Había llegado a la casa Tulia de joven; era un griego que se había vendido a sí mismo como esclavo como una alternativa preferible a estancarse en un pobre y oscuro pueblo de Beocia. Que se hubiese ganado el afecto de Cicerón era inevitable, porque era un hombre tierno y tan bueno cuan brillante en su trabajo de secretario; la clase de persona a la que uno no puede evitar querer. Como Tirón era sensato y considerado de un modo soportable, ni siquiera el más desagradable y egoísta de sus compañeros esclavos de la casa Tulia podían acusarle de ir contando comadreos para ganarse el favor del amo o el ama; aquella dulzura suya se hacía extensible también a las relaciones con sus compañeros esclavos y hacía que ellos también lo quisieran.
Sin embargo, el cariño de Cicerón hacia él pesaba más que todos los demás. No sólo eran excelentes el griego y el latín de Tirón, sino también su instinto literario, y cuando Tirón lanzaba una débil mirada de desaprobación ante alguna frase o ante la elección de algún adjetivo, su amo se detenía y reconsideraba de nuevo la elección que a Tirón le molestaba. Tirón escribía una taquigrafía impecable, luego lo transcribía en una caligrafía clara y lúcida, y nunca osaba alterar ni una sola palabra.
En la época del consulado, éste, el más perfecto de todos los sirvientes, llevaba en el seno de la familia cinco años. Desde luego, ya estaba emancipado en el testamento de Cicerón, pero en el transcurso normal de los acontecimientos sus servicios como esclavo continuarían durante diez años más, después de los cuales pasaría a formar parte de la clientela de Cicerón como un próspero esclavo manumitido; su salario ya era elevado, y siempre era el primero en recibir otro aumento de sus estipendios. Así que en la casa Tulia todo se reducía a algo muy sencillo: ¿cómo sería la casa sin Tirón? ¿Cómo podría sobrevivir Cicerón sin Tirón?
El segundo de la lista era Tito Pomponio Ático. Aquélla era una amistad que se remontaba a muchos años atrás. Cicerón y él se habían conocido en el Foro cuando Cicerón era un joven prodigio y Ático aprendía para con el tiempo encargarse de los múltiples negocios de su padre, y después de la muerte del hijo mayor de Sila —que había sido el mejor amigo de Cicerón—, fue Ático quien ocupó el lugar del joven Sila, a pesar de ser cuatro años mayor que Cicerón. El nombre familiar de Pomponio era considerablemente distinguido, porque los Pomponios eran de hecho una rama de los Cecilios Metelos, y eso significaba que pertenecían al verdadero meollo de la alta sociedad romana. También significaba que, si Ático así lo hubiera querido, la carrera en el Senado y quizá el consulado habrían estado a su alcance. Pero el padre de Ático había ansiado las distinciones senatoriales, y por ello había sufrido con las idas y venidas de las facciones que controlaban Roma durante aquellos terribles años. Firmemente colocado entre las filas de las Dieciocho —las dieciocho Centurias de más categoría de la primera clase—, Ático había renunciado tanto al Senado como a los cargos públicos. Sus inclinaciones iban de la mano de sus deseos, que eran hacer tanto dinero como fuera posible y pasar a la historia como uno de los grandes plutócratas de Roma.
En aquellos primeros tiempos, como su padre antes que él, era simplemente Tito Pomponio. No tenía tercer nombre. Luego, durante los turbulentos y escasos años de gobierno de Cinna, Ático y Craso habían formado el proyecto de una compañía para recaudar los impuestos y los bienes en la provincia de Asia, que Sila había vuelto a arrebatarle al rey Mitrídates. Habían ordeñado el capital necesario de una horda de inversores, pero sólo para encontrarse con que Sila prefería regular la administración de la provincia de Asia de un modo que impedía que los
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romanos se beneficiasen de ello. Tanto Craso como Ático se vieron obligados a huir de los acreedores, aunque Ático logró llevarse consigo su fortuna personal y por tanto tuvo los recursos para poder vivir de una manera extremadamente confortable mientras estuvo en el exilio. Se instaló en Atenas, y le gustó tanto que siempre la llevó en primer lugar en su corazón.
No supuso para él ningún problema crearse una buena reputación con Sila cuando aquel hombre formidable regresó a Roma como dictador, y Ático —llamado ahora así a causa de sus preferencias hacia Atica, la tierra ateniense donde había vivido— quedó libre para vivir en Roma. Cosa que él empezó a hacer a temporadas, pues nunca se desprendió de su casa de Atenas, a la que solía ir con regularidad. También adquirió enormes extensiones de tierras en el Epiro, la parte de Grecia que queda en la costa del mar Adriático, al norte del golfo de Corinto.
La predilección de Ático por los jóvenes amantes masculinos era bien conocida, pero extraordinariamente libre de tacha en un lugar tan homofóbico como era Roma. Eso se debía a que él sólo se lo permitía cuando viajaba a Grecia, donde tales preferencias constituían la norma, incluso aumentaban la reputación de un hombre. Cuando estaba en Roma no dejaba traslucir, ni de palabra ni con la mirada, que practicara el amor griego, y este rígido control de sí mismo permitía que su familia, sus amigos y sus iguales en sociedad fingieran que no había una parte diferente en Tito Pomponio Ático. Cosa que era importante también porque Ático se había hecho enormemente rico y tenía gran influencia en los círculos mercantiles. Entre los
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—que eran hombres de negocios que pujaban por conseguir contratos públicos—, era el más poderoso y el más influyente. Banquero, magnate de una flota de barcos de transporte, príncipe mercante, Ático tenía una inmensa importancia. Si por sí mismo no tenía poder suficiente para hacer que un hombre fuera nombrado cónsul, ciertamente sí que podía hacer muchísimo por ayudar a ese hombre, como había ayudado a Cicerón en su campaña.
También era el editor de Cicerón, pues había decidido que hacer dinero resultaba un poco aburrido, y la literatura suponía un cambio refrescante. Extremadamente bien educado, tenía una natural afinidad con los hombres de letras, y adivinaba el estilo de Cicerón con las palabras como pocos. Al mismo tiempo le divertía y le satisfacía ser patrón de escritores… lo que además le permitía sacar algún dinero de ellos. La editorial que puso en el Argileto como negocio rival del de los Sosios prosperó. Sus relaciones proveían de un filón de nuevos talentos cada vez más extenso, y sus copistas producían manuscritos de precios elevados.
Alto, delgado y de aspecto austero, habría podido pasar por padre de nada menos que Metelo Escipión, aunque los lazos de sangre no eran cercanos, pues Metelo Escipión sólo era un Cecilio Metelo en virtud de su adopción. Pero no obstante, aquel parecido de hecho significaba que todos los miembros de las Familias Famosas entendían que su linaje era impecable y de gran antigüedad.
Amaba sinceramente a Cicerón, pero era insensible a las debilidades ciceronianas, en lo cual seguía el ejemplo establecido por Terencia, también muy acaudalada y poco dispuesta a sacar de apuros a Cicerón cuando las finanzas de éste así lo requerían. En la única ocasión en que Cicerón había reunido el valor necesario para pedirle a Ático un préstamo insignificante, su amigo se había negado con tanta obstinación que Cicerón nunca más le había vuelto a pedir ninguno. De vez en cuando tenía la esperanza de que Ático se lo ofreciera, pero éste nunca lo hizo. Muy bien dispuesto a procurarle estatuas y otras obras de arte a Cicerón en los extensos viajes que realizaba a Grecia, Ático también insistía en que su amigo se las pagase… y también que le pagase los costes del transporte hasta Italia. Por lo que no le cobraba, suponía Cicerón, era por el tiempo que empleaba en buscarlas. En vista de todo eso, ¿se podía decir que Ático fuese un tacaño incurable? Cicerón no lo creía así, porque Ático, al contrario que Craso, era un anfitrión generoso y les pagaba buenos salarios a sus esclavos y a sus empleados libres. Más que el hecho de que a Ático le importase el dinero, era que lo consideraba un artículo merecedor de enorme respeto y no soportaba otorgarlo gratuitamente a aquellos que no le tenían el mismo respeto. Cicerón era un tipo extravagante, un diletante, un despilfarrador en caliente y en frío; por lo tanto él no podía tener el dinero en la estima que se merecía.
El tercero de la lista era Publio Nigidio Figulo, de una familia tan antigua y venerable como la de Ático. Igual que éste, Nigidio Figulo —el apodo Figulo significa trabajador con arcilla, alfarero, aunque la familia no sabía cómo se había ganado ese nombre el primer Nigidio que lo llevó— había renunciado a la vida pública. En el caso de Ático, la vida pública habría significado renunciar a todas las actividades comerciales que no surgieran de la posesión de tierras, y Ático amaba el comercio más que la política. En el caso de Nigidio Figulo, la vida pública habría erosionado con demasiada voracidad su mayor amor, que era la afición por los aspectos más esotéricos de la religión. Reconocido como el mejor experto en el arte de la adivinación tal como lo practicaban los etruscos, desaparecidos en tiempos remotos, sabía más acerca del hígado de las ovejas que ningún carnicero o veterinario. Entendía el vuelo de los pájaros, los dibujos que formaban los destellos de los relámpagos, los sonidos del trueno, los movimientos de tierra, los números, las bolas de fuego, las estrellas fugaces, los eclipses, los obeliscos, los monolitos, las pirámides, las esferas, los túmulos, la obsidiana, el sílex, la forma y color de las llamas, los pollos sagrados y todas las circunvoluciones que un intestino animal podía producir.
Naturalmente, era uno de los custodios de los libros proféticos de Roma y una mina de información para el Colegio de los Augures, entre cuyos miembros no había ninguno que fuera una autoridad en materia de augurio, pues los augures no eran ni más ni menos que funcionarios religiosos elegidos que estaban legalmente obligados a consultar unas tablas antes de pronunciar los presagios favorables o desfavorables. El deseo más ardiente de Cicerón era ser elegido augur —no era tan tonto como para pensar que tenía oportunidades de ser elegido pontífice—; había prometido que cuando lo fuera él sabría más de augurios que cualquiera de los demás que, ya fueran electos o elegidos por cooptación, se adentraban tranquilamente en el cargo religioso porque sus familias tenían derecho a ello.
Al principio Cicerón cultivó la amistad de Nigidio Figulo a causa de los conocimientos de éste, pero pronto sucumbió al encanto de su carácter, ecuánime y dulce, humilde y sensible. Nada esnob a pesar de su preeminencia social, a Nigidio Figulo le gustaba el ingenio agudo y la compañía animada, y le parecía maravilloso pasar una velada con Cicerón, famoso por su ingenio y cuya compañía siempre resultaba animada. Como Ático, Nigidio Figulo era un soltero empedernido, pero al contrario que aquél él había elegido ese estado por motivos religiosos; creía firmemente que introducir una mujer en su casa destruiría las conexiones místicas que tenía con aquel mundo de fuerzas y poderes invisibles. Las mujeres eran personas terrenales, Nigidio era persona celestial. Y el aire y la tierra nunca se mezclaban, nunca se realzaban el uno al otro más de lo que se consumían entre sí. Además le tenía horror a la sangre, excepto en los lugares sagrados, y las mujeres sangraban. Por eso todos los esclavos que tenía eran hombres, y había puesto a vivir a su madre con su hermana y el marido de ésta.
Cicerón tenía intención de ver a Ático, y sólo a Ático, al día siguiente a las elecciones, pero algunos asuntos familiares se interpusieron. Su hermano Quinto había sido elegido pretor. Naturalmente aquello requería una celebración, especialmente porque Quinto había seguido el ejemplo de su hermano mayor y había conseguido ser elegido
in suo anno
, exactamente a la edad adecuada —tenía treinta y nueve años—. Este segundo hijo de un humilde terrateniente de Arpinum vivía en la casa de las Carinae que su viejo padre había comprado cuando se trasladó a Roma con la familia para proporcionarle al prodigio de Marco todas las ventajas que el intelecto de éste exigía. Y por este motivo Cicerón y su familia subieron pesadamente desde el Palatino a las Carinae poco antes de la hora de la cena, aunque las obligaciones fraternales no le impedirían a Cicerón tener una conversación con Ático; éste estaría allí, en casa de Quinto, porque Quinto estaba casado con Pomponia, la hermana de Ático.
Había un fuerte parecido entre Cicerón y su hermano, pero Cicerón era, indiscutiblemente, el más atractivo de los dos. Por una parte era físicamente mucho más alto y mejor constituido; Quinto era pequeño y delgado como un palo. Por otra parte, Cicerón había conservado el cabello, mientras que Quinto se había quedado muy calvo por la parte superior de la cabeza. Las orejas de Quinto parecían más prominentes que las de Cicerón, aunque en realidad eso no era más que una ilusión óptica debido al enorme tamaño del cráneo de éste, que hacía que estos apéndices parecieran menores de lo que en realidad eran. Ambos tenían los ojos y el pelo castaños, y una buena piel morena.
En otro aspecto tenían mucho en común: ambos hombres se habían casado con mujeres acaudaladas y mandonas cuyos parientes cercanos habían desesperado de poder darlas en matrimonio. Terencia había adquirido una justa fama de ser imposible de complacer, así como de ser una persona tan difícil que nadie, por muy necesitado que estuviera, podría hacer suficiente acopio de valor como para pedirla en matrimonio, aun cuando ella hubiera estado dispuesta a aceptar. Había sido ella la que había elegido a Cicerón, en lugar de ser al contrario. En cuanto a Pomponia… ¡Bueno, Ático se había llevado las manos a la cabeza, presa de la exasperación, por su causa! Era fea, una auténtica fiera, grosera, rencorosa, truculenta, vengativa e incluso podía llegar a ser cruel. A pesar de tener los pies firmemente plantados en el mundo de los negocios gracias al apoyo de Ático, el primer marido de Pomponia se había divorciado de ella en el momento en que consiguió pasar sin la ayuda de Ático, y la dejó en el umbral de la casa de éste. Aunque el motivo alegado para el divorcio había sido la esterilidad de Pomponia, toda Roma supuso —correctamente — que el auténtico motivo era la falta de deseo de cohabitar. Fue Cicerón quien sugirió que quizás pudieran convencer a su hermano Quinto para que se casase con ella, y entre Ático y él lo habían convencido. La unión había tenido lugar trece años antes, y el novio era considerablemente más joven que la novia. Luego, diez años después de la boda, Pomponia desmintió su esterilidad dando como fruto un hijo, también llamado Quinto.