Las mujeres de César (105 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Y actuar —dijo Aurelia.

—Eso siempre. ¿Está lista la cena? Todavía estoy reponiendo lo que perdí remando.

—En realidad había venido para decirte que la cena estaba preparada. —Aurelia se puso en pie—. Me cae bien ese Balbo. Un estupendo aristócrata, ¿me equivoco?

—Igual que yo, puede seguir su árbol genealógico hasta hace mil años. Es púnico. Su nombre verdadero es asombroso: Kinahu Hadasht Byblos.

—¿Tres nombres? Sí, es un noble.

Salieron al pasillo y torcieron en dirección a la puerta del comedor.

—¿No hay problemas con las vestales? —le preguntó César.

—Ninguno en absoluto.

—¿Y mi pequeño mirlo?

—Floreciente.

En ese momento Julia apareció procedente de la escalera, y César tuvo la suficiente presencia de ánimo para verla bien. ¡Oh, cuánto había crecido en su ausencia!¡Qué hermosa! ¿O era que la veía con el prejuicio propio de un padre?

Pero no era así. Julia había heredado la estructura ósea de César, que él, a su vez, había heredado de Aurelia. Seguía siendo tan rubia que la piel brillaba transparente, y su rica mata de pelo casi no tenía color, una combinación que le otorgaba una fragilidad exquisita que se reflejaba en unos enormes ojos azules colocados en medio de tenues sombras violeta. Tan alta como un hombre de estatura media, tenía el cuerpo quizás demasiado delgado y los pechos un poco pequeños para el gusto masculino, pero la distancia ahora le mostraba a su padre que, desde luego, la muchacha tenía su propio encanto y embelesaría a cualquier hombre. ¿La habría deseado yo de no haber sido su progenitor? No estoy seguro de si la habría deseado, pero creo que la habría amado. Es una verdadera Julia, hará felices a los hombres de su vida.

—Cumplirás diecisiete años en enero —le dijo César una vez que hubieron puesto la silla de Julia enfrente de la de él, y la de Aurelia frente a Balbo, quien ocupaba el locus consularis en el canapé—. ¿Cómo está Bruto?

Julia respondió a la pregunta con toda compostura, aunque el rostro, observó César, no se le iluminó al oír mencionar el nombre de su prometido.

—Está bien,
tata
.

—¿Se está haciendo un nombre en el Foro?

—Más bien en los círculos editoriales. Sus epítomes son muy apreciados. —La muchacha sonrió—. En realidad me parece que lo que más le gusta son los negocios, así que es una pena que tenga rango senatorial.

—¿Teniendo como tenemos el ejemplo de Marco Craso? El Senado no le pondrá limitaciones si es listo.

—Sí, es listo. —Julia respiró profundamente—. Le iría mucho mejor en la vida pública sólo con que su madre lo dejase en paz. La sonrisa de César no contenía ni rastro de enojo.

—Estoy de acuerdo contigo de todo corazón, hija. Yo no hago más que decirle a ella que no lo convierta en un conejo, pero, ay, Servilia es Servilia.

El nombre captó la atención de Aurelia.

—Ya sabía yo que tenía otra cosa que decirte, César. Servilia desea verte.

Pero fue a Bruto a quien vio primero; llegó a la
domus publica
para visitar a Julia justo cuando los cuatro salían del comedor. Tan avergonzado como siempre, le dio la mano a César con flaccidez y miró a todas partes menos a los ojos de César, característica que siempre había irritado a éste, pues le parecía algo sospechoso. Aquel espantoso acné tenía aún peor aspecto que antes, aunque a los veintitrés años ya debería haber empezado a desaparecer. Si no hubiera sido tan moreno, quizás la barba corta que se le extendía descuidadamente por las mejillas, el mentón y la mandíbula no le habría dado un aspecto tan infame; no era de extrañar que prefiriera garabatear papeles a la oratoria. De no haber sido por todo aquel dinero y el impecable árbol genealógico que tenía, ¿quién habría podido nunca tomarse en serio a Bruto?

No obstante, era evidente que estaba tan enamorado de Julia como hacía años. Bueno, gentil, fiel, cariñoso. Al posar los ojos en ella se le llenaban de afecto, y le cogía la mano como si se le fuera a romper. ¡No había necesidad de preocuparse de que la virtud de Julia hubiera estado nunca sometida a asedio! Bruto esperaría hasta que estuvieran casados. De hecho, ahora se le ocurría a César que Bruto esperaría hasta que estuvieran casados… es decir, que él no había tenido ningún tipo de experiencia sexual. En cuyo caso el matrimonio le haría mucho bien en todos los sentidos, incluidos la piel y el espíritu. Pobre, pobre Bruto. La Fortuna no había sido buena con él cuando le dio por madre a aquella arpía de Servilia. Reflexión que le llevó a preguntarse cómo se las arreglaría Julia teniendo a Servilia por suegra. ¿Sería la hija de César otra persona sobre la que la arpía clavase uñas y dientes y la acobardase sometiéndola a obediencia perpetua?

César se reunió con su arpía al día siguiente al atardecer en las habitaciones del Vicus Patricii. Cuarenta y cinco años, aunque no los aparentaba. La voluptuosa figura no se había ensanchado, ni los maravillosos pechos se le habían caído; de hecho, tenía un aspecto magnífico.

Se esperaba un frenesí, pero Servilia le ofreció una languidez lenta y erótica que César encontró irresistible, una enredada telaraña de los sentidos que ella tejió formando dibujos tortuosos que lo redujeron a él a un éxtasis indefenso. Al principio de conocerla, César había sido capaz de aguantar una erección durante horas sin sucumbir al orgasmo, pero Servilia, ahora él lo admitía, lo había vencido por fin. Cuanto más tiempo hacía que la conocía, menos capaz era de resistirse al hechizo sexual de ella. Lo cual significaba que la única defensa que tenía César era ocultarle esos hechos a ella. ¡Nunca le daría información vital a Servilia! Ella roería esa información hasta dejarla seca.

—He oído decir que desde que cruzaste el
pomerium
y presentaste tu candidatura, los
boni
te han declarado una guerra total-le dijo Servilia cuando estaban tumbados juntos en el baño.

—No te esperarías otra cosa, ¿verdad?

—No, desde luego que no. Pero la muerte de Catulo ha soltado el freno. Bíbulo y Catón son una combinación terrible en el sentido de que tienen dos ventajas que ahora pueden utilizar sin miedo a la crítica o a la desaprobación: una es la habilidad de racionalizar cualquier acción atroz y convertirla en virtud, y la otra es una total falta de previsión. Catulo era un hombre vil porque tenía una pequeñez de carácter que su padre nunca tuvo; eso le venía de tener por madre a una Domicia. La madre de su padre era una Popilia de mucho mejor cepa. Pero Catulo sí que tenía cierta idea de lo que significa ser un noble romano, y de vez en cuando alcanzaba a ver el resultado de ciertas tácticas de los
boni
. Así que te lo advierto, César, su muerte es un desastre para ti.

—Magnus también me ha dicho algo así acerca de Catulo. No estoy pidiéndote consejo, Servilia, pero me interesa tu opinión. ¿Qué crees tú que debería hacer yo para contrarrestar a los
boni
?

—Me parece que ha llegado la hora de que admitas que no puedes ganar sin algunos aliados fuertes, César. Hasta ahora has librado una batalla en solitario. Desde ahora debe ser una batalla librada junto con otras fuerzas. Tu partido se ha quedado demasiado pequeño. Agrándalo.

—¿Con qué? O mejor dicho, ¿con quién?

—Marco Craso te necesita para recuperar su influencia entre los
publicani
, y Ático no es tan tonto como para adherirse ciegamente a Cicerón. Tiene debilidad por Cicerón, pero mucha mayor debilidad por sus actividades comerciales. No necesita dinero, pero anhela con fuerza tener poder. Quizás sea una suerte que nunca le haya llamado la atención el hecho de tener poder político, pues de otro modo tú te habrías encontrado con cierta competencia por su parte. Cayo Opio es el banquero más importante de Roma. Tú ya tienes a Balbo, que es el mayor banquero de todos los banqueros, en tu partido. Arréglatelas para convencer a Opio de que se pase a tu campo también. Bruto es tuyo, gracias a Julia.

Servilia estaba tumbada con aquellos hermosísimos pechos flotando suavemente en la superficie del agua; llevaba el abundante pelo negro recogido en rizos sin orden para que no se le mojase, y los grandes ojos negros miraban absolutamente hacia el interior de las capas de su propia mente.

—¿Qué me dices de Pompeyo Magnus? —le preguntó César como de pasada.

Servilia se puso rígida; de pronto sus ojos se clavaron en los de César.

—¡No, César, no! ¡Ese carnicero picentino no! El no entiende cómo funciona Roma, nunca lo ha entendido y nunca lo entenderá. Hay en él una mina de habilidad natural, una fuerza enorme para lo bueno o lo malo. ¡Pero no es romano! Si fuera romano, nunca le habría hecho al Senado lo que le hizo antes de ser cónsul. No tiene una vena sutil, no está convencido por dentro de ser invencible. Pompeyo cree que las normas y las leyes se han hecho para romperlas en su beneficio personal. Sin embargo ansía la aprobación de los demás, y se encuentra desgarrado perpetuamente por deseos conflictivos. Quiere ser el Primer Hombre de Roma para el resto de su vida, pero en realidad no tiene ni idea de cuál es la manera correcta de hacer eso.

—Es cierto que no manejó con mucho acierto su divorcio de Mucia Tercia.

—Eso se lo achaco yo a Mucia Tercia —dijo ella—. No hay que olvidar quién es ella. Hija de Escívola, amada sobrina de Craso el Orador. Sólo un patán picentino como Pompeyo la habría encerrado en una fortaleza a doscientas millas de Roma durante varios años seguidos. Así que cuando le puso los cuernos a Pompeyo lo hizo con un palurdo como Labieno. Mucho mejor habría sido si lo hubiera hecho contigo.

—Eso siempre lo he sabido.

—Y también sus hermanos. Por eso la creyeron.

—¡Ah! Ya me parecía.

—Sin embargo, Escauro le conviene.

—De manera que tú crees que yo debería mantenerme alejado de Pompeyo.

—¡Mil veces, sí! No puede jugar a este juego porque no conoce las reglas.

—Sila lo controló.

—Y él controló a Sila. No olvides eso nunca, César.

—Tienes razón, así fue. Incluso así, Sila lo necesitó.

—Más tonto fue Sila —dijo Servilia con desprecio.

Cuando Lucio Flavio llevó ante la plebe el proyecto de ley de tierras de Pompeyo, toda posibilidad de aprobación acabó de una vez para siempre. Celer estaba allí, en los Comicios, para atormentar y arengar; tan encarnizada fue la confrontación con el pobre Flavio que acabó por invocar su derecho a llevar las cosas sin que le pusieran obstáculos, e hizo conducir a Celer a las Lautumiae. Desde su celda, Celer convocó una reunión del Senado; luego, cuando Flavio atrancó la puerta de su casa con su propio cuerpo, Celer ordenó echar abajo la pared y personalmente supervisó la demolición. Nada le impedía salir de su celda, siendo como era una de las Lautumiae, pero el cónsul
senior
prefirió demostrarle a Lucio Flavio quién era él llevando sus asuntos de cónsul y de miembro del Senado desde la celda. Frustrado y muy enfadado, Pompeyo no tuvo más remedio que llamar al orden a su tribuno de la plebe. Con el resultado de que Flavio autorizó que pusieran en libertad a Celer, y no asistió a más reuniones de la Asamblea Plebeya. Fue imposible promulgar la ley de tierras.

Mientras tanto, se desarrollaba la campaña electoral para las elecciones curules a ritmo febril, estimulado enormemente el interés público por el regreso de César. De algún modo, cuando César no estaba en Roma todo tendía a ser aburrido, mientras que su presencia garantizaba que habría revuelo. El joven Curión se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor cada vez que la una o la otra quedaba vacante, y parecía haber decidido sustituir a Metelo Nepote como el crítico más personal de César —Nepote había partido para Hispania Ulterior. El cuento del rey Nicomedes volvió a contarse con mucho embellecimiento chistoso, aunque, según le dijo Cicerón a Pompeyo preso de completa exasperación:

—Es al joven Curión a quien yo llamaría afeminado. Ciertamente fue el cachorro de Catilina, si es que no fue algo más que eso para Catilina.

—Yo creía que pertenecía a Publio Clodio, ¿no? —preguntó Pompeyo, al que siempre le costaba trabajo seguir el hilo de las intrincadas vueltas de las alianzas políticas y sociales.

Cicerón no consiguió reprimir un estremecimiento al oír aquel nombre.

—Él se pertenece en primer lugar a sí mismo —dijo.

—¿Estás haciendo todo lo que puedes para apoyar la candidatura de Luceyo?

—¡Naturalmente! —repuso con altivez Cicerón.

Y así era en efecto, aunque no sin constantes, casuales y embarazosos encuentros durante las ocasiones en que lo acompañaba por el Foro.

Gracias a Terencia, Publio Clodio se había convertido en un enemigo muy rencoroso y peligroso. ¿Por qué las mujeres harían la vida tan dificil? Si ella lo hubiera dejado en paz, Cicerón quizás habría podido evitar declarar contra Clodio cuando por fin se le juzgó por sacrilegio hacía doce meses. Porque Clodio anunció que durante la época de la celebración de la Bona Dea se encontraba en Interamno, y presentó algunos testigos respetables para confirmarlo. Pero Terencia sabía que no era así. —Vino a verte el día de la Bona Dea para decirte que se iba como cuestor al oeste de Sicilia, y quería hacerlo bien —dijo con firmeza—. Era el día de la Bona Dea, ¡yo lo sé! Me dijiste que había venido a pedirte algunos consejos.

—¡Querida mía, estás equivocada! —había logrado decir Cicerón con voz ahogada—. ¡Las provincias ni siquiera se asignaron hasta tres meses después de eso!

—¡Tonterías, Cicerón! Tú sabes tan bien como yo que los sorteos se arreglan. ¡Clodio sabía adónde le iba a tocar ir! Es por esa ramera de Clodia, ¿verdad? No quieres declarar contra él por causa de ella.

—No quiero declarar porque el instinto me dice que ésta es una bestia durmiente que yo no debería despertar, Terencia. ¡Clodio nunca se ha preocupado mucho por mí desde que ayudé a defender a Fabia hace trece años! Entonces me caía mal. Ahora lo encuentro detestable. Pero tiene edad suficiente para estar en el Senado y es un patricio Claudio. Su hermano mayor, Apio, es un gran amigo mío y de Nigidio Figulo. La amicitia debe conservarse.

—Lo que sucede es que tú tienes una aventura con su hermana Clodia, y por eso te niegas a cumplir con tu deber —le dijo Terencia con aire terco.

—¡Yo no tengo una aventura con Clodia! Ella se está desgraciando a sí misma con ese poeta, Catulo.

—Las mujeres no son como los hombres, marido —dijo Terencia con una lógica espantosa—. No tienen tantas flechas en sus carcajs para disparar. Ellas pueden tenderse de espaldas y aceptar un arsenal entero.

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