—Sí, creo que podría ser —repuso Julia muy seria.
—¿Qué harías entonces?
—Me esforzaría por olvidar.
Pompeyo sonrió.
—Pues es una lástima.
—No sería honroso, Cneo Pompeyo, así que tendría que olvidarlo. Si el amor puede nacer, también puede morir.
Pompeyo parecía muy triste.
—He visto mucha muerte en mi vida, Julia. Campos de batalla, mi madre, mi pobre padre, mi primera esposa. Pero nunca ha sido algo que pudicra contemplar desapasionadamente. Por lo menos —añadió sinceramente—, no desde el momento de la vida en que me encuentro ahora. No me gustaría ver morir algo que naciera en ti.
Julia sentía las lágrimas muy cerca; tendría que marcharse.
—¿Me das tu permiso,
tata
? —le preguntó a su padre.
—¿Te encuentras bien, Julia? —quiso saber César.
—Me duele un poco la cabeza, nada más.
—Creo que debes excusarme a mí también, César —dijo Aurelia al tiempo que se levantaba—. Si le duele la cabeza, necesitará jarabe de amapolas.
Lo cual dejó a César a solas con Pompeyo. Una inclinación de cabeza, y Eutico se encargó de que se retiraran los platos. César le sirvió a Pompeyo vino sin agua.
—Julia y tú os lleváis bien —dijo César.
—Sería un estúpido el hombre que no se llevase bien con ella —le dijo Pompeyo, huraño—. Es única.
—A mí también me gusta —dijo César sonriendo—. En toda su vida nunca ha causado un problema, nunca me ha discutido nada, nunca ha cometido un
peccatum
. —Ella no ama a Bruto, ese desagradable y desastroso individuo.
—Soy consciente de ello —dijo César tranquilamente.
—Entonces, ¿cómo puedes permitir que se case con él? —exigió Pompeyo airado.
—¿Y cómo puedes permitir tú que Pompeya se case con Fausto Sila? —preguntó a su vez César.
—Eso es diferente.
—¿En qué sentido?
—¡Pompeya y Fausto están enamorados!
—Si no lo estuvieran, ¿romperías el compromiso?
—¡Claro que no!
—Pues ahí tienes.
César volvió a llenar la copa.
—Sin embargo —dijo Pompeyo tras una pausa mientras contemplaba las rosadas profundidades del vino—, parece especialmente una lástima con Julia. Mi Pompeya es una chica vigorosa y fornida, siempre está alborotando por la casa. Sabrá cuidar de sí misma. Mientras que Julia es muy frágil.
—Esa es la impresión que da —dijo César—. Pero en realidad es muy fuerte.
—Oh, sí, sí que lo es. No obstante, acusará todos los golpes que le de la vida.
César giró la cabeza para mirar a Pompeyo a los ojos.
—Ese comentario ha sido muy perspicaz, Magnus. Pero no viene a cuento.
—A lo mejor es porque yo la veo con más claridad a ella que a otras personas.
—¿Y por qué habría de ser así?
—Oh, no sé…
—¿Estás enamorado de ella, Magnus?
Pompeyo miró hacia otra parte.
—¿Qué hombre no lo estaría? —murmuró.
—¿Te gustaría casarte con ella?
El pie de la copa, de plata maciza, se quebró; el vino se derramó en la mesa y en el suelo, pero Pompeyo ni se dio cuenta. Se estremeció y tiró la parte de arriba de la copa.
—¡Daría todo lo que soy y todo lo que tengo con tal de casarme con ella!
—Pues entonces será mejor que me ponga en movimiento —dijo César plácidamente.
Dos ojos enormes se clavaron en el rostro de César; Pompeyo respiró hondo.
—¿Quieres decir que me la entregarías a mí?
—Sería un honor.
—iOh! —exclamó Pompeyo; se echó hacia atrás en el canapé y casi se cayó al suelo—. Oh, César… lo que tú quieras, cuando tú quieras… ¡La cuidaré, nunca lo lamentarás, estará mejor tratada que la reina de Egipto!
—¡Sinceramente, eso espero! —dijo César riendo—. Corre el rumor de que la reina de Egipto ha sido suplantada por su hermana, la hija de una concubina de Idumea.
Pero toda respuesta que se le diera a Pompeyo era un desperdicio, pues éste continuaba extasiado, tumbado sin dejar de mirar al techo. Luego se dio la vuelta.
—¿Puedo verla? —preguntó.
—Creo que no, Magnus. Vete a tu casa como un buen muchacho y déjame que desenrede yo los hilos que ha tenido a bien tejer este día. Seguro que la casa de Servilia Cepión
cum
Junio Silano organizará un escándalo.
—Yo puedo pagarle a Bruto la dote de Julia —dijo Pompeyo al instante.
—No, no lo harás —le indicó César al tiempo que le tendía la mano—. ¡Levántate, hombre, levántate! —Sonrió—. Confieso que nunca pensé que tendría un yerno que fuera seis años mayor que yo!
—¿Soy demasiado viejo para ella? Quiero decir, dentro de diez años…
—Las mujeres son muy extrañas, Magnus —dijo César mientras conducía a Pompeyo hacia la puerta—. He observado a menudo que no son muy dadas a mirar hacia otra parte si son felices en su casa.
—Estás insinuando que Mucia…
—La dejaste sola mucho tiempo, ése fue el problema. No le hagas eso a mi hija, ella no te traicionaría ni aunque estuvieras ausente veinte años, pero con toda seguridad tampoco sería feliz.
—Mis días de militar han acabado —dijo Pompeyo. Se interrumpió y se humedeció los labios lleno de nerviosismo—. ¿Cuándo podremos casarnos? Julia me ha dicho que tú no le permitías casarse con Bruto hasta que ella cumpliera los dieciocho.
—Lo que conviene a Bruto y lo que conviene a Pompeyo Magnus son cosas diferentes. Mayo es un mes aciago para las bodas, pero si es dentro de los tres próximos días los auspicios no son demasiado malos. De aquí a dos días, pues.
—Volveré mañana.
—Tú no volverás aquí hasta el día de la boda… y no se lo cuentes a nadie, ni siquiera a tus filósofos —dijo César al tiempo que le cenaba con firmeza la puerta a Pompeyo en la cara.
—
iMater! ¡Mater!
—gritó el futuro suegro desde el pie de la escalera delantera.
Su madre bajó a un paso que no resultaba apropiado para una matrona romana de su edad. Tenía los ojos muy brillantes.
—¿Ya? —le preguntó Aurelia mientras apretaba con las manos el antebrazo derecho de César.
—Ya. ¡Lo hemos conseguido,
mater
, lo hemos conseguido! ¡Pompeyo se ha ido a su casa flotando en el éter y con el mismo aspecto de un colegial!
—¡Oh, César! ¡Ya es tuyo, pase lo que pase!
—Y no es ninguna exageración. ¿Qué hay de Julia?
—Se subirá a la luna cuando lo sepa. He estado arriba escuchando con paciencia una maraña de llorosas disculpas por haberse enamorado de Pompeyo Magnus y una serie de protestas por tener que casarse con un espantoso pelmazo como Bruto. Por lo visto Pompeyo le hizo una proposición de matrimonio durante la cena. —Aurelia suspiró en medio de una amplia sonrisa—. ¡Qué bonito, hijo mío! Hemos logrado lo que queríamos y además hemos hecho infinitamente felices a otras dos personas. ¡Hoy hemos hecho un buen trabajo!
—Mejor trabajo que el que traerá el día de mañana.
La expresión de Aurelia se derrumbó.
—Servilia.
—Yo iba a decir Bruto.
—¡Oh, sí, pobre joven! Pero no es Bruto quien se encargará de clavar la daga. Yo que tú vigilaría a Servilia.
Eutico tosió con delicadeza y disimuló astutamente el placer que sentía. ¡Los sirvientes principales de una casa tienen confianza suficiente para saber de qué lado sopla el viento!
—¿Qué ocurre? —le preguntó César.
—Cneo Pompeyo Magnus está en la puerta de la calle, César, pero se niega a entrar en la casa. Dice que le gustaría hablar un momento contigo.
—¡He tenido una idea brillante! —exclamó Pompeyo retorciéndole la mano a César febrilmente.
—¡No más visitas por hoy, Magnus, por favor! ¿Qué idea es ésa de que hablas?
—Dile a Bruto que estaré encantado de entregarle a Pompeya a cambio de Julia. Le daré la dote que pida, quinientos, mil, no me importa. Es más importante tenerlo contento a él que complacer a Fausto Sila, ¿no te parece?
Haciendo un hercúleo esfuerzo César consiguió mantener seria la expresión.
—Vaya, gracias, Magnus. Transmitirá tu ofrecimiento, pero no te precipites. Puede que Bruto no tenga ganas de casarse con nadie durante algún tiempo.
Y Pompeyo se marchó por segunda vez diciendo adiós alegremente con la mano.
—¿De qué se trataba? —preguntó Aurelia.
—Quiere entregarle su propia hija a Bruto a cambio de Julia. Fausto Sila no puede competir con el Oro de Tolosa, por lo visto. Pero es bueno ver que Magnus vuelve a estar en su papel. Ya estaba empezando a extrañarme esa recién descubierta sensibilidad y percepción suya.
—Tú no pensarás llevarles ese mensaje a Bruto y a Servilia, ¿verdad?
—No me queda más remedio que hacerlo. Pero por lo menos tengo tiempo para inventarme una respuesta llena de tacto que darle a mi futuro yerno. Fíjate, está bien que viva en las Carinae. Porque si viviera algo más cerca del Palatino, él mismo oiría los gritos de Servilia.
—¿Cuándo va a ser la boda? ¡Mayo y junio son unos meses tan aciagos!
—Dentro de dos días. Haz tus ofrendas,
mater
. Yo también las haré. Preferiría que fuera un hecho consumado antes de que Roma se entere. —Se inclinó para besarle la mejilla a su madre—. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a ver a Marco Craso.
Como Aurelia sabía perfectamente por qué César iba en busca de Craso sin necesidad de preguntárselo, se marchó para hacerle jurar a Eutico que guardaría silencio y para preparar el banquete nupcial. Qué lástima que el hecho de tener que celebrar la boda en secreto supusiera que no habría invitados. Sin embargo, Cardixa y Burgundo podrían actuar como testigos, y las vírgenes vestales podían ayudar al pontífice máximo a oficiar la ceremonia.
—¿Qué, quemando el aceite de medianoche, como siempre?
—preguntó César.
Craso se levantó de un salto, salpicando de tinta sus pulcras filas de Ms, Cs, Ls y Xs.
—¿Querrías tener la bondad de dejar de forzar la cerradura de mi puerta?
—No me dejas otra elección, aunque si quieres te instalaré una campanilla y una cuerda. Se me da muy bien ese tipo de cosas
—dijo César mientras paseaba por la habitación.
—Ojalá lo hicieras, me cuesta dinero arreglar las cerraduras.
—Considéralo hecho. Mañana vendré con un martillo, una campanilla, algo de cuerda y grapas. Podrás presumir por ahí de tener la única campanilla instalada por el pontífice máximo.
César acercó una silla y se sentó dando un suspiro de pura satisfacción.
—Te pareces al gato que cogió la codorniz que había para cenar y se la comió, Cayo.
—Oh, he cogido más que una codorniz. He conseguido todo un pavo real.
—Me consume la curiosidad. —¿Me prestarás doscientos talentos, que te devolveré en cuanto obtenga ingresos de mi provincia?
—¡Ahora sí que eres sensato! Sí, desde luego.
—¿No quieres saber por qué?
—Ya te lo he dicho, me consume la curiosidad.
De pronto César frunció el entrecejo.
—En realidad podría ser que no lo aprobaras.
—Si es así, te lo diré. Pero no puedo hacerlo mientras no lo sepa.
—Necesito cien talentos para pagarle a Bruto por romper su compromiso con Julia, y otros cien talentos para dárselos a Magnus como dote de Julia.
Craso dejó la pluma con lentitud y precisión, sin expresión alguna en el rostro. Aquellos astutos ojos grises miraron de reojo a la llama de una lámpara, luego se volvieron para posarse en el rostro de César.
—Siempre he creído que los hijos son una inversión que sólo se realiza por completo si pueden aportar a su padre lo que éste no podría conseguir de no ser por ellos —comenzó a decir el plutócrata—. Lo siento por ti, Cayo, porque sé que habrías preferido que Julia se casase con alguien de mejor linaje. Pero aplaudo tu valor y tu previsión. Aunque me gusta poco ese hombre, a Pompeyo lo necesitamos los dos. Si yo tuviera una hija quizás hubiera hecho lo mismo. Bruto es demasiado joven para servir a tus propósitos, y además su madre no le permitirá desarrollar el potencial que él pueda tener. Si Pompeyo se casa con tu Julia no podemos dudar de él, por mucho que los
boni
lo pongan mal de los nervios. —Craso soltó un gruñido—. Además, ella es un tesoro. Hará feliz al Gran Hombre. De hecho, si yo fuera más joven le envidiaría.
—Tertulia te asesinaría —dijo César riéndose entre dientes. Miró a Craso inquisitivamente—. ¿Y tus hijos? ¿Has decidido ya quién se los llevará?
—Publio es para la hija de Metelo Escipión, Cornelia Metela, así que tiene que esperar todavía unos años. Lo cual no está nada mal si tenemos en cuenta la estupidez del
tata
de ella. La madre de Escipión era la hija mayor de Craso el Orador, así que resulta muy apropiada. Y en cuanto a Marco, he estado pensando para él en la hija de Metelo Crético.
—Haces muy bien colocando un pie en el terreno de los
boni
—sentenció César.
—Eso creo yo. Me estoy haciendo demasiado viejo para todas estas peleas.
—Mantén en secreto lo de la boda, Marco —le dijo César mientras se levantaba.
—Con una condición.
—¿Cuál? —Que yo esté presente cuando Catón se entere.
—Es una pena que no podamos ver la cara de Bíbulo cuando lo sepa.
—No, pero siempre podemos mandarle un frasco de cicuta. Va a sentir ganas de suicidarse.
Después de enviar muy correctamente un mensaje por delante para cerciorarse de que lo esperaban, César subió a pie, muy temprano por la mañana, al Palatino, a la casa del difunto Décimo Junio Silano.
—Un placer inusitado, César —ronroneó Servilia, que inclinó la mejilla para recibir un beso.
Al ver aquello Bruto no dijo nada ni sonrió. Desde el día después de que Bíbulo se retiró a su casa a contemplar el cielo, Bruto presentía que algo malo iba a ocurrir. Por una parte, sólo había logrado ver a Julia dos veces desde entonces, y en una de esas ocasiones ella se había mostrado muy distraída. Por otra parte, estaba acostumbrado a cenar en la
domus publica
regularmente varias veces a la semana, pero últimamente cada vez que lo sugería le ponían la excusa de que tenían importantes invitados a cenar. Y Julia estaba radiante, tan hermosa, tan elevada; no exactamente falta de interés, sino más bien como si su interés radicase en otra parte, en alguna zona dentro de su mente que ella nunca le había querido abrir a él. ¡Oh, Julia había fingido escucharle! Pero no había oído ni una sola palabra, sólo había mirado al vacío, con una media sonrisa dulce y misteriosa. Y no le permitía besarla. En la primera de aquellas dos visitas, porque tenía dolor de cabeza. En la segunda, porque no tenía ganas de que la besase. Cariñosa y pidiéndole disculpas, pero no había beso y se acabó. De no haberla conocido mejor, Bruto habría pensado que había otro que la besaba.