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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (40 page)

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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—No va a hacer el brindis —dice Nedra.

—¿No? —dice Kate.

—Lo hará William en su lugar.

Kate arquea las cejas.

—Lo siento, lo siento muchísimo, pero esta noche no podría estar a la altura. William en cambio estará brillante. Este tipo de cosas se le dan muy bien, mucho mejor que a mí, a decir verdad. Yo soy terrible cuando tengo que hablar en público. Empiezo a sudar y me tiemblan las…

—No hace falta que sigas, Alice —dice Nedra—. Vamos, corazón —le dice a Kate.

Cojo mi copa de chardonnay y voy a sentarme a una mesa vacía, al fondo de la sala. Veo a Zoé y a Jude en un rincón, con las manos entrelazadas, mirándose a los ojos. Peter está en la pista de baile, bailando solo con movimientos de robot y, por lo que se ve, pasándolo en grande. Jack, Bunny y Caroline están sentados a otra mesa. Y William está en la barra, de espaldas a mí. Cojo el teléfono. John Yossarian sigue conectado. William debió de olvidar desconectarse.

He cambiado de idea. Quiero verlo, Investigador 101.

Eh… Ahora no puedo chatear. Lo siento. Estoy ocupado.

¿Dónde podemos encontrarnos?

Creía que había atravesado el armario para volver a su vida real.

La vida real no es tan fabulosa como dicen.

No lo entiendo. ¿Qué ha pasado?

¿Dónde podemos vernos?

No puedo encontrarme con usted, Casada 22.

¿Por qué no?

Porque estoy con mi mujer.

Ella no es nada en comparación conmigo.

No la conoce.

Es una cobardica.

No es cierto.

Usted es un cobardica.

Posiblemente.

Dígame la verdad al menos en una cosa. Me lo debe. ¿Es usted feliz en su matrimonio?

No es una pregunta menor.

Yo tuve que responderla. Es su turno.

Veo que William deja el teléfono, lo coge, lo vuelve a dejar y toma un largo trago de su bebida. Finalmente, coge otra vez el teléfono y empieza a escribir.

Tiene razón. De acuerdo. Si me lo hubiera preguntado hace unos meses, le habría dicho que no. Mi mujer no era feliz y yo tampoco. Me preocupaba lo mucho que nos habíamos distanciado. Yo ya no sabía quién era ella, ni lo que quería, ni lo que soñaba. Y hacía mucho que no se lo preguntaba. No estaba seguro de ser capaz de mantener esa conversación, al menos cara a cara. Entonces hice algo de lo que me avergüenzo. Hice algo a sus espaldas. Sé que podría salir bien parado si lo siguiera ocultando, pero ahora creo que tendré que confesárselo.

¿Recuerda que usted dijo que el matrimonio era una especie de Trampa 22, que las cosas que nos parecieron más seductoras de nuestra pareja son las mismas que al cabo del tiempo nos desesperan? Me temo que ahora me encuentro en una situación semejante. Hice algo por amor, para salvar mi matrimonio. Pero lo que hice puede ser lo que en definitiva destruya nuestra pareja. Conozco a mi mujer. Se va a enfadar mucho cuando se entere de lo que hice.

Entonces, ¿por qué va a confesar?

Porque ha llegado la hora de que dé la cara.

—Atención, por favor. ¿Podéis prestarme atención? —dice Nedra, de pie al frente de la sala, con un micrófono inalámbrico en la mano—. Ya podéis ocupar vuestros sitios en las mesas.

Observo a William, que se desliza del taburete de la barra, con el teléfono en la mano. Me ve y me señala con un amplio movimiento de la mano la mesa donde Bunny, Caroline y Jack ya están sentados. Increíble. No parece ni remotamente afectado.

Cuando llego a la mesa, saca una silla para que me siente.

—¿Cómo ha ido todo con Nedra?

—Bien.

—¿No le importa que yo haga el brindis?

Me encojo de hombros.

—¿No te importa a ti?

—Tengo que ir al baño.

Una vez allí, me echo agua fría a la cara y me inclino sobre el lavabo. Tengo un aspecto horrible. Bajo la luz fluorescente, mi traje de chaqueta parece rosa fuerte, casi como sacado de un cómic. Inspiro profundamente varias veces. No tengo prisa por volver a la mesa. Abro el chat de Facebook.

Estoy desconsolada.

¿Por qué está desconsolada, Casada 22? La culpa es suya.

No del todo. Los dos hemos tenido nuestra parte de culpa. Yo era vulnerable. Estaba sola. Estaba necesitada. ¡Se aprovechó de mí!

Yo también era vulnerable y estaba solo y necesitado. ¿No lo ha pensado nunca? Mire, esto ya no tiene sentido. Creo que debemos dejar de chatear.

¿Por qué tiene que ser usted quien tome la decisión? ¿Va a dejarme colgad…?

El botón verde junto a su nombre se convierte en una media luna. Se ha ido. Estoy furiosa. ¿Cómo se atreve a desconectarse cuando le estoy hablando? Salgo del baño y casi choco con un camarero.

—¿Le sirvo alguna cosa? —pregunta. Miro a la sala y veo a Nedra que se acerca a nuestra mesa. Le entrega el micrófono a un William claramente agitado, le da un beso en la mejilla y vuelve a su mesa, donde desliza su silla hasta acercarla tanto como es posible a la de Kate.

William se pone de pie y se aclara la garganta:

—Bueno, me han pedido que haga un brindis.

—Yo no quiero nada, pero ¿ve a ese hombre con el micrófono? —le susurro al camarero—. Es mi marido. Sírvale por favor una piña colada.

—Desde luego. Se la llevaré en cuanto termine el discurso.

—No, se muere por una piña colada ahora mismo. Tiene la garganta seca. ¿No ve cómo traga y carraspea todo el tiempo? Necesita beber algo para llegar al final del brindis. Dese prisa, por favor.

—Sí, claro —dice el camarero, mientras corre a la barra.

—Conozco a Nedra y a Kate desde hace… unos trece años —dice William—. El día que conocí a Nedra…

Oigo el zumbido de una licuadora. Veo al barman sirviendo la bebida en un vaso y adornándola con una rodaja de piña y una cereza.

—Y enseguida lo supe —dice William—. Todos lo supimos.

El camarero atraviesa la sala con la bebida de William.

—Ya sabéis cómo es cuando las cosas se ven, cuando es evidente que dos personas están hechas la una para la otra…

El camarero empieza a abrirse paso entre las mesas.

—Y Kate… ¡Dios mío, Kate! ¿Qué puedo decir de nuestra Kate? —parlotea William.

Al camarero lo distrae una pareja que le pide una copa. Escucha el pedido y sigue adelante.

—¡Pero si basta mirarlas! ¡Miradlas! La novia y… la novia.

El camarero llega a la mesa de William y le pone la copa delante. William se queda mirando la bebida, desconcertado.

—¿Qué es esto? Yo no lo he pedido —susurra, pero todos lo oyen, porque tiene el micrófono en la mano.

—Es una piña colada, señor. Para su garganta seca —dice el camarero.

—La debe de haber pedido otra persona.

—No, es para usted —insiste el camarero.

—Le digo que yo no la he pedido.

—La ha pedido su mujer —le susurra el camarero, señalándome.

William mira desde el otro extremo de la sala y me saluda brevemente con la mano. Media docena de microexpresiones se le marcan en la cara. Intento catalogarlas: asombro, vulnerabilidad, desconcierto, vergüenza, ira y otra cosa más, algo que ni remotamente me esperaba: alivio.

Asiente. Vuelve a asentir y bebe un sorbo de piña colada.

—Está muy buena, asombrosamente buena —dice al micrófono y a continuación se derrama todo el contenido del vaso sobre la camisa.

Bunny y Caroline se ponen de pie de un salto, con las servilletas en la mano, y empiezan a enjugar la mancha.

—¡Un poco de soda, por favor! —grita Bunny—. ¡Rápido, antes de que la mancha se asiente!

Yo me meto rápidamente en el pasillo de los lavabos. Treinta segundos después, William se reúne conmigo.

—¿Lo sabes? —susurra, empujándome suavemente contra la pared.

Miro su camisa mojada y manchada.

—Claro que sí.

La mandíbula le tiembla levemente.

—¿La vida real no es tan fabulosa como dicen?

—Jugaste conmigo durante meses. ¿Por qué no iba a jugar yo contigo un poquito?

Inspira profundamente.

—William tuvo un año muy malo. William no intenta buscar excusas. William debió contarle a su mujer lo mal que lo estaba pasando.

—¿Por qué hablas de ti mismo en tercera persona?

—Estoy tratando de hablar tu idioma, el idioma de Facebook. Cara a cara. Di algo.

—Dame tu teléfono.

—¿Para qué?

—¿No quieres saber cómo lo descubrí?

William me da su móvil.

—Cada vez que haces una foto, el teléfono la etiqueta con los datos exactos de latitud y longitud. Tu última foto de perfil, la de tu mano, fue tomada en casa. Dejaste una pista que me condujo directamente hasta ti.

Desactivo los servicios de localización de la cámara de su teléfono móvil.

—Ya está. Ahora nadie podrá rastrearte.

—¿Y si quiero que me rastreen?

—En ese caso, te aconsejo que pidas ayuda a un profesional.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Desde esta tarde.

William se pasa una mano por el pelo.

—¡Dios santo, Alice! ¿Por qué no dijiste nada? ¿Lo sabe Bunny?

Asiento con la cabeza.

—¿Y Nedra?

—También.

Hace una mueca.

—No hace falta que te avergüences. Las dos te adoran. Piensan que es lo más romántico que han oído en su vida.

—¿Tú también lo piensas?

—¿Por qué, William? ¿Por qué lo hiciste?

Suspira.

—Porque vi tu búsqueda en Google, la noche de la recepción del vodka FiG, ¿te acuerdas? No borraste el historial. La vi, desde «Alice Buckle» hasta «matrimonio feliz». Te sentías desgraciada. Yo hacía que te sintieras desgraciada. Dije aquella tontería de que tu vida era «un poco más pequeña». Tenía que hacer algo.

—¿Y el Centro Netherfield? ¿Fue una invención? ¿Y su relación con la Universidad de California?

—Yo sabía que tú no aceptarías participar en ningún estudio que no fuera serio. Fue fácil montar la página web. Lo más difícil fue cuando empezó a adquirir vida propia. Te lo iba a confesar todo. ¿Recuerdas la noche cuando nos citamos en Tea & Circunstances? Pero entonces llegaron Bunny y Jack. Yo no tenía intención de dejarte plantada. Te supliqué que no fueras, ¿recuerdas? No pensé que terminaría de ese modo.

—Pero ¿por qué tuviste que seguir un camino tan tortuoso? ¿Por qué no me hiciste las preguntas cara a cara? Ni siquiera lo intentaste.

—¿Cómo que no lo intenté? Te perseguí. Te cortejé. Abrí una cuenta falsa en Facebook. Te envié mensajes, alertas y notificaciones. Leí las malditas Crónicas de Narnia y Trampa 22.

—¿Esto sigue encendido? ¿Funciona? —oímos a Nedra, que prueba el micrófono—. ¿William? ¿Estás ahí? No es de buena educación dejar un brindis a medias. No puedes irte y dejar un brindis a medias. En Gran Bretaña, al menos, lo consideramos de mala educación.

—¡Vaya! —gruñe William, con una agitación muy poco propia de él—. ¡Sálvame!

—De acuerdo —digo—. Yo haré el condenado brindis.

Mientras atravieso la sala, intento aclararme las ideas. Debería decir algo sobre el amor, obviamente. Alguna cosa sobre el matrimonio… Algo divertido, algo dulce… Pero tengo la cabeza totalmente inundada por todo lo sucedido con William y por lo mucho que se esforzó para llegar hasta mí.

Cuando llego a la mesa, Zoé me da el micrófono.

—¡Ánimo, mamá! —me susurra.

Me llevo lentamente el micrófono a los labios.

—¿Sabéis cuándo se sabe que todo es tal como debe ser? —intento decir atropelladamente.

No lo consigo. Me tiemblan las rodillas. Miro nerviosamente a los invitados y me llevo una mano al cuello.

—Levanta la cabeza —me aconseja Bunny entre dientes.

—Cuando las cosas son como tienen que ser…

—La gente no habla así en la vida real —me susurra Bunny.

—… no hay manera de mantener alejadas a dos personas que se quieren.

—Habla con el corazón, Alice. Habla con el corazón —me insiste.

—Lo siento. Un momento, por favor. —Busco a William con la mirada, pero no lo veo por ninguna parte—. Dejadme que lo intente de nuevo. Nedra, Kate, mis más maravillosas y queridas amigas…

Se hace el silencio en todo el restaurante. Recorro la sala con la vista.

—¡Dios mío, mirad todos esos teléfonos! ¿Os dais cuenta de que hay móviles en todas las mesas? ¿Hay alguien en la sala que no tenga uno? ¡A ver, que levante la mano el que no tenga un móvil! Lo sabía. Es una locura, ¿sabéis?, una verdadera locura. Vivimos en una época de conexión permanente. Es fácil volverse adicto a ese acceso instantáneo, en una fracción de segundo, a todo y a todos, y no creo que sea bueno.

Hago una pausa, bebo un sorbo de agua y me pongo a pensar, con la esperanza de que se me despeje la mente. ¿Adónde habrá ido William?

—Alguien me dijo una vez que esperar es un arte en vías de extinción. Le preocupaba que la velocidad y el acceso constante hubieran desplazado a los placeres más profundos de marcharse y regresar. Cuando me lo dijo, yo no estaba totalmente segura de que fuera así. ¿Quién no quiere tener lo que desea en el momento en que lo desea? Así es el mundo en que vivimos. Sería ridículo pensar que no es así. Sin embargo, empiezo a creer que esa persona tenía razón. Nedra y Kate, sois la demostración perfecta de que merece la pena esperar. Vuestra unión me inspira. Me impulsa a querer ser mejor. Tenéis una de las relaciones más sólidas, robustas, amorosas y tiernas que conozco y mañana tendré el privilegio de ser testigo de vuestra boda.

Intento secarme en la blusa las palmas sudorosas, sin que se note.

—Se supone que ahora debo daros un consejo, ya lo sé, un sabio consejo de alguien que lleva dos décadas casada. No estoy segura de poder ofreceros ninguna sabiduría, pero puedo deciros esto. El matrimonio no es neutral. A veces nos gusta pensar que sí, pero escuchadme bien: esconderse en una enfermería y esperar a que termine la guerra no es manera de vivir.

Levanto la vista y veo un mar de caras confusas. Mierda.

—Lo que intento decir es que no debéis tener un matrimonio como Suecia, ni como Costa Rica. No es que no me gusten Suecia o Costa Rica, no. Son países perfectamente agradables para vivir o hacer turismo, y yo valoro su neutralidad, al menos desde el punto de vista político. Pero mi consejo es que tengáis el coraje de dejar que vuestro matrimonio sea un país feroz, agitado por una revolución, en el que cada una de vosotras hable un dialecto diferente y a veces resulte difícil comprenderos, pero nada de eso importe, porque estaréis luchando, luchando por vosotras.

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