…»

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